El infierno siempre proviene de adentro
Paula Vázquez Prieto
La secuela La secuela de Sonríe, aquel éxito de 2022 y emblema del modelo del “terror del trauma” que también encarnaron películas como Maligno, de James Wan, o Men, de Alex Garland, sigue el mismo concepto de su predecesora. De hecho, la ligazón argumental entre ambas es anecdótica –un personaje que las conecta y funciona como transmisor de la “maldición”- y podrían funcionar según el modelo de “antología” que asumen las series contemporáneas. Lo que cambia en la lectura que propone el guionista y director Parker Finn esta vez, no es solo la raigambre del hecho traumático, mucho más indefinido en su origen que en la primera, sino su impacto social en función de la vida pública de la protagonista, una exitosa cantante de pop. Y en sintonía con ello, el concepto de puesta en escena de esta segunda entrega está definido por esa vocación de constante espectacularidad, de sumatoria de impactos visuales, momentos gore, actos de body horror, y toda una parafernalia de gadgets distractivos que diluyen la verdadera sensación de inquietud e incomodidad que, en definitiva, es el alma del cine de terror.
La primera secuencia es quizás una de las más logradas de la pelícuuna la, y aquella que, evocando un poco el absurdo cultivado por el cine de los hermanos Coen, pone en acción la rueda que lleva a la maldición de la sonrisa a un nuevo ciclo. Una matanza iracunda deriva en un accidente automovilístico, un reguero de sangre dibuja en el suelo nevado los contornos de una sonrisa amplia y enrojecida. Luego se enciende un televisor y conocemos a Skye Riley (Naomi Scott), una estrella de la canción que regresa a los escenarios luego de una larga ausencia. Lo último que se supo de ella fue la noticia del trágico accidente en el que murió su novio, la revelación de sus adicciones, sus posteriores operaciones de columna y su lenta recuperación, signando a este regreso con el halo de la resurrección. Skye se conmueve en cámara ante su compungida entrevistadora, una Drew Barrymore haciendo de sí misma, y las presiones de su nuevo disco, la gira mundial, los fans y la discográfica comienzan a modelarse como ese monstruo tan imaginado como temido.
Lo que sigue es, lógicamente, la llegada del contagiado a la vida de Skye y el lento descalabro que esa sonrisa espectral desencadena en su precaria estabilidad emocional. Y allí, la película nos confirma su premisa: el horror, más allá de sus configuraciones plásticas explosivas, siempre proviene del interior de Skye, de su culpa sumergida, sus ansiedades progresivamente incontrolables, el torbellino de un negocio que fagocita todo rastro de su condición de artista. Ahora bien, en ese doble juego de ser víctima y victimaria, Skye podría haber asumido cierto misterio, contradicciones que permitan la exploración de ese trauma que define la mera existencia de la película. Pero no, Skye es parodia de la estrella pop, con todos sus caprichos y frivolidades, una encarnación visual de ese discurso sufriente algunas estrellas recientes han deslizado sobre las presiones de la fama. Y es ese mismo gesto irónico, el que siempre coagula la experiencia incómoda con la pretendida liberación del humor, siempre calculado para hacernos sentir mejor.
Parker Finn apuesta por la hipérbole con energía desmedida. Todo es más en esta secuela: la protagonista es hiper famosa, su tragedia es terrible pero también inmemorial (“hago todo mal”, dice, remontando su culpa a un autocastigo previo al accidente), su madre (Rosemarie DeWitt) es la caricatura de la manager explotadora que ve en su hija un activo para los negocios, y todo su entorno es grotesco y exagerado, surcado por el mismo tono que explotan sus pesadillas. Y lo peor es esa insistencia en dilatar al paroxismo las secuencias de horror esperando siempre una sorpresa prometida que, al fin y al cabo, se torna anticlimática. La tentación del cine contemporáneo de transmutar en ficción los asuntos candentes de la agenda pública lleva a querer siempre subir la apuesta: algo más impactante, un símbolo más potente, un efecto más inolvidable. Y todo termina siempre en la variación de una formula demasiado conocida.
Sonríe había encontrado como valor originario la expresión visual de esa cultura del “wellness” tan extendida: una sonrisa espeluznante. Esa idea concreta y contundente fue clave para su éxito. Esta secuela no tiene más que la repetición de lo mismo con más efectos, más sangre, música pop y la fama como el infierno más previsible de todos.
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Un melodrama azucarado y sin matices
Hernán Ferreirós
En 2017 se estrenó Wonder -Extraordinario fue el título local-, un largometraje con Julia Roberts y Owen Wilson acerca de un chico con una severa deformidad facial que sufría bullying en la escuela. Esa película estaba basada en la novela homónima de la escritora norteamericana R.J. Palacio, un libro para adolescentes que se convirtió en un best-seller y generó una serie de títulos adyacentes que expandían la historia del protagonista, Auggie Pullman. Alas blancas es la más reciente entrada al “wonderverso”. Originalmente, una novela gráfica escrita y dibujada por la autora, es una precuela y una secuela de los sucesos narrados en Extraordinario, aunque el vínculo entre ambas historias es tan traído de los pelos que puede ser ignorado.
Esta adaptación se reencuentra con Julian (Bryce Gheisar), el antagonista del primer film, en una nueva escuela privada tras que fuera expulsado de su colegio por el maltrato a Auggie. La enseñanza que extrajo de tal castigo es “No seas bueno, ni malo: no te hagas notar”, por eso no se acopla inmediatamente al grupo de los estudiantes ricos y abusadores y también ignora a la chica de “étnica” y pobre que le ofrece sumarlo al Club de Justicia Social. De vuelta en el departamento millonario de su familia en Manhattan, recibe la sorpresiva visita de su abuela Sara (Helen Mirren) quien comprende que la nueva filosofía moral de su nieto deja mucho que desear y decide aleccionarlo con el relato ejemplar de cómo un joven altruista le salvó la vida.
Desde ese momento, la película vuelve a empezar. La acción se muda a Francia, en 1942. Sabemos que es Francia porque, aunque solo se habla inglés con acento británico, casi todos los personajes llevan boinas negras. Ingresa también un nuevo elenco: ahora Sara es una adolescente (Ariella Glaser) que desconoce la gravedad de la invasión nazi a su país hasta que un batallón intenta tomarla prisionera junto al resto de los estudiantes judíos de su escuela. Solo ella logra escapar y se refugia en el altillo de la familia de Julien (Orlando Schwerdt), otro joven estudiante víctima del bullying, en este caso por sus secuelas de polio, a quien la chica siempre ignoró en favor de Vicent (Jem Matthews), el atractivo bully de la clase que se vuelve colaboracionista antes de que alguien pueda decir Gesundheit. Julien arriesga su vida para proteger a Sara y su relación pronto se convierte en una historia de amor en medio de la amenaza nazi. El holocausto también puede tener su costado romántico.
El desarrollo del melodrama azucarado se expande por intervenciones de la Sara adulta, que suele poner en frases que parecen un posteo inspirador de Facebook lo mismo que la película viene de mostrar. También es la encargada de enunciar una moraleja ya sobrentendida que no para de repetirse en el interminable segmento final. Si bien el vínculo sugerido entre el bullying escolar y el nazismo parece desproporcionado, no desentona con la simplificación generalizada de esta historia en la que no hay matices, solo santos y monstruos
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Relato futurista, inquietante y distinto del resto
MARCELO STILETANO
Estrenada como película de apertura de la sección Una cierta mirada del Festival de Cannes de 2023, El reino animal es una película inclasificable. Al menos se hace imposible identificarla a partir de una sola categoría o género. Si una sola definición le cabe es la de un relato de descubrimiento y aprendizaje (coming of age) tamizada con suficientes elementos fantásticos como para merecer un reconocimiento como una obra atípica, distinta a todas las demás.
Este relato transcurre en un futuro posible que la memoria cercana de la pandemia se hace mucho menos inverosímil que antes. Vamos entendiendo lo que pasa a través de sucesivos detalles, apuntes e imágenes incorporadas a la trama siempre de manera fluida y dinámica, despojada de explicaciones innecesarias. Por una extraña mutación genética son cada vez más las personas que experimentan transformaciones corporales que los van asemejando a ejemplares raros del reino animal.
No vemos aquí un patrón de contagio (le podría tocar a cualquiera) y tampoco interpretaciones de científicos atribulados en busca de alguna explicación. Cada lugar reacciona como puede frente a la emergencia y el aislamiento bajo alguna figura propia del encierro es la opción elegida por los franceses. Eso lleva a François Marindaze (Romain Duris), un cocinero decidido y con la sensibilidad a flor de piel, deje la gran ciudad en la que vive junto a su hijo adolescente Émile (Paul Kircher), y viaje hacia el sur para mudarse a una localidad más pequeña y bucólica. Allí va a quedar confinada su mujer, Lana, cuya metamorfosis avanza a tal punto que condiciona cualquier comunicación.
Lo que viene para estos personajes tiene unos cuantos puntos en común con otros relatos futuristas que alertan sobre los riesgos de una nueva e inquietante configuración del mapa genético de la humanidad a partir de misteriosos y desconocidos factores. Pero lo que distingue a esta producción francesa del resto es el acercamiento (desde la fábula o una suerte de extraño cuento de hadas) a los seres que experimentan esta transformación.
Los seguimos a lo largo de un proceso que va desde la extrañeza y el rechazo hasta la aceptación, mientras a su alrededor se va desplegando un inevitable arco de reacciones, entre las cuales se destaca la progresiva militarización del entorno y la generalizada valoración negativa que los no contagiados tienen de estos nuevos mutantes, considerados directamente (y cada vez más) como bestias que deberían ser eliminadas por su creciente peligrosidad.
La película, en el fondo, nos sugiere que la idea misma de mutación no se agota en la inexplicable transformación física que convierte a seres humanos en extrañas especies animales. En ese acercamiento nunca se esconde la opción en favor de una mirada humanista y comprensiva, que incluye por supuesto más de una perplejidad. Se dice mucho aquí sobre la incertidumbre con la que inevitablemente nos enfrentamos a este tipo de situaciones.
Cuando todo esto queda expresado, como lo hace en su segunda película el director Thomas Cailley, sin una sola alegoría o manifiesto político, el reconocimiento de los desconcertados seres que se mueven en esta realidad resulta siempre más convincente y auténtico. Es lo que transmiten los rostros de Duris y Kircher, abrumados por una nueva situación a la que deben acomodarse desde una nueva toma de posición frente al mundo y a sus más profundos afectos.
Si Adèle Exarchopoulos, que suele entregarnos actuaciones de altísima expresividad, no se luce en este caso a la misma altura es porque su personaje está muy poco desarrollado
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Un homenaje -casi explícito- a lo mejor del policial negro
GUILLERMO COURAN
Luego de su comentado paso por la Berlinale, Sin códigos aterriza en la Argentina para calmar la ansiedad de la cinefilia local en torno a Thomas Arslan, al que se ha señalado como uno de los artífices del llamado nuevo cine alemán. Y es cierto que el hombre sabe lo que hace, filmando con un pulso narrativo que por momentos homenajea al género policial en su concepción más clásica, mientras que en otros hace alarde de una destreza narrativa, nunca ostentosa pero siempre atractiva.
Sin códigos es en realidad una secuela, y a la vez parte de una trilogía que comenzó en 2010 con En las sombras, que no tuvo estreno local, por lo que en nuestro país la vieron muy pocos y casi nadie la recuerda. Afortunadamente, no es necesario saber de su existencia para entender lo que va a suceder.
Trojan (Mišel Matičević) es un profesional del robo, duro, taciturno y cuyo carácter implacable es directamente proporcional a la campera de cuero que usa en toda la película. En Berlín y necesitado de dinero, el experto acepta incorporarse a un equipo que tiene como objetivo robar un valioso cuadro para un cliente anónimo. A diferencia de otros puntos de partida similares, donde el quid está en planear el robo y todos los problemas que surgen durante, aquí el trabajo resulta bastante sencillo. El problema viene después, cuando el comprador y su sicario Victor (Alexander Fehling) se arrepienten de la transacción. Mientras el equipo está dispuesto a devolverlo al museo por lo que les den, se revela que la intención del cliente nunca fue pagarles, sino averiguar quienes son para matarlos y quedarse con la pieza.
Evidentemente, Arslan se ha nutrido durante gran parte de su vida con lo mejor policial negro que ha dado el cine. Tanto la fotografía, gris desoladora, como su pulso narrativo, conectan directamente con nombres como Michael Mann (del que el homenaje es casi explícito) o, yendo más atrás en el tiempo y de acuerdo a declaraciones del propio realizador, con parte de la obra de Don Siegel. Ahora, ¿es esto un mérito? Depende de la indulgencia con la que se mire.
Sin códigos no copia pero sí homenajea, y ese homenaje consiste en adoptar cierto estilo cáustico, austero y efectivo, que mantenga la tensión del relato mediante una suma de elementos más allá de la historia en sí. El film cumple con creces, pero por ser un camino tan, pero tan transitado, pierde un poco de sorpresa para aquel que también ha crecido viendo este tipo de propuestas. Entonces, si bien la película se disfruta y sortea con habilidad cada uno de los desafíos que se plantea, no llega a sorprender ni ofrece nada más que una reversión (bien hecha) de lo ya conocido.
Y es entonces cuando la película divide las aguas, fascinando a una platea pretendidamente culta pero poco dada a revisitar obras de antaño, mientras del otro lado se contentan en conectar con la nostalgia cinematográfica propia de una época, de la que hace rato, se sabe poco y nada.
Con el marco de un Berlín de sombras afines al universo en el que se mueven los protagonistas del relato, la película cumple con lo que promete. El problema está en que esa promesa tal vez no sea mérito suficiente para caer seducido por su propuesta, más bien servirá para regocijarse con el recuerdo de un pasado que estaba bien como estaba
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