El tío de Horacio Rodríguez Larreta que fue abogado y sacerdote, pero triunfó junto a Olmedo con un personaje que se burlaba de la alta sociedad
Augusto Larreta tuvo mil vidas en una, entre la política, la religión y la actuación, se hizo famoso y fue muy querido por el público gracias a su papel de Fito, que en dupla con Javier Portales inmortalizó frases como “¡Qué chucho, Manucho!”
Guillermo Courau
Dar la cara, ir de frente, no importaba ante quién, tampoco medir consecuencias. Augusto Larreta (recorte del mucho más aristocrático Augusto Carlos Antonio Rodríguez Larreta Leloir Unzué) se construyó a imagen y semejanza de sí mismo, ignorando por completo un entorno de alcurnia familiar que habría torcido definitivamente su futuro. Por el contrario, siempre que pudo -y en foros tan disimiles como la actuación, la religión o la política-, se plantó ante Dios y el diablo, defendiendo lo que creía correcto; y en el camino, burlándose del estrato social al que le daba acceso sus apellidos. ¿Le fue bien? No siempre. ¿Él estaba orgulloso? Absolutamente.
“A mí mismo me desconcierta pasar la película de mi vida. Porque tuvo muchos cambios y buscó, como todo ser humano, la explicación del sentido, o de la falta de sentido de la vida. Como si esa falta de sentido de la vida fuera para que uno tuviera la oportunidad de dárselo”, decía.
Augusto Larreta nació en Buenos Aires el 7 de julio de 1926, en la lujosa casa de su abuela materna sobre la calle Libertad, vivienda que hoy alberga al Círculo Italiano de Buenos Aires. Rebelde e inquieto, además de actor fue abogado, periodista, empresario, sacerdote, hombre de campo, tío del exjefe de Gobierno Porteño, y autopercibido demócrata cristiano. Ah, y también estuvo preso: “Fue en junio de 1955 -cuenta en su libro de memorias-. Cuando quemaron iglesias católicas en Buenos Aires, un centenar de católicos quisimos impedir el incendio de la Catedral formando barricadas contra las puertas. Terminé en la cárcel de Villa Devoto”.
Las anécdotas de Larreta no son testimonio de una vida, sino de varias. Y todas dignas del protagonista de una novela: un antiperonista que hizo con su madre la fila para despedir a Eva Perón, o un sacerdote que era capaz de decir que el Che Guevara fue “un ejemplo de cristianismo”, o quien le avisó a Ted Kennedy del peligro que significaba para JFK ir a Dallas, poco antes de su atentado; hasta aquel que, como funcionario de la última dictadura cívico militar, salvó de la muerte a dos colegas secuestrados.
Porque sí, Augusto Larreta, el que actuaba con Jorge Porcel y Alberto Olmedo, también fue parte, sin proponérselo, de un tiempo oscuro de nuestra historia: “Durante el gobierno de Isabel, yo hice, a pedido del público, una improvisación en Mar del Plata sobre una mujer a cargo del gobierno, que era acosada por los militares. La mostraba a ella, histéricamente, pidiendo que los militares dieran el golpe. Un marino, Carlos Carpintero, supo de esta improvisación, y me dijo: ‘Quiero que me asesores para una ley de cine y teatro en el próximo gobierno’. Esto habrá sido un mes antes del Golpe, o sea que ya tenían todo preparado. Cuando esta persona llegó a Secretario de Información Pública -el 27 de abril de 1976-, me llamó. Como yo siempre tuve el sí fácil, acepté, previa autorización de la Asociación Argentina de Actores. Me acuerdo que lo hablé con Luis Brandoni, le dije: ‘¿Te parece que yo puedo aceptar esto en un gobierno militar?’, y me dijo que sí, que le diera para adelante. Cuando en el Buenos Aires Herald empezaron las primeras versiones de ejecuciones clandestinas, le dije a Carpintero que, si no era cierto, lo desmintieran, y que si era cierto estaban totalmente locos. Él estuvo de acuerdo conmigo [...]. Es más, me reconoció que estaba calculado que morirían un 20 por ciento de inocentes. Entonces me fui. Cuando fue el juicio a las Juntas me presenté en la fiscalía de Luis Moreno Ocampo y declaré todo esto”.
Antes de eso, Augusto se enteró del secuestro de sus compañeros, Luis Politti y de Juan Cosín, y se lo tomó personal: “Lo increpé a Carpintero y le dije: ‘Se chuparon a dos amigos míos, quiero que aparezcan con vida’. Llamó a la policía y a las dos horas aparecieron”.
Lo dicho, muchas vidas en una. Y, sin embargo, para los jóvenes de los 80 era el grandote bonachón que abría grande los ojos y le decía sorprendido a Javier Portales con dicción de papa en la boca: “Qué chucho, Manucho”, “Qué tragedia, Heredia”, “Qué entuerto, Roberto” o “Tomate un boldo, Leopoldo”. Lo que entonces muchos no entendían, y otros tantos no querían entender, que en aquel sketch pergeñado por Hugo Sofovich, también anidaba un acto de rebeldía del actor contra los de su clase, a los que burlaba con fina y lapidaria ironía.
Qué tos, Martínez de Hoz
“Mi personaje en realidad se llamaba Fito, Manucho era Javier Portales. Y yo le decía cosas que eran una burla al modo de hablar, de pensar, y de las pretensiones ‘aristocratoides’ de los oligarcas, que creían que por su apellido tenían un derecho adquirido”. Y es que lo sorprendente de Larreta no era su talento e impronta, sino cómo había llegado a dedicarse a la actuación, cuando el resto de los actos de su vida le señalaban otros rumbos. Ni siquiera él sabía la respuesta, a veces solía decir que lo fascinaba “el misterio” del teatro, que había conocido desde muy chico acompañando a su mamá a ver distintas obras. Otras veces se explayaba más: “Nunca ejercí la profesión de abogado, pero la Universidad de Buenos Aires me dio una beca para los Estados Unidos en 1960. Y yo decidí aprovechar el viaje, pero para estudiar teatro. A partir de allí decidí vivir de mis actuaciones. Al poco tiempo hice una obra en el Teatro Odeón con Elsa Berenguer. Me vio Alberto Fischerman y me contrató para hacer un corto publicitario donde hacía de un bodeguero pituco. Allí me vio Hugo Moser, le gusté y me contrató para hacer de El Tata en Los hijos de López. Ahí empezó todo”.
Ahí empezó, pero como ya se vio, donde realmente siguió fue en No toca botón, en dupla con Javier Portales y reafirmando esa caricatura de personaje de la alta sociedad: “Yo soy la antítesis de Fito, mi personaje. Soy profundamente anticlasista. Todo lo contrario de los autócratas que se creen superiores al pueblo. En definitiva, todos somos hijos de inmigrantes, no existe eso de gente bien o ‘bian’. Mi personaje y el de Javier Portales viven tan a espaldas de la realidad, que nunca dicen lo que piensan, que tiemblan de miedo cuando se les viene abajo la estantería. Esa manera rebuscada de hablar es una defensa para poner distancia con el hombre sencillo, que en el fondo desprecian. En la ficción son oligarcas venidos a menos, así que son bastante grotescos. Por supuesto que tuve parientes que se han sentido molestos por la caricatura, parientes poco inteligentes. Yo soy anticlasista y los combato. Pero mi familia está encantada”.
Enseguida, y gracias a aquel sketch, la gente empezó a saludar al artista afectuosamente. Desde los taxis era una constante el grito de “Qué chucho, Manucho”. Y Augusto Larreta era feliz, pero era feliz porque podía compartir esa satisfacción con Jacqueline de Elizalde Bruel, su esposa y compañera desde el día en que ella leyó una poesía que él había mandado a la sección Carta de lectores de LA NACIÓN y se enamoró. Fueron 37 años de mimos y complicidad, hasta que un día Jaqueline falleció, y con ella también se fue la felicidad. En su desesperación, Augusto Larreta abrazó la religión y se ordenó sacerdote, cometiendo un error del que se arrepentiría durante el resto de su vida.
Por la gracia de Dios
Jacqueline murió inesperadamente, víctima de un infarto mientras dormía, en 1985. Y el mundo del actor se derrumbó por completo. Intentando encontrar respuestas, Larreta tomó la decisión impulsiva de empezar el seminario, como una forma de llenar aquel vacío. La instrucción duró cuatro años, el hasta entonces actor, brindó su primera misa el 18 de diciembre de 1989 en la Catedral de San Isidro.
El siguiente paso de Larreta en su camino religioso fue comenzar a predicar en la parroquia San Andrés Avellino, de Boulogne. Augusto tenía junto a la cama una foto de su esposa, lo que había prendido las alertas de algunos allegados, que le recomendaron quitarla para que no se prestara “a malos entendidos”. Fue la primera alerta de que, tal vez, la Iglesia, no era el mejor espacio para él.
La cosa empeoró cuando, invitado al programa de Susana Giménez, Augusto vio la oportunidad de transmitir su mensaje y conseguir donaciones. Esta vez la prohibición de sus superiores fue explícita, porque pocos días antes habían mostrado un striptease. Pero él fue igual, no sin antes enumerar sus razones en una carta a monseñor Casaretto. En 1996, el diario Clarín citaba parte del texto: “Me prohibiste ir a Hola Susana, me prohibiste pensar si iba o no iba, me prohibiste cambiar con vos ideas al respecto. (...) Iré a Hola Susana y a otros programas aún ‘más pecaminosos’ si así lo quiere la Providencia. Rezá para que me vaya muy bien y dé un ejemplo de amor”.
Consumado el hecho, Augusto explicó que nunca se trató de un capricho: “Susana Giménez, vieja amiga mía, me invitó a su programa. Yo no dudé un instante en ir, por varias razones. Una, por dar testimonio de amistad. Creo que todo cristiano, y más un sacerdote, tiene que ir a todas partes, como lo hacía Cristo. Segundo, quería aprovechar para hablar de la obra que estamos haciendo en un barrio pobre. Pero el obispo no quería que aceptara. Y yo no sabía que tenía que someterme sin chistar a la voluntad de un obispo. Fui porque mi conciencia me dijo que debía hacerlo. Y ahí se armó el lío, fue desobediencia y punto. No quería que nadie me prohibiera ir a un ciclo porque allí habían presentado un striptease. El obispo me dijo: ‘Pero vos sabías que la Iglesia católica es vertical, autoritaria, basada en la obediencia’. Y como teníamos una relación directa, le respondí: ‘Y vos sabías cómo soy yo, un tipo grande, casado, con calle, actor, abierto y para nada dócil’. En síntesis, creo que los dos nos equivocamos. Mi error fue pensar que me iban a aceptar tal como era. Y el error de ellos fue pensar que, por el solo hecho de ir a ese programa, me iban a lavar el cerebro, en vez de darse cuenta de que yo tenía la posibilidad de dar testimonio”.
Otro flechazo
Si bien, este episodio fue la gota que rebalsó el vaso, previamente también había habido un cruce muy fuerte entre Larreta y el obispo, una historia que muy poca gente conoció: “A los dos o tres días de ordenarme, bendije un matrimonio. Los chicos venían de familias muy conocidas en San Isidro y ella estaba embarazada. Y por eso agregué en la ceremonia, con autorización de la madre, una bendición para la criatura. Una mujer me acusó: ‘Usted está convalidando las relaciones prematrimoniales’. Y yo le dije a esa mujer que se estaba quedando en la cosa secundaria, que esa pareja podría haber abortado y, en cambio, había elegido la vida. El obispo, entonces, me dijo que yo había estado mal, y que no lo volviera a hacer. No le respondí nada, pero pensé para mí que lo iba a seguir haciendo una y mil veces”.
A Augusto Larreta no lo alejó de la Iglesia el amor a una mujer, pero fue gracias a ella que lo encontró. Sorprendida por la historia de aquel hombre que, con el corazón roto, había buscado consuelo en la religión, María Teresa Cibils quiso conocerlo. El 23 de julio de 1992 se encontraron en el bar Miró del Paseo La Plaza: “Había leído notas respecto a Augusto y su vida, y hacía mucho que quería conocerlo -le contaba a la revista Caras-, deseaba saber quién era ese hombre que había amado tanto, tan sensible y tan creativo. Un día fui a La Plaza a invitar gente a unas presentaciones artísticas que yo hacía, y lo vi sentado, solo, tomando algo. Me acerqué a él, le dije lo que hacía, quién era y nos quedamos conversando largo rato. Fue algo mágico. A los pocos días salimos y lo primero que hicimos fue ir al cine a ver El lado oscuro del corazón, una película que es poesía pura. No se separaron nunca más”.
Alejado de las cámaras, y concentrado en lo que realmente amaba: su familia y sus convicciones, Augusto Larreta siguió escribiendo poesía, obras de teatro, dando clases y despuntando el vicio de subir a un escenario de vez en cuando. Su fallecimiento, el 21 de agosto de 2019, a los 93 años, pasó casi inadvertido de no ser por el recuerdo de su familia. Quién sabe si él lo hubiera querido así, pero lo cierto es que su última reverencia le dio la razón: “El gran problema argentino es la deshumanización. Para mí la corrupción es una consecuencia natural de la hipocresía, de la doble verdad. El mal fundamental de la Argentina de hoy es la falta de autenticidad. La falta de humanidad”. A él le sobraba.
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