Paquita Romano: el logro de trazar una analogía entre el jardín y la vida
Jardinera y diseñadora de espacios naturales, en la naturaleza encontró un modelo que comparte con talleres y cursos, y con el libro que acaba de publicar, “Hija de la Flor”
Teresa Elizalde
Una metáfora. Eso parece cuando Magdalena “Paquita” Romano recuerda que una semilla le cambió la vida. Y es que así fue. La fascinación que le produjo experimentar la transformación de esa miniatura, día a día, hasta convertirse en una planta, la convenció de que era ahí, en ese universo natural, donde quería estar el resto de su tiempo. Y dejar atrás todo lo demás.
Paquita Romano tiene 43 años y es jardinera, diseñadora de espacios naturales y brinda talleres y cursos sobre jardinería, plantas, flores. Antes, antes de hacer de este entorno una vida, Paquita fue diseñadora de modas, productora, trabajó durante años en decoración. Se mudó. Tuvo un hijo a los 18 años. Después, dos más. Pero hoy, su vida se recorta a un florido espacio en Maschwitz, rodeado de casas bajas y árboles con mucha historia. Un lugar que creció en escala con el tiempo y su transformación personal, y al que nombró La Flor Azul. Acá, en este gran espacio en plena floración de primavera, está su casa, el hogar donde viven sus hijos, un jardín tan ecléctico como su personalidad, que se arma y se desarma en cada cantero y cada estación, un herbario para reproducir las semillas y un aula para las 300 mujeres que cada año pasan por sus clases, donde combina la jardinería aplicada y la jardinería de la vida, la “Jardinería Humana”, como bautizó a esta mirada sobre las plantas y su analogía con la vida que promueve de manera muy activa.
Paquita, además, acaba de publicar un libro, Hija de la Flor (India Ediciones) donde repasa su historia, su autobiografía (forma parte de un linaje femenino dedicado a la jardinería) y que entre sus anécdotas, recuerdos y vivencias combina delicadas fotos de flores y plantas; un libro donde entrelaza su mensaje sobre la jardinería y las imágenes de su entorno.
Es que trabajar en el jardín es, para Paquita, un camino de autoconocimiento, una propuesta de reconocer lo propio, lo dado. “La metamorfosis de un jardín es inabarcable, tal como la nuestra, jamás termina. Cuando parece que ya no hay nada más que hacer, nos acercamos a nuestros canteros y, sorprendidas, sacamos una carretilla de yuyos. Del mismo modo, cada vez que trabajo en mí con la intención de conocer mi suelo interno, vuelvo a ser la protagonista de una nueva transformación”, señala en las primeras páginas de su libro, que se aleja del clásico libro de jardinería y que presentará el sábado próximo en Jardín Fest, el evento que reúne lo mejor de la jardinería y el paisajismo organizado por revista Jardín, en Pilar.
–¿Cómo empezó todo?
–Siempre cuento que me regalaron una semilla y la germiné, y la tuve durante muchos días, pero no pasaba nada. Dije: “no sirve, mañana la tiro”. Cuando la iba a tirar, vi que algo crecía. Y fue mágico, porque tuve la conciencia de que ahí había vida. Yo no soy paisajista, no estudié ninguna carrera vinculada a esto. Pero cuando asocié la experiencia en el jardín con la vida, todo tuvo otro sentido. Hasta ese momento, la verdad es que me faltaba algo, me sentía incompleta.
–Hay algo de novedoso en tu abordaje al hacer una analogía entre el jardín y la vida, pero también pareciera ser un saber muy ancestral que se perdió y ahora se está recuperando.
–Es que un jardín se expresa todo y no puedo separarlo, no lo puedo disociar. Lo malo y lo bueno de la vida se ve ahí, por eso creo que la jardinería es un lugar al que ir. No es solo la flor por la flor, porque es linda y nada más, sino que es cómo una se involucra en ese lugar. Además, lo que tiene la jardinería es que, sin darte cuenta, atraviesa todos los estados posibles. Eso mismo que sucede ahí afuera nos pasa internamente. Por eso creo que es tan importante la jardinería, porque a medida que trabajamos afuera nos vamos trabajando a nosotros. Nos vamos conociendo.

–Hoy hay una vuelta a la naturaleza, al respeto por el medio ambiente, hay mucha más conciencia sobre el valor de la natural.
–Hay mucho más respeto, es cierto, y también hay más contemplación. Igual, nos falta mucho porque todavía se ve a la naturaleza como algo separado de nosotros. La vuelta que nos falta es unirnos nuevamente, entender que nosotros somos también la naturaleza. Somos seres más complejos que una planta o un animal, pero igual somos parte del mismo sistema. Creo que recién estamos viviendo el inicio de un cambio.
–¿Dónde ves ese cambio?
–Lo veo en todo. Incluso los chicos ya vienen así, con otra conciencia. Es impresionante la cantidad de personas que están tratando de vincularse de vuelta con la naturaleza. En mis clases, en cómo las mujeres quieren ese saber. Vienen acá a una clase de jardinería y se encuentran con algo nuevo, porque lo que les pasa es que se encuentran con una propuesta de vida distinta. Antes, quizá, los fines de semana era ver tele. Y ahora se dan cuenta de que pueden hacer un jardín. Eso es un cambio increíble. Lo más importante, quizá, es que empiezan a tener otra conciencia del tiempo. Desde hace muchos años se revaloriza la meditación, el estar en el aquí y el ahora. La jardinería pareciera ir en esa misma línea. La jardinería es una meditación constante, todo el tiempo estás en el presente. Estás atento. Pero tiene algo que para mí es muy importante y es que además dejás de estar en la pavada porque estás en contacto con la vida. Mil millones de cosas que antes pensaba, ya no las pienso más, no tengo tiempo. Me concentro solo en lo que vale la pena.
“A la jardinería me atrajo una semilla, la belleza de una flor y el hecho de descubrir una facilidad innata para relacionarme con estas criaturas. Lo que vinimos a hacer y lo que queremos hacer, en general, suelen ser lo mismo, es por eso que cuando logramos fusionar las dos cosas no sentimos tan completos. Pero hay que atreverse”, escribe en Hija de la Flor.
–¿Esa fue también tu historia?
–Yo empecé acá con una mini casita que había sido el primer jardín Waldorf de Maschwitz. Y lo hice mi hogar. Lo fui agrandando, fue creciendo, lo fui cambiando. Hoy está todo esto acá, tengo más espacio, pero no por eso soy más feliz. La señora que hace sus macetas en el balcón tiene el mismo vínculo que tengo yo en este lugar. Es la misma felicidad. Todo tiene que ver con la práctica. Con la dedicación. No importa la cantidad de metros cuadrados, importa el esfuerzo que le ponés a eso que estás haciendo. Cuando vienen mis alumnas, en el primer año, hay muchas que jamás estuvieron en contacto con una planta, pero llegan y se entregan. Y, de a poco, si bien quieren tener un jardín así de florido, empiezan a conocer este universo y también se empiezan a conocer a ellas.
–En tus clases, además de explicar la parte práctica del cuidado de una planta, solés hablar de esta analogía entre jardinería y vida. Hablás de jardinería humana, ¿cuál es esa propuesta?
–Cuando empezás a tener un vínculo con la naturaleza, te das cuenta de que uno también trabaja de esa manera. Una vez, una persona me dijo que tenía que pasar las cuatro estaciones para saber si podíamos estar juntos. Me pareció tan correcto el pensamiento. Porque yo no soy la misma en invierno que en primavera. En invierno nos falta luz y nos apagamos. Y ese tiempo es necesario y hay que atravesarlo. Las plantas lo detectan de manera tan sabia… llega el invierno y se guardan. Saben que tienen que esperar. Si nosotros pudiéramos ser un poco más conscientes de todo eso. Lo que pasa es que el mundo está muy acelerado. Yo intenté e intento bajarme de esa locura. Y un poco lo logré. Pero es cierto también que el costo es decir que no a un montón de cosas. Yo ya sé que no quiero acumular, no quiero tener por tener.
–Ese cambio implica además correrse de un modelo de éxito.
–Totalmente. Creo que hay un error de la palabra éxito, un error de definición del éxito. Si a mí me ves como una persona más exitosa o menos exitosa según mi ingreso mensual, seguramente no sea nada exitosa, pero si me mirás por lo que hago, por la vida que llevo, por como vivo y lo que disfruto, yo me siento exitosa y mucho más que del que gana millones.
–Porque hacés lo que querés.
–Porque hago lo que quiero y de la manera que quiero. Y porque, insisto, tengo mucha conciencia del tiempo, de la finitud y de lo que va pasando. Esto que hago lo voy aprendiendo día a día, no es que lo sepa hacer, lo practico. Me doy cuenta de algo y lo laburo y lo laburo. Y voy para adelante y vuelvo para atrás. Para poder darte cuenta de las cosas, tenés que estar muy consciente, tenés que estar en el lugar. No quiere decir que me salgan las cosas, pero las intento.
–Sobre eso, en la solapa de tu libro hacés la siguiente pregunta: ¿En qué te vas a gastar tu tiempo de vida hoy?
–Es así. Lo único que nos tiene que importar es qué hacemos con nuestro tiempo. En qué lo utilizamos. Venimos de una educación basada en el éxito, pero con una concepción del éxito mal definida. Trabajamos todo el día para llegar a algún lugar, pero no hay nada en ese lugar. Ese lugar no existe.
–”Hace falta la serenidad de los pétalos para profundizar, sumergirse y adentrarse. La quietud del ser humano tiene que ver con prepararse. Hacer nada es otro tipo de hacer, es una toma de distancia desde donde luego surgen las ideas para una futura acción, donde se elabora la materia prima. Consiste en retraerse a la energía que mueve todas las cosas. Tuve que desarraigar el prejuicio de que no estar generando algo palpable estaba mal. Un yuyo más afuera del cantero mental”, contás en tu libro. Vos lograste e hiciste de esto un modo de vida.
–Lo logré, pero porque me lo propuse. Me lo inventé. Me acuerdo del día en que estaba cosechando nomeolvides y me dije: yo quiero vivir de esto y no quiero moverme más de acá. No quiero más el tráfico, no quiero subirme a la Panamericana. Dije basta. Me bajé. Pero requiere de querer hacerlo. Y requiere, y es lo más importante, de no frustrarse y de saber que es un camino. Vas haciendo. Si quiero llegar ya a la meta, no voy a llegar nunca. Cada una tiene hacer lo que tiene que hacer. Yo lo veo mucho acá con las alumnas de primer año que cuando llegan enseguida quieren un jardín así, un jardín que me llevó años y en el que trabajo todos los días. Me levanto a las cinco de la mañana y al rato ya estoy en el jardín. Entonces, lo que yo les trato de mostrar es dónde ponen la vara. No hace falta poner la vara tan alto. Empezá con algo y después quizá llegás. Vas a llegar, pero a otro ritmo, a tu ritmo. Primero serán solo dos amapolas las que van a florecer, pero van a ser las tuyas.

–En tus talleres, sobre todo en el tercer año, vinculás el desarrollo de una planta con el desarrollo de una persona.
–Sí, porque esa relación se vuelve evidente. Uno tiene una semilla fértil. Bueno, ese es tu don. Lo que vos sos. ¿Qué tenés que modificar entonces para que esa semilla germine? ¿Qué tenés que hacer para que tus dones se desarrollen? ¿De qué te tenés que bajar? ¿Qué hay en tu ambiente? ¿Qué cosas del ambiente impiden que hagas lo que tenés que hacer? Muchas veces, o la mayoría, le echamos la culpa al afuera.
–¿Tiene que ver con hacerse cargo de lo propio?
–Si una semilla no germina, decimos que la culpa es de la semilla. Pero, ¿qué hice yo para que no germine? Claro, si no la riego, no va a germinar, si no le dio la luz, no va a germinar. Uno tiene que asumir que no la regó y que el problema no está en la semilla. Y desde ahí se empieza y se sigue. Muchas veces tenemos que hacer podas internas, sacar todo lo que tenemos dentro para que pueda surgir algo nuevo. ¿Lo hacemos todo el tiempo? ¡No! Y no debemos, como con las plantas. No estamos todo el tiempo podando. Pero hay un tiempo en que hay que parar y mirar qué hacer para darle lugar a lo nuevo. Ser jardinera me hizo aprender a leer las caras ajenas. De tanto mirar y mirar las plantas, aprendí a mirar a las personas. Cuando acá vienen las alumnas, yo ya sé por sus caras qué les está pasando. Ahí es donde hay que ayudar. Una vez, vino una chica al taller que estaba muy angustiada. Le pedí, sin decirle nada, que me ayudara con la limpieza del estanque. Casi como un acto psicomágico. Estuvo varias horas ahí, en silencio. Después la vi llorar un largo rato, sacando para afuera todo lo que ella misma tenía adentro, estancado. No es que hacemos esto en el taller, pero lo traigo como ejemplo porque así es la jardinería, estar en silencio y observar. Hay que callarse para encontrarse. El jardín, la naturaleza, te enseña que hay un tiempo para todo y que todo se acomoda solo. Hay momentos en que estás muy mal y no podés creer lo te está pasando, pero después la cosa se calma y pasa. Como en agosto en el jardín.
–¿Por qué?
–Porque en agosto mirás el trabajo que hiciste durante los meses anteriores y decís, esto no va a ocurrir. Para octubre no hay nada listo y desconfiás del proceso natural, desconfiás, en realidad, de vos. Pero si trabajaste, sí va a pasar. Quizá no es lo que esperabas, pero va a pasar. Lo que no nos enseñaron es a mirarnos. Agarro una planta que es de sombra y la pongo a media sombra y vive, pero me quejo de que no da tanta flor. Sé que ahí no iba, pero la quise probar. Y no funcionó. ¿Lo trasplantamos? ¿Cuánto tiempo tarda algo trasplantado en acomodarse? Es el tiempo nuestro, ¿cuánto tardás en acomodarte vos a cada trasplante de tu vida?
–En tu caso, viviste un hecho trágico cuando hace un par de años se incendió tu casa.
–Sí… y se quemó un agosto. Yo la miraba quemarse frente a mis ojos, y lo único que pensaba en ese momento era que quería reconstruirla. Se llevó toda mi vida. Tenía tantas cosas que guardaba. Todos mis recuerdos más importantes. Todo. Fue como un cachetazo y arrancar de cero. Quedé tan cansada. Se había muerto mamá también y tenía sus recuerdos ahí. Cuando no hay nada para hacer, como en ese momento, hay que rendirse. Yo creo en la lucha, lo doy todo siempre, pero en ese momento… me rendí a lo que estaba pasando. No había nada para hacer. Se estaba quemando mi casa. Listo. Esa noche lloré sin parar. Toda la noche. Después, seguí para adelante.
–¿Tan rápido?
–Sí, lloré y lloré la noche del incendio y después me puse el chip del reconstruyo, porque si yo me dejaba caer, se caía toda la estructura conmigo. Claro que lo digo ahora a la distancia, es durísimo vivir una pérdida tan grande, pero ese momento no había lugar para nada más, había que seguir para adelante, tenía que rearmar la casa para mis hijos. A los diez días yo ya estaba acá trabajando en el cantero, tenía las manos de nuevo en la tierra.
–¿Te salvó la jardinería?
–Sí, todos los días me salva la jardinería. Pero no creo que mi historia sea más importante ni más difícil ni más nada que nadie, porque cada uno tiene su invierno. A mí se me quemó la casa, pero a todos nos pasan cosas. Yo cuento mi historia, pero es la historia de todos. Cuento la mía porque es la que conozco. Fijate que la planta hace lo que tiene que hacer y punto. No anda mirando a la de al lado, quejándose. Hace su historia. No intenta fingir ser algo que no es, pertenecer a determinado lugar o hacer esfuerzos para ser incluida. No quiere modificarse ni adaptarse. La planta es lo que es. Pone todo su esfuerzo en dar lo máximo para vivir, para estar en plenitud. Las plantas festejan la vida cada día. Eso me alucina. Tienen que buscar la luz. Ellas van a hacia la luz.
“El jardín es la educación más sagrada que pude haber recibido”. Lo dice convencida y los canteros de amapolas, zinias, cosmos, le dan la razón.
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La decana del diseño de vestuario en la Argentina que vota en los premios Oscar: “Mi carrera fue un taller, siempre acción y reacción”
Detrás de escena, Beatriz Di Benedetto participó en films y en una decena de series para televisión y streaming; es la vestuarista que más roles de Eva Perón vistió en ficciones
María Eugenia Maurello
La calle principal de Tres Arroyos fue su primer escenario. Sin saberlo, ahí mismo comenzó a registrar a las personas que la rodeaban y que el tiempo transformó en personajes. Y si, por un lado, se quedaba obnubilada por el paso del corso frente a su casa y, por el otro, hacía lo propio en el cine que estaba cruzando la calle, adonde los domingos solía ir con su abuela.
La gran pantalla con los films de Vittorio De Sica o Luchino Visconti, las revistas de moda de la época y la exploración cotidiana en la sastrería de su abuelo fueron la fuente de inspiración más inmediata para Beatriz Di Benedetto, diseñadora de vestuario con más de cuarenta títulos en su haber, además de una decena de series para televisión y streaming.
Formada en plástica e historia del arte en su ciudad natal, luego de ingresar a la carrera de Escenografía en la Universidad Nacional de la Plata, se inició como asistente de arte para después meterse de lleno en el universo de los atuendos.
Así, desplegó sus ilusiones en la vestimenta, creando su propio método que se corre del gesto perezoso que consiste en calcar a los personajes o hacerlos exageradamente parecidos a los que se ven en la calle. Por el contrario, insiste en componer roles memorables durante más de cinco décadas de trayectoria.
Entre otras ficciones, estuvo a cargo de la vestimenta de Contragolpe, Tango, El faro, Esa maldita costilla y Diarios de motocicleta, además puede jactarse de ser la que más roles de Eva Perón vistió en ficciones, comenzando por la de Eduardo Mignogna interpretada por Flavia Palmiero y hasta la última, que encarnó Natalia Oreiro en 2022.
Ahora, la película en cuestión es El jockey, dirigida por Luis Ortega con quien ya trabajó en la seriada Lo que el tiempo nos dejó y en el largometraje Lulú. “Fue amor a primera vista”, recuerda de ese primer encuentro con el realizador del film galardonado en el Festival de San Sebastián, que pronto asistirá a los Goya y que ya fue preseleccionado por la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de la Argentina para representar al país en los Oscar, donde Di Benedetto se ocupa de vestir a Nahuel Pérez Biscayart y Úrsula Corberó, más el elenco en el que se destacan el actor mexicano Daniel Giménez Cacho, Roberto Carnaghi y el recientemente fallecido Daniel Fanego.
Y si al glamour le va la acepción de hechizo, ese es el calificativo que cuadra para la labor que realizó en esta película donde el glam, justamente, no solo está en el derroche de los personajes centrales del jockey y jocketa, Pérez Biscayart y Corberó, respectivamente, sino también en las derivas de Remo Manfredini como el hombre “cabeza de sandía” que deambula con andar de flâneur por la city porteña, ataviado con un anacrónico tapado de piel y unas botas acharoladas deluxe, extrapoladas de la pista de carreras. También en la primorosa chica trans, Dolores, “Lola”, que se vuelve una estilista intramuros, cuyo atuendo es una oda retro que seguramente despertaría envidia de la italiana Miu Miu.
“Para mí cada película es un viaje”, enfatiza Di Benedetto, quien reconoce que sigue aprendiendo en cada trabajo y, algo nada menor para estos tiempos, pone en valor la creación colectiva como si fuese una inspiración que se comparte.
Le cabe, claro, el rango de la decana del diseño de vestuario en la Argentina y, además de haber sido reconocida en distintas oportunidades por los galardones Sur, Cóndor de Plata y Konex, es de las pocas profesionales que fue elegida para votar en los premios de la Academia de Arte y Ciencias Cinematográficas de Hollywood.
–¿Cómo fue la llegada a la ciudad de La Plata?
–Me acuerdo de todo, como de la calle Colón en mi pueblo. Fue entrar en una intensidad de conocimiento urbanístico. Aunque, ojo, mi formación fue en Tres Arroyos. Gracias a mi madre que me preguntó si quería inscribirme en el taller de arte de un egresado de “La Cárcova”.
–Qué lucidez la de tus padres, porque en ese momento era más usual que digitaran la vida de los hijos.
–El problema vino después con mi viejo. Me preguntaba qué iba a estudiar y, cuando le decía que me iba a inscribir en Bellas Artes o Antropología, quería saber de qué iba a vivir. Yo le respondía que, si estudiaba lo que me gustaba, de algo iba a vivir.
–¿Te llegó a ver exitosa?
–Sí, me avisaba cuando pasaban una película en la que había trabajado. Estaban felices los dos. Fue una formación muy intensa. Tuve que rendir ingreso en dibujo, anatomía artística y en historia del arte. Me preparó Pepe, el profesor de Tres Arroyos. Éramos cuatro los fanáticos que íbamos. Estábamos fascinados. Entré a la facultad ya conociendo, el examen no me costó. Me sentí como un pez en el agua. Empecé en pintura y escenografía y tuve a Saulo Benavente como maestro. Nos tomaba como runners, meritorios pagados, en sus obras en Buenos Aires.
–¿Entonces empezaste en teatro?
–Sí, hasta que me fueron a buscar. Antes solamente había hecho algún corto con los compañeros de cine. Fue una formación no tan puntual, sino totalmente integral. Vivíamos en Bellas Artes, íbamos a la mañana, tomábamos el primer mate ahí, después cursábamos Visión y volvíamos al taller, luego Historia del Arte y otra vez a la facultad. Era como la Bauhaus, estábamos todo el tiempo juntos haciendo algo.
–Además, esa fue una época clave para el movimiento estudiantil y para la emancipación de la vestimenta.
–Me daba vergüenza cuando me subía tanto la falda, pero la usaba. Además, estábamos en todos los grupos con la gente de cine que armaba proyecciones de películas.
–¿Qué veían?
–Eran muy divertidas las proyecciones que armaban. Los sábados, por ejemplo, era cine de terror. Y yo vendía tortas negras y recitaba. Estaba siempre vestida de la época que era la película. Era como una cigarrera del Cotton Club, y quien tocaba el pianito era mi compañero Pipo Pescador, que en esa época era conocido como Pipo Fischer. Él hacía escenografía y yo el vestuario.
–¿Siguen en relación?
–Quedó un grupo en el que somos como hermanos, con Graciela Galán, que es escenógrafa. Ella después se fue a vivir a París y cuando venía a Buenos Aires nos encontrábamos en su casa y nos veíamos. Fue muy intensa esa época.
–Qué producción la de esa facultad. ¿A qué atribuís la vigencia que tiene hoy la generación de los que fueron jóvenes de los 60?
–A la cátedra que doy en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (Enerc) de diseño y caracterización de personajes le pongo muchos condimentos míos, porque para aprender esto uno no necesita aprender a dibujar. Es otra cosa. Me piden que les dé historia de la moda y los estudiantes quedan fascinados con lo que fue el Swinging London, pero yo les digo que también estuvo el Swinging Buenos Aires, fue exactamente lo mismo. Toda esa gente que no dejó de ser contemporánea. Habrán envejecido, pero con una cabeza totalmente actualizada.
–Sostienen además la constancia en el hacer, pensando que hoy a veces son más retóricos
–Eso es lo que me interesa. Cuando veo a alguien que quiere ser asistente, yo lo separo en esa categoría: los constructores de los no constructores. Los que quieren hacer es porque se imaginan y lo quieren plasmar, y ese es un don diferente. Lo demás es todo teoría con mucho prejuicio, porque cuando ven que la prenda no era lo que se imaginaban, entonces no pueden llevar la guía al realizador. Hay gente que es constructora y la de los 60 era así.
–En ese tiempo también te pasó algo formidable, que fue la beca que te ganaste para ir a estudiar a Italia. Estuviste en el momento en el que surgía el estudio de los signos
–Tuve la suerte de que en Bellas Artes nuestro profesor Manuel López Blanco nos hablaba de semiología, era impresionante. Él nos ponía ejemplos y teníamos que traducirlos. Me presenté a la beca y la gané. No podía creerlo. Cursamos en la RAI de Firenze, había varios argentinos y muchos latinoamericanos. Primero vivía sola y después nos fuimos a vivir todos juntos a una pensión del Ejército de Salvación. Era maravilloso, nos salía dos mangos con cincuenta. Yo compartía habitación con una amiga que se fue a vivir a Austria, hoy somos íntimas. También había periodistas y estaba Emilio Basaldúa. Nos divertíamos un montón. Estuve un año. Todavía tengo mis apuntes, me ayudaron y me ayudan muchísimo.
–Tenés formación académica y de alguna manera sos una intelectual del cine, pero después en el hacer seguramente no te ponés a teorizar.
–No, es una vacuna que te ponen. Un pinchazo que ni cuenta te das, que hace que aportes a lo que hacés. Me pasa mucho cuando doy clases. Estoy desde que se fundó la especialidad de Dirección de Arte en la Enerc. Empecé a formar un programa conciso con mi profesión en el sentido de la experiencia que fui sumando. Ahí descubrí que me interesa mucho trabajar sobre los géneros dramáticos y los estilos cinematográficos. Es lo concreto para transmitir algo de la praxis. Siento de esta manera y puedo adecuarlo a mis ideas. Cuando me piden un trabajo tan lindo como, por ejemplo, este último (El jockey), pienso en qué género lo tengo que ubicar, sé que es una ficción y no es naturalismo. Hay personajes que entran y otros que no. Necesito encuadrarlo.
–Ese método, ¿lo transmitís?
–Con mi equipo no es necesario porque tienen mucho capital artístico y técnico. Con mis alumnos sí porque pretendo que sepan instalar la propia metodología del vestuario en una película. Igual estudian su especialidad en diseño de arte, pero necesitan comunicarse después con el personaje. Trabajo en esos aspectos.
–En distintas oportunidades aclaraste que no haces moda, pero te criaste en una sastrería, tu abuela cosía y estaba suscripta a una revista fashion. Al verlo en retrospectiva, la vestimenta estuvo todo el tiempo alrededor tuyo.
–Era muy hermoso. Desde chica dibujaba lo que quería. Me acuerdo de que a los 10 años ya me diseñaba la ropa: de los saquitos, de la manga, de los botones que quería. Los puedo volver a dibujar ahora. Mi mamá me llevaba a la modista, porque era una época donde la ropa se construía a medida. Siempre le pegaba con la tela que elegía. Tenía mucho apoyo en ese sentido. Después, les dibujaba vestidos a mi abuela y a otra tía. Ellas estaban felices.
–Era como un juego, pero ¿fue el germen de lo que vino después?
–Sí, cuando encontré que había algo que tenía que ver con la historia de la moda. Hubo una película que para mí fue un bombazo, por todo lo que me pasó. Era de (Luchino) Visconti. Se llamaba Senso, vi ese vestuario y no entendía un pomo. Ahí algo me tocó. Eso después lo supo el diseñador Piero Tosi antes de morir. Le mandé un libro de regalo y él me envió uno autografiado a través de un compañero que había ido a hacer los cursos de cine a Cinecittà. Algo de ese film me impactó en el sentimiento, en la emoción. Veía películas norteamericanas y no me pasaba.
–¿Qué específicamente?
–El color, los trajes. Me acuerdo que me escapé de un evento familiar para ir a verla yo sola. Tendría 11 o 12 años.
–Hablás de una realidad cinematográfica propia de la construcción de la película, ¿cómo lo explicás?
–Yo no creo que haya que calcar al personaje, aunque algunas películas lo necesitan porque el heladero en Buenos Aires se viste así. Esos son los personajes públicos, pero los del guion creo que hay que recrearlos.
–¿Cómo dialogan los personajes de la pantalla con los que están fuera de campo?, ¿hay referencias de lo cotidiano?
–En una película siempre están, lo que pasa que uno tiene que recrear esa realidad también, porque si no vive calcando. Trabajo para el público, yo misma soy público. Lo fui desde muy pequeña. A la película Los piratas del mar Caribe la quiero ver como esa fantasía. No podés copiar una realidad. Se arma un personaje y después de que hizo una escena o dos, ya está instalado y lo seguís construyendo de esa manera. Hay que ser consecuente con lo que estás haciendo. Por ejemplo, a Giménez Cacho (en El jockey) no podría haberlo vestido de denim, porque ya lo había instalado en un lugar donde no era naturalismo lo que estaba haciendo. Era mi imaginación, y correspondía a esa forma de contar la película que era diferente a una película naturalista. Tenía que acercarme al surrealismo y a todos los “ismos” que hay en ese film, pero hay otros personajes que son totalmente reales.
–¿Sos de mirar tus trabajos?
–Sí, me gusta mucho. Me reconozco y me respeto. Tanto en Juan que reía, como en Asesinato en el Senado de la Nación y en Contragolpe. Siempre tuve respeto por el realizador. Tiene que ser un par mío, estar dentro de mi alma y yo de la suya. No puedo poner un señor que me va a decir que la hombrera va así o asá. Un realizador es un sastre, pero no uno de calle. Tiene que traducir, hay ciertas cosas que arman al personaje. Eso se ve más en teatro. La gente es mucho más dúctil. Felicitas, por ejemplo, la hice con la gente que trabaja en el Colón. Fue una película del siglo XIX con la suerte que no había sastrería teatral que tuviera algo de esa ropa, así que tuve que hacer todo, hasta para la boda. Fue un placer.
–Cuando hacés vestuario contemporáneo, ¿tenés en cuenta referencias de época en cuanto a los cambios que se dan o te circunscribís al personaje?
–Me circunscribo al personaje, a su oficio, a su profesión. Jamás uso la última moda.
–Pero, ¿tenés en cuenta los cambios en los hábitos del vestir?
–Si amerita, por supuesto que sí, pero trato de alejarme de la última moda. No me gusta nada. Me acuerdo que en la película El amor y la ciudad, también de Teresa Constantini, la actriz Vera Carnevale estaba pelada y tuvimos que armar el personaje. Le hice un saquito en una tela que tenía cuerpo pero no trama, todo calado con un motivo especial. Ella se subía a la moto y le pasaba el aire. Era bellísima la prenda, contemporánea y de moda actual. La puedo hacer hoy y es súper moderna. No está reproducida.
–Antes decías que querías ser antropóloga, ¿tu método puede ser pensado como el de alguien que se camufla para hacerse pasar por otro?
–Yo me camuflo mucho, pero no con la ropa, con la seguridad de que nadie me pregunte nada. Lo hago con mucha normalidad.
–¿Para El jockey cómo hiciste?
–Íbamos los sábados al Hipódromo a ver carreras. Hablábamos con los que estaban con los jockeys. Hay mucha cosa en el medio que uno tiene que conocer. Y yo fui con la fantasía de que los studs nos prestaran la ropa, pero no. Cada uno tiene su color. Fue genial, porque tuve que hacer todo lo que aparece en la película. Se visten con un raso brillante. Me dieron el lugar de los proveedores para comprarlo. Los saben hacer modistas que trabajan con la costura francesa y el doble pespunte. También las botas de hule las mandamos a hacer.
–Después de hacer todo ese rastreo, de observadora participante, ¿cómo empieza esa tarea?
–Me acuerdo de todo lo que hablamos. Cuando fuimos a ver las carreras vimos que había unas chicas atrás y les preguntamos qué pensaban que se ponían las jocketas ¡Y ellas eran jocketas! Fue una bendición que estuvieran ahí. Me contaron un montón de detalles que eran súper importantes, tienen ropa interior especial. Las proveímos de todo. Montones de detalles que uno por ahí no toma en la primera mirada. Después hay hábitos. Mi asistente tomaba nota y números de teléfono porque había gente que quería colaborar.
–El jockey está seleccionada para los Oscar, y vos sos una de las pocas que votás desde la Argentina. ¿Alguna vez imaginaste tanto?
–No ¡qué va! Me pasa lo mismo cuando veo los premios.
–Y más allá del trofeo, ¿en qué fuiste premiada?
–En trabajar con los directores que quería y que ellos querían conmigo. Una vez rechacé una película que me parecía horrible, no terminé de hacerlo y apareció Carlos Saura.
–¿Y quién fue el que más te sorprendió que te llamara?
–Saura fue uno. Fue muy vertiginosa la carrera y no hablamos de algo muy importante que es que trabajé mucho en publicidad. Me dio ojo y me educó. Me dio aprendizaje permanente en la realización de vestuario. Fue en la época de gloria de la publicidad.
–¿Cuáles hiciste?
–Hice la de los gladiadores romanos de Merthiolate. Después hice una divina de unos quesos con los trajes típicos de los holandeses. Las agarraba porque me daba buen ingreso y mis hijos eran chicos. Esa época la disfruté porque todo lo que me aparecía era fantasía. No me aparecían amas de casa, sino unas diosas de Lux que se bañaban. Nos divertíamos un montón. Ganábamos buena guita. Tenía un realizador que hacía todo eso. Mi carrera fue un taller, siempre acción y reacción. Pensar, dibujar y hacer.
–Más allá que trabajaste con bronces del cine, ¿no tuviste prejuicio para hacer publicidades?
–Me llamaron para hacer una con la modelo Patricia Fraccione, que además era de mi pueblo. Le había diseñado algo que era muy comedia musical de Hollywood, y después todo el mundo me llamaba para que hiciera eso o algo parecido. Era famosa por eso.
–Vestiste a los roles del Che Guevara, del último Papa y el actual, y en varias oportunidades a Eva Perón. Esos personajes que son tan caros al público, ¿cómo los trabajaste?
–Con el Che traté con el estilo de él, de sus camisas, muy simple. En las fotos aparece con una remera rayada arriba de la balsa, pero yo no quería hacer eso. Era una caricatura, algo que termina siendo un disfraz. Un poco lo que pasó con Eva, que busqué el alma.
–¿Cuál es la que más te quedó?
–La de Flavia Palmiero (Evita, quien quiera oír que oiga) me quedó en el corazón porque lo hicimos sin toda la información que tenemos ahora. Fue aventurar un personaje de 16 años, fue una cosa doméstica. No era la figurita que ella se armó después. La llamo la Eva corporativa, la del traje sastre y Dior.
–¿Cómo era trabajar en cine siendo mujer cuando empezaste?
–No me costó nada. Al contrario, fue maravilloso. Lo fundamental es cómo hice para seguir firme, habiéndome separado y cuidado dos hijos.
–¿Cómo hiciste?
–Me costó muchísimo, porque además hacía lo que salía. Me acuerdo que cuando mi hijo Octavio iba al jardín, trabajaba con el grupo del mimo que seguía el legado de Marcel Marceau. Ahí conocí a los chicos del Clú del Claun, también estaban las Gambas al Ajillo.
–Hacés hincapié en la documentación, en el trabajo de archivo. Por estos días se conoció la derogación del Museo del Traje mediante el Boletín Oficial, ¿qué podés decir al respecto?
–Esos museos son la cultura de un país, además del Museo Histórico Nacional. Es un ataque brutal, es ignorancia. Creen que eso no sirve. No se entiende el nivel de valoración que tienen. Me duele mucho que se hayan metido con un lugar donde la gente cobra sueldos mínimos y no pudieron hacer arreglos en el edificio porque no tienen presupuesto. ¿Por qué se la agarran con los lugares más vulnerables que mantienen la cultura? La cultura es eso, es el día a día, como vivimos nosotros.
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