
La película que cambió Hollywood, reescribió la historia norteamericana y construyó a la heroína del futuro
Lo que el viento se llevó, con Clark Gable como Rhett Butler y Viven Leigh como Scarlett O'Hara
Lo que el viento se llevó cumple 85 años como la reina de la taquilla y la inventora de varios fenómenos que se creen inventados por las redes sociales; desde el “fancast” a la “película evento”, todos los caminos del cine conducen a Tara
Leonardo D'Esposito
El siglo XX tuvo algunas historias épicas y trágicas, pero es probable que hoy estén mucho más de moda recordar los grandes negocios. Y es también probable que uno de los mayores negocios de la historia haya sido el del productor cinematográfico David O. Selznick, quien compró los derechos de un libro inédito de autora ignota por 50.000 dólares en 1936 (algo así como 1,14 millones de dólares de 2024, inflación mediante). La escritora fue la periodista Margaret Mitchell; el libro es, lo adivina el lector, Lo que el viento se llevó, y la película de Selznick resultante acaba de cumplir 85 años, desde entonces la más taquillera (por lejos) de la historia del cine, con probables 5000 millones de dólares (de entonces) de recaudación en salas.

Vamos a recordar Lo que el viento se llevó, pues, dado que además se puede revisar en cualquier momento (está en Max), pero dejemos rápidamente de lado el folclore que hay detrás. Sobre su rodaje, su producción, sus problemas y su etcétera, se han escrito bibliotecas enteras. Lo que el viento se llevó, como el Titanic o la llegada del hombre a la Luna, es un símbolo del siglo XX. Lo que quizás no se dice demasiado es que, más allá de sus virtudes como película, ha sido una enorme influencia para todo el cine futuro y su negocio.
Todos sabemos que, al convertirse la novela en best seller, audicionaron para el papel de Scarlett O’Hara casi todas las actrices de Hollywood y que cada chisme, cada audición, cada detalle de la preproducción de la película se convertía rápidamente en noticia. Si lo piensan, es lo que sucede hoy día con cada megaproducción de Hollywood: que el “insider” X contó que vio al actor Y con la capa del superhéroe Z y que se rumorea que formará parte del secretísimo elenco del tanque H. Selznick, que en realidad hizo todo ahorro posible para que la producción de ese libraco enorme fuera lo que debería ser, generó la primera “conversación en redes” de la historia alrededor de una película. Para cuando llegó a las salas, tres años después de iniciarse el proceso, la película era un fenómeno.
En esos tiempos -gloriosos- los estudios de Hollywood e incluso los productores independientes (Selznick lo era; lo que hacía era asociar estudios pero la producción ejecutiva era suya) contaban con lectores: gente que buscaba libros, incluso a punto de ser editados, que se pudieran convertir en películas. Por un salario semanal, analizaban cada texto que encontraban e informaban de su potencial como películas. Pero había otros factores: por ejemplo, las estrellas, lo que el público quisiera en determinado momento, etcétera. Lo mejor de aquel cine industrial consistía en su sincronía con los espectadores. Sabían que para minimizar pérdidas y maximizar ganancias, había que dialogar con ese público. Que podía ser esquivo: también había que hacer buenas películas. Esos otros factores intervenían a la hora de la adaptación de un texto, lo que implicaba modificarlo, reducirlo, transformarlo en otra cosa.
Por cierto, hay muchos libros cuya forma “definitiva” fue la película y no la página. Rebecca, de Hitchcock, por ejemplo, estrenada por Selznick un año después que Lo que el viento se llevó y también oscarizada (el Oscar a Mejor Película va al productor, no al director: Hitchcock nunca ganó uno). Es muy diferente de la novela de Daphne Du Maurier. Pero, si bien era una novela conocida, no era un best seller, no había causado una conmoción tan enorme. Selznick comprendió antes que nadie el fenómeno del fan-service: no podía faltar un solo personaje del libro, no podía faltar una sola peripecia; incluso había que respetar las palabras de Mitchell (después de todo, fue el único libro que escribió).

Y es que la prensa sobre la producción de la película impulsó la necesidad del público de conocer la novela y viceversa. El mismo fenómeno que hoy encontramos en las redes sociales, por ejemplo. Así que había que satisfacerlo. El resultado fue una fidelidad casi canina al texto salvo por, quizá, la más exitosa de las traiciones de un productor a un libro. La primera frase de Lo que el viento se llevó es “Scarlett no era bella”, y luego Mitchell describe su extraña nariz. Salvo ese detalle, toda la novela está en la pantalla. Ese modelo será seguido por muchas de las películas más taquilleras de Hollywood que se originaron en un libro. Sucedió con Ben-Hur y sucedió con El señor de los anillos (Max). En el segundo caso, sí, hay cortes y exclusiones, pero “corrigen” la novela -nadie lloró por Tom Bombadil- y quitan lo accesorio en un raro caso de fidelidad absoluta por sustracción. No por nada, esas dos películas y Titanic (que es una “adaptación” pero de otro tipo: la reproducción fidedigna y casi en tiempo real del hundimiento del barco; está en Disney+) son récord de Oscar (ganaron doce estatuillas cada una).
Ahora bien, la traición. Selznick no era tonto: necesitaba que Scarlett fuera muy bella porque el cine en ese tamaño requería que nadie quitara la vista de quien, después de todo, era su protagonista: Leigh es la actriz oscarizada que más tiempo aparece en pantalla, ni más ni menos 163 minutos de los 238 minutos que dura la película (sin intervalos). Y aunque Vivien Leigh era prácticamente una desconocida en los EE.UU. (llegó porque Selznick había contratado a su marido de entonces, Laurence Olivier, protagonista de Rebecca), tenía lo que se necesitaba en la pantalla.

Claro que el otro nombre era la, entonces, estrella más importante de Hollywood, aquel por el que el público clamaba para el rol de Rhett Butler: Clark Gable. Dejemos de lado también que se llevó a las patadas con Leigh, que Selznick le vendió la mitad de la producción a la MGM (que tenía contratado a Gable) para tenerlo, etcétera. En todo caso, lo interesante es que su elección provenía de escuchar al salvaje y masivo focus group inconsciente que fluía desde los fans del libro. La lección fue clara: desde Lo que el viento se llevó, ninguna producción grande y popular basada en un éxito de otro medio ha funcionado sin estrellas.
Las películas de superhéroes comprendieron muy bien tal enseñanza: la difusión de Superman (1978, en Max) tuvo mucho del paso fugaz y redituable de Marlon Brando por el set; Batman (1989, Max), de Tim Burton implicaba también que Jack Nicholson fuera el Guasón. Y el UCM (Disney+) no habría funcionado sin Robert Downey Jr. Una estrella le otorga prestigio a una película y permite producir más: “si X se anima a esto, entonces yo también me animo”. Que también se puede traducir “si X hizo tantos millones con esto, entonces yo también quiero”. Gable no estaba demasiado interesado en la película, pero el público clamaba por él. La inversión rindió frutos.
Hay otro elemento a tener en cuenta respecto de la película: la mezcla de géneros. En realidad, son dos películas muy bien diferenciadas. La primera parte es un drama histórico y de aventuras que transcurre durante la Guerra de Secesión, con secuencias tremendas llenas de efectos especiales como la huida de Atlanta entre explosiones y fuegos (costó barato el plano del incendio: la RKO iba a incendiar la muralla de troncos de King Kong para hacer lugar a otras escenografías, y Selznick aprovechó para filmar un par de planos y ahorrarse muchos dólares). Hay además secuencias musicales, momentos de comedia y suspenso. Es el entretenimiento en estado puro.

La segunda parte, en cambio, es un melodrama que estudia al detalle la vida de pareja y, de paso, es también un melodrama social (Scarlett reproduce el sistema esclavista pero con presos y queda claro que “adopta” los modos del Norte vencedor). Tiene un ritmo diferente, y es mucho más trágica. Es cierto que en la otra gran película que reivindicaba al Sur (El nacimiento de una nación, nada menos, puede revisarse restaurada y completa en YouTube) había drama, comedia, cine bélico, de aventuras, algo de western recién nacido y hasta una secuencia de puro suspenso (el asesinato de Lincoln, perdón por el spoiler). Selznick comprendía perfectamente que la única manera de sostener esa segunda parte era llenar de ritmo y color la primera. La novela es más “pareja” en ese sentido. Pero si Selznick le vio posibilidades como espectáculo es porque tenía literalmente de todo (la reivindicación del sistema esclavista era lo de menos). Todo gran espectáculo de ese tamaño, de ahí en más, tuvo “de todo”. Muy pocas de las películas más taquilleras de la historia pertenecen plenamente a un solo género. El “de todo” implica “algo para cada tipo de público”: son películas que requieren sumar todo lo posible.

Dijimos “llenar de color” y es cierto en sentido literal. En 1939, el color no era la norma del cine; el Technicolor requería una voluminosa cámara con tres rollos (uno por cada color primario) de compleja operación y aún más complejo revelado. Selznick decidió que fuera todo en colores y no solo eso: es famoso el uso de contraluces ocres y anaranjados, las luces del ocaso, que puntúan toda la película desde el inicio. Quien revea hoy Lo que el viento se llevó notará algo interesante: que en la mayoría de las secuencias estallan los colores y los personajes, que todo es al mismo tiempo masivo y de una paleta enorme. Incluso en las secuencias en las que hay solo un diálogo con pocos cambios de vestuario, todo exuda lujo y, sobre todo, espectáculo.
Todos y cada uno de los planos de la película están diseñados para ser “grandes” y hay un uso intensivo de efectos especiales (maquetas y espejos, sobre todo, pero también pirotecnia y sobreimpresiones) para que cada secuencia sea un espectáculo. La idea de Selznick era que la película fuera una atracción constante para el ojo del espectador. Incluso si su producción fue mucho menos cara de lo que parece, era importante utilizar hasta la última tecnología posible para contagiar la idea de “espectacular”. Lo que conocemos como el gran blockbuster nació, ni más ni menos, con Lo que el viento se llevó. Y esto fue tan importante para la vista como para el oído: la banda de sonido gira alrededor de un tema (el “Tema de Tara”) compuesto por Max Steiner. Los pocos leitmotiv que forman la banda de sonido son variaciones de ese tema y de melodías de esa época como “Dixie”. La banda de sonido funcionaba como un jingle que “era” la película. No hay gran película exitosa, desde entonces, que no tenga su propia “marca” musical.
Básicamente, todas las componentes del moderno espectáculo cinematográfico nacieron o llegaron a su madurez con Lo que el viento se llevó. Pero hay, también, una enorme influencia ideológica. Es notable que la película sea “pro Sur”, aunque con ciertas licencias (el “grupo resistente” al que pertenecen el personaje de Leslie Howard y varios otros seres simpáticos de la película no es otro que el Ku-Klux-Klan, aunque no se lo menciona nunca; los esclavos negros son tratados en general con cariño y bonhomía) y que, en adelante, la mayoría de las grandes épicas cinematográficas del siglo XX sean, en su mayoría, críticas al capitalismo y el industrialismo del Norte triunfante. Tanto los monstruos bíblicos (Los diez mandamientos, Ben-Hur) como las épicas románticas futuras (El padrino, Las puertas del cielo, incluso Titanic) son, ideológicamente, afines a Lo que el viento se llevó. Y ese sentimiento se encarna en la primera gran heroína empoderada, la chica caprichosa que se vuelve primero empresaria despiadada y, luego, esposa indomable. Incluso si nace en el pasado fundacional de los Estados Unidos (y del mundo moderno), Scarlett O’Hara fue la primera heroína del futuro.
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