domingo, 22 de diciembre de 2024

EL ESCENARIO Y DEMOCRACIAS DÉBILES


El triunfo de Milei sobre la política que puede volverse una trampa
El riesgo de gobernar sin alianzas y sin estructura institucional previsible
Por Martín Rodríguez YebraEl presidente, Javier Milei
Javier Milei logró consolidar un polo de poder en medio de la decadencia sin final a la vista de los partidos y los liderazgos preexistentes. Esa primacía indiscutida le permite dominar los tiempos políticos sin mayores sobresaltos, pero lejos está de reponer la armonía en un sistema que estalló en pedazos en las elecciones de 2023. Su apuesta consiste, en realidad, en prolongar el caos, donde se mueve como un baqueano.
Los libertarios no quieren aliados. Administran las aguas del Jordán, en las que son invitados a purificarse todos aquellos que expresen fidelidad a “las ideas de la libertad”. Están convencidos de que la confianza social en Milei responde a que se lo identifica como ajeno al sistema de “la casta”. Los pactos de cúpula son una forma de contaminarse y, a la larga, inyectarse una dosis de la crisis de los otros.
Los de “pureza” se reparten de a uno. Es una lección que parecen entender, con demora, Mauricio Macri y sus fieles en el Pro. Patricia Bullrich “la vio” de entrada cuando hizo gala de su experiencia en el arte de cortar vínculos recientes. Esta semana causó estrépito el pase de Diego Kravetz, secretario de Seguridad del gobierno porteño, al segundo sillón en importancia de la SIDE que supervisa el asesor Santiago Caputo. Los cantos de sirena suenan, atronadores, en los oídos de dirigentes amarillos con algún activo electoral.
El círculo del nuevo oficialismo no hace distinciones de origen. Entraron con alfombra roja Daniel Scioli y el gobernador tucumano Osvaldo Jaldo, actores protagónicos del antiguo régimen. Se ilusionaba con acomodarse ahí Edgardo Kueider hasta que el descuido con una mochila llena de dólares lo mandó a la cárcel en Paraguay. Recuperó la condición de “casta” como una Cenicienta en 4x4, aunque el propio Milei intentó el favor póstumo de entorpecer su expulsión del Senado.
La caída en desgracia de Kueider no impidió que el jefe de su bloque de huidos del kirchnerismo, Camau Espínola, formalizara en la Casa Rosada su vocación de hacerse libertario para competir por la gobernación de Corrientes en 2025. No hay odio a Raúl Alfonsín que trabe la designación de un exdiputado radical como Alejandro Cacace en el Ministerio de Desregulación de Federico Sturzenegger. Ni promesa de combatir la corrupción que despierte la curiosidad presidencial ante las revelaciones periodísticas sobre las propiedades en el exterior sin declarar del director de la Dirección General Impositiva (DGI), Andrés Vázquez, de larga y oscura experiencia en los gobiernos kirchneristas.
La pureza se define en función de la lealtad al líder. Milei llama a dar la batalla con las “armas del enemigo”. Al parecer también necesita a algunos de los que saben dispararlas. Es cierto: le tocó un escenario de gobernabilidad endiablado y un panorama económico desolador. El fin justifica los medios.
La fractura del sistema
Como consecuencia de esa concepción, el nuevo oficialismo tiene límites difusos y su geografía resulta incapaz de aportar niveles razonables de previsibilidad.
Así, Milei y La Libertad Avanza (LLA) se hacen dependientes en extremo de los resultados económicos y de los índices de popularidad que miden las encuestas. Acaso por eso la Casa Rosada acaba de aprobar una licitación que establece las condiciones para contratar a casi todas las grandes consultoras de opinión pública, a las que encargará sondeos en el año electoral. Pobre motosierra.
La baja de la inflación y la estabilidad del dólar acentuaron el magnetismo de Milei en un ambiente político en el que no quedan partidos sino esquirlas. ¿Por qué sentarse a negociar con Macri o con cualquier otra estructura cuando en la cima del poder interpretan que los votantes han abandonado la lealtad con todo lo anterior?
Cuando Macri se indigna y denuncia un “destrato” por parte del Gobierno, Milei baja el tono con un mensaje en apariencia conciliador. “Todos los que defienden las ideas de la libertad tenemos que estar juntos”, dice. Pero no explica cómo sería el trato.
La intención de Karina Milei y de Santiago Caputo es ofrecer, como mucho, lugares en las listas, no sentarse a negociar un acuerdo integral de concesiones mutuas. Y mucho menos una coalición parlamentaria o de gobierno.
Las hostilidades hacia aquellos que le tendieron la mano a Milei se han convertido en una línea de acción permanente. Les aplican una lógica de mercado: bajarles el precio para comprarlos más barato (metafóricamente hablando, claro).
Un sistema edificado sobre bases semejantes resulta por definición imprevisible. La oposición sigue en estado de shock ante el ente extraño al que le toca enfrentar. Sus integrantes orbitan sin concierto, con criterios inexplicables para los ciudadanos a los que deberían representar.
El radicalismo se parte en mil pedazos y cada nuevo sector vuelve a fragmentarse ante la primera discusión de cierta relevancia. El Pro sufre el fuego amigo de Bullrich, aun cuando nadie podría explicar a ciencia cierta qué gran diferencia ideológica (más allá de cuestiones tácticas) la separa del macrismo. Los ensayos del centrismo –tan despreciado por Milei– no terminan nunca de cuajar.
Cristina y más allá
El peronismo revive una crisis de hace cinco años. La fortaleza de Cristina Kirchner en el conurbano bonaerense actúa como tapón para cualquier liderazgo que pretenda sucederla y enfrentar a Milei sin mochilas de antiguos fracasos. Vuelve a sonar, desafinada, la fórmula que acompañó el impensable ascenso de Alberto Fernández al poder en 2019: con Cristina no alcanza, sin Cristina no se puede.
La ruptura de la expresidenta con Axel Kicillof constituye un símbolo de estos tiempos de deterioro. El gobernador alza la bandera del ultracristinismo crítico. Ella aspira a representar lo nuevo sin adaptar los métodos que en otros tiempos la encerraron en una burbuja de fanatismo. Los dueños de parcelas de poder peronista –gobernadores, intendentes pesados, caciques distristales– miran el show desde afuera, sin descartar un salto resignado al mileísmo.
Todos ellos conviven en un ambiente de degradación, cruzado por informaciones escandalosas. El Pro se enfrasca en su incomodidad ante la difusión de los bienes del jefe del bloque de diputados, Cristian Ritondo. El bolsito de Kueider interpela a los libertarios y al kirchnerismo por igual, aunque estos quieran despegarse del tránsfuga entrerriano. Cristina sigue acumulando juicios por corrupción de sus años presidenciales. Grita lawfare, mientras habilita a sus delegados en el Congreso a negociar con el Gobierno una nueva configuración del Poder Judicial. Por ahora sin suerte.
Las revelaciones del periodista Hugo Alconada Mon sobre Andrés Vázquez, el sabueso que no se huele a sí mismo, despiertan un coro de silencios. Milei no le pide explicaciones por omitir en sus declaraciones juradas ante la Oficina Anticorrupción (OA) los departamentos que compró en Miami con sociedades en paraísos fiscales. El Pro se acoge a la doctrina Ritondo. El peronismo acaso prefiera no escupir al cielo, dado que aquellas operaciones offshore del actual director de la DGI ocurrieron cuando seguía indicaciones de Cristina, en 2013. Solo la Coalición Cívica, de Elisa Carrió, decidió –como quien se adentra en una jungla peligrosa– denunciar la conducta opaca del responsable de cobrarle los impuestos a “los argentinos de bien”.
El cambalache juega para Milei. Lo dicen las encuestas: una mayoría social lo sigue percibiendo como ajeno a la corporación corrupta que arrastró a la Argentina al desastre económico y social.
La ventaja de hoy puede ser la trampa de mañana. El principio de revelación que usa el Presidente para fortalecerse gracias a la estatura moral de sus enemigos le dio tiempo y margen de maniobra para estabilizar la economía y alcanzar niveles razonables de estabilidad después de años dramáticos, caracterizados por el temblor permanente. Apostó todas las fichas a bajar la inflación, que era la demanda más urgente de la población. Lo logró.
Una gran incógnita de cara al segundo año es si el relato de “yo contra el mundo” le alcanzará para dotar al país de un horizonte de largo plazo, capaz de garantizar las reformas estructurales que requiere un modelo como el que él impulsa. Los inversores por ahora aplauden, pero son reacios a abrir la billetera.
Milei podrá superar 2025 otra vez con decretos, vetos y un Congreso paralizado. Pero tarde o temprano le tocará articular algo parecido a una coalición política que defienda los trazos gruesos del rumbo que propone: el equilibrio fiscal, la apertura comercial, la desregulación para potenciar al sector privado. Del otro lado, con o sin Cristina, se reagrupará el peronismo para representar la noción de una economía regida por el Estado, con tendencia al proteccionismo y sin fobia al gasto público.
Se dibuja entonces la encrucijada electoral de los libertarios. Los grandes acuerdos lo emparentan con “la casta”. Pero, ¿qué pasaría con los mercados si Cristina Kirchner ganara la provincia de Buenos Aires el año que viene, beneficiada por una eventual división entre La Libertad Avanza, el Pro y otras fuerzas afines? ¿Qué efecto tendría un suceso de esas características, para nada improbable, sobre un plan que sustenta antes que nada en la confianza?
La batalla cultural de Milei tal vez no sea transformar el mundo ni demostrar la superioridad moral de la derecha o pasarse el día señalando “mandriles”. Al final del partido, su éxito dependerá de que sea capaz de demostrar a propios y extraños que un programa económico de mercado puede funcionar en la Argentina.

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Democracias débiles. Del “sueño noble” del constitucionalismo a una crisis estructural de representación
Sesión en el Senado en la que se expulsó del cuerpo al senador entrerriano Edgardo Kueider
Nuestras instituciones, moldeadas en función de las tensiones sociales de fines del siglo XVIII, no logran asimilar los cambios profundos de las últimas décadas
Roberto Gargarella
La crisis en la representación política que se advierte en la Argentina, como en una mayoría de países, no depende de motivos coyunturales ni de factores personales o cuestiones actitudinales (por ejemplo, representantes corruptos o poco comprometidos con los intereses generales). Se trata de una crisis estructural, y probablemente irreversible, ya que parece depender de cambios en la organización social que se han ido consolidando con el paso del tiempo desde hace décadas. Esta crisis se vincula con transformaciones que han afectado las condiciones (sociales) de la representación política y que hacen un llamado a la modestia de aquellos que hoy viven la euforia de la popularidad: los aplausos de un momento pueden virar a abucheos (o viceversa) en apenas instantes. Explicaré brevemente el problema en cuestión, y por qué considero que no tiene fácil solución.
Pienso, ante todo, en ciertos cambios que se han dado en lo que podríamos llamar, ambiciosamente, la sociología política del constitucionalismo.
Básicamente, el esquema fundamental de nuestro sistema institucional –división de poderes, checks and balances, declaración de derechos– nació a partir de problemas y peligros efectivos (la amenaza de las facciones; el poder arbitrario que solían ejercer los monarcas, etc.), y en relación con condiciones sociales muy específicas: sociedades pequeñas, homogéneas, con unos pocos grupos en tensión entre sí. Los “padres fundadores” del constitucionalismo asumieron, en su momento, que los inevitables conflictos que se suscitaban entre sectores sociales diversos podían, y por tanto debían, ser reconducidos institucionalmente: se trataba de “canalizar”, y así contener, la amenaza de la “guerra civil.”
"Nuestras sociedades ya no pueden ser entendidas como en el pasado"
La propuesta de vincular al diseño institucional con la organización y la dinámica social fue una idea muy propia del “período fundacional” en los Estados Unidos (1785-1787, cuando se escribe la Constitución), pero que se remonta a la Antigüedad de Grecia y Roma. La idea de base fue siempre la misma: existen (unos pocos) intereses diversos y enfrentados, en cualquier sociedad, que deben encontrar expresión institucional, de modo tal de evitar las “opresiones mutuas”, favoreciendo a la vez la cooperación entre esos grupos enfrentados. El sistema institucional debía servir, entonces, para incorporar a las diferentes partes de la sociedad y canalizar de ese modo los conflictos.
Conforme a la noción de “gobierno mixto” (que en la Antigüedad anticiparon Aristóteles y Platón, y que luego retomó Polibio) las principales secciones componentes de la sociedad (pongamos, las partes “aristocrática, monárquica y democrática”), debían combinarse en la formación de gobierno: la legislación debía resultar de acuerdos entre todos ellos. De esta forma, se asumía que dicha legislación resultaría imparcial y tomaría en cuenta (se nutriría de) los intereses de todas las partes. La idea de la “Constitución mixta” o “Constitución balanceada” que fue tomando lugar en Inglaterra desde el siglo XVII, también reprodujo, con sus diferencias, aquellos supuestos. Otra vez, la idea era que el poder debía dividirse entre ramas diferentes, vinculadas con los diversos intereses sociales existentes –típicamente, expresados en las demandas del rey, los lores y los comunes. Hoy, todavía, el sistema político inglés sigue estando organizado a partir de aquellas premisas.
En Estados Unidos
En el debate norteamericano del cual derivaría la Constitución de 1787 –de decisiva influencia en toda América Latina– la retórica justificatoria cambió (nadie quería aparecer defendiendo el modelo institucional inglés, con el que estaban rompiendo amarras), pero las ideas de fondo siguieron siendo las mismas. Ante todo, el sistema institucional debía saber incorporar los intereses diversos de “mayorías y minorías” (acreedores y deudores; grandes y pequeños propietarios, en el lenguaje de El Federalista y el razonamiento de James Madison). Se trataba de intereses asumidamente homogéneos, a los que se debía asignar una porción de poder (institucional) equivalente. Esto así porque, como decía Alexander Hamilton, “si les damos todo el poder a las mayorías, las mayorías van a oprimir a las minorías; pero si le damos todo el poder a las minorías, las minorías van a oprimir a las mayorías”. Por lo tanto –y esta era la conclusión a la que se llegó entonces– “debemos darle poder (equivalente) a ambos grupos: es así como evitamos las mutuas opresiones”.
"Hoy vivimos en sociedades compuestas por infinidad de grupos
El sistema de “frenos y contrapesos” resultó (y sigue siendo) fundamentalmente aquello: un modo de darle lugar equivalente a “mayorías y minorías”, favoreciendo el equilibrio entre tales partes. De este modo, se recuperaba la idea conforme a la cual las distintas ramas de gobierno debían (porque podían) “incorporar” intereses sociales diferentes (por ejemplo, la Cámara Baja iba a albergar fundamentalmente a los intereses mayoritarios; la Cámara Alta o el Poder Judicial iban a resultar especialmente sensibles a los intereses de las minorías). De esta forma, se suponía, “toda” la sociedad iba a quedar representada y protegida en sus intereses y derechos básicos.
Este era, según entiendo, “el sueño noble” del constitucionalismo: integrar al esquema de gobierno a “toda” la sociedad, para evitar así las “mutuas opresiones”, asegurando, en definitiva, la paz social. Se trataba de un “sueño” poco democrático (la regla mayoritaria quedaba desplazada en favor del objetivo de dotar de poder “equivalente” a “mayorías” y “minorías”), que implicaba un ideal “noble” al fin: como se asumía que el riesgo mayor que se enfrentaba (“la tragedia del tiempo”) era el del accionar faccioso, se procuró poner todo el diseño institucional al servicio de evitar esa tragedia, la “guerra” entre facciones. Lamentablemente, ese “sueño noble” del constitucionalismo (interesante y controvertido como podía serlo) hoy ya resulta imposible. Terminó. La razón es que nuestras sociedades ya no son ni pueden ser entendidas como lo fueron en el pasado, es decir, como sociedades pequeñas, divididas en unos pocos grupos, internamente homogéneos. Muy por el contrario, vivimos hoy en sociedades multiculturales, diversas y plurales, compuestas por infinidad de grupos, que además tienen una composición heterogénea, y en donde la propia identidad de cada individuo se abre en muchas facetas diversas. Por eso hoy resulta inconcebible (directamente, imposible) el ideal de “representar a todos los grupos”: los hay de a miles y, mucho más que eso, cualquiera de esos grupos muestra una composición por completo heterogénea.
De allí que en la actualidad aparezcan como absurdas ideas que, en su momento, formaron parte del sentido común. Fue posible, en su momento, por ejemplo, pensar que un partido “obrero” (digamos, el Partido Laborista en Inglaterra, el Partido Socialista o Comunista en Italia) podía representar a “todos los obreros” y así, por caso, a la mitad o a un tercio de la sociedad. Hoy, para un obrero, resulta ininteligible la idea según la cual él o ella, porque son de la “clase obrera”, tienen los mismos intereses que cualquier representante “obrero” que llegue al Congreso: nadie piensa eso. Hoy, obreros, empresarios, ecologistas, mujeres, indígenas, víctimas de la violencia vial, homosexuales, importadores, críticos del cambio climático, etc., son algunos de los miles de grupos que forman parte de la sociedad, con intereses internamente variados y cambiantes.
"La crisis de representación afecta incluso a los líderes populistas que la aprovechan"
Una ilustración notable de esto –la radical crisis de representación política propia de nuestro tiempo– la ofrece la reciente crisis en Chile y el proceso que se abrió entonces para reformar la Constitución. El debate constitucional chileno nació, fundamentalmente, a partir de una profundísima crisis de los partidos políticos (el estallido social de octubre del 2019). Por eso, el proceso de convocatoria constitucional procuró, ante todo, responder a –y remediar– ese desbordado clamor popular. Se dispuso así la habilitación de “candidaturas independientes” de los partidos políticos; y por eso también se promovieron estrategias adicionales, como las bancas reservadas para representantes de las comunidades indígenas o la representación paritaria de las mujeres. Sin embargo, ninguno de esos enormes y muy valiosos esfuerzos sirvió: a los pocos días de electos, los convencionales constituyentes ya eran desconocidos y repudiados por sus propios votantes.
Populismos
De esto se trata: la crisis de representación es estructural y, lamentablemente, irreversible, muy difícil de remediar. Mucho más si se recurre a las herramientas tradicionales: más representantes, más elecciones (como si la democracia se agotara en el acto electoral y el “mandato” de los ciudadanos a sus representantes fuera “estable” o extendible sin problemas en el tiempo posterior a esas elecciones).
Los líderes (así llamados) “populistas”, como Milei o Trump u Orban o Erdogan, buscan aprovecharse de esa situación: advierten que la gente descree –con razón– de sus representantes, con quienes no se identifican y a quienes, cuanto más conocen, menos toleran. Por tanto, estos líderes procuran “saltearse” las “intermediaciones institucionales” (el Congreso, los órganos de control), a las que señalan con burla y desprecio. “Allí la casta”, vociferan. Con esos señalamientos e insultos, estos líderes ganan adhesión: muchos ciudadanos “entienden” y reconocen el sentido de críticas semejantes: “los representantes (tradicionales) ya no nos representan”; “el sistema no sirve”.
Se trata de un problema que llegó para quedarse y que no se soluciona con la eventual elección de representantes en apariencia angelicales o exóticos. La mala noticia para la dirigencia política tradicional –la “clase política”– es que el problema de representación que enfrentan es estructural: las instituciones no están preparadas para procesar los nuevos modos de la representación (nuestras instituciones siguen moldeadas conforme a una “sociología política” que pudo tener sentido siglos atrás, pero ya no).
Sin embargo, también hay una mala noticia para los líderes “populistas”: la crisis radical de representación que afecta a la dirigencia tradicional no los torna inmunes. Ellos también forman parte de esa dirigencia impugnada (“la casta”). Aunque descrean de la dimensión de estos cambios, lo cierto es que estos “nuevos” líderes se mueven, también, sobre montañas de arena sujetas a los amenazantes vientos que ya son datos propios de nuestra era. En cualquier momento, esas mismas tormentas de bronca y odio que alegremente fomentan pueden arrastrarlos también a ellos.

Gargarella es sociólogo y doctor en leyes

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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