Las cartas de una vida: la correspondencia de Irène Némirovsky antes de la tragedia
Cartas que se juegan y se escriben en busca del apoyo de los amigos, de la solidaridad de quienes ven con lucidez lo que implica la locura criminal nazi
8 de diciembre de 2024
4 minutos de lectura

LA NACIONVerónica Chiaravalli
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Los escritores que están llamados a significar algo en nuestras vidas siempre se las ingenian para encontrarnos. Surcan océanos de tiempo, sortean risueños los escombros de las modas fugaces. Nos esperan. Y regresan una y otra vez.
Leer a los que ya no están es escuchar con los ojos a los muertos, decía Quevedo. Una de esas voces inmortales vuelve del silencio ahora que Salamandra ha publicado Cartas de una vida, de la gran Irène Némirovsky. El volumen reúne la correspondencia que la escritora –aun antes de serlo– envió a amigos, colegas, editores, afectos y relaciones sociales o profesionales, desde 1913 hasta el momento de su muerte, en Auschwitz, en 1942. La sobreviven en estas páginas los intercambios epistolares de su marido y otros conocidos hasta 1945, en búsqueda desesperada por averiguar qué había ocurrido con ella, truncado abruptamente el envío de sus misivas y sin noticias certeras de su terrible destino hasta el final de la guerra.
UN TORRENTE QUE ARRASA CON TODO, MENOS CON EL AMOR Y LA LEALTAD
Pero antes de la tragedia está la celebración de la vida, con su pequeña cotidianidad, sus tribulaciones banales cuando se las mira en perspectiva, sus alegrías livianas y pasajeras. Nada, sin embargo, por pueril que pueda parecer luce menor o irrelevante en la pluma de la autora de Suite francesa; todo adquiere allí el espesor de su inteligencia, el aliento de su sentido del humor y su delicada ironía. El libro se organiza en cinco partes principales y un anexo que incluye fragmentos de entrevistas. Los títulos de los capítulos centrales condensan en un puñado de palabras elocuentes los hitos de una vida singular, bendecida y maldecida por los dioses: “Despreocupación” (1913-1925), “Fama” (1929-1939), “Incertidumbre” (1939-1941), “Angustia” (1941-1942), “Pesadilla” (1942-1945). Un viaje de la luz a la tiniebla que Némirovsky registró a cada paso, transfigurado en sus novelas.

Las cartas de una vida no son solo las que se escriben a lo largo de los años (valen hoy esquelas electrónicas y todos sus avatares tecnológicos), sino también aquellas con las que el azar nos obliga a jugar el juego de la propia existencia. A tientas y a ciegas, sin saber siquiera si la baraja está completa.
En las estaciones de su vida, tal como las ha organizado el libro a través de su correspondencia, Irène conoció la “despreocupación” propia de la juventud en el seno de una familia inmigrante acomodada (huyeron de la revolución bolchevique y se instalaron en Francia), lo que le permitía acceder a todos los placeres estéticos, sensuales e intelectuales que la París de las primeras décadas del siglo XX podía ofrecer. Son años de veladas en salones elegantes, bailes, amoríos, champagne helado en la madrugada y apasionadas horas de estudio y lectura en la Sorbona.
LA MÚSICA DEL ADIÓS
Saboreó luego la “fama”, sobre todo a partir de la publicación de su novela David Golder. Aquí, un naipe que Némirovsky parece haber jugado mal (pero cómo saberlo en aquel momento) y que acaso haya contribuido a precipitar la “angustia” en “pesadilla”. Cuenta Olivier Philipponnat, autor del prólogo de Cartas de una vida que, a finales de 1930, Némirovsky “figura, como única mujer junto con Germaine Beaumont, entre los favoritos para el premio Goncourt. No obstante, se retira de la competición y pospone su solicitud de naturalización por miedo, según explica a su amigo y maestro Gaston Chérau, a que ésta le facilite la consecución del premio y siembre dudas sobre la sinceridad de sus motivaciones”.
Después ya será tarde para todo. La legislación antijudía la acorrala, su marido es expulsado de su trabajo. En ese período, las cartas se juegan y se escriben en busca del apoyo de los amigos, de la solidaridad de quienes ven con lucidez lo que implica la locura criminal nazi.
Sin recursos, privada de la posibilidad de usar su propio nombre, Irène debe publicar con seudónimo. En julio de 1942 es detenida y deportada. Un mes más tarde muere en Auschwitz.
Sobre el final del libro se agrupan un puñado de reflexiones y definiciones requeridas por la prensa. Brilla especialmente una. En marzo de 1933 Paris-Soir le pregunta: ¿qué es lo primero que le llama la atención en un hombre? La respuesta, que a simple vista podría parecer convencional, adquiere hoy valor de premonición: “Su inteligencia y sobre todo su cortesía –dice Némirovsky–. La cortesía muestra no sólo lo educado, lo civilizado que es un hombre, sino también su grado de sensibilidad y discreción, su valía moral”. Europa estaba a un tris de sucumbir al salvajismo más brutal. Las formas ya no importaban. Y a nadie parecía preocuparle ese oscuro presagio.
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Daron Acemoglu, Simon Johnson
y James A Robinson
NOBELde Economía
por Alicia I. Caballero*

DEMOSTRARON LA IMPORTANCIA DE LAS INSTITUCIONES EN EL DESARROLLO ECONÓMICO
Nuevamente la entrega del Premio Nobel de Economía enfocó el reflector sobre un tema clave, que puede ser sintetizado en una frase: la importancia de las instituciones en el desarrollo económico. Aunque la famosa frase del estratega de campaña James Carville, adoptada por Bill Clinton en 1992, “Es la economía, estúpido”, pareciera silenciar múltiples factores que hacen a las preferencias electorales, el aporte de Acemoglu, Johnson y Robinson ayuda a entender que, para que la economía funcione como todos queremos, las instituciones deben estar bien diseñadas y ser robustas. Quizás desde la Argentina de hoy, con el cortoplacismo que nos caracteriza, todos los párrafos que siguen pueden ser considerados “pasados de moda”. Pero el Nobel no se otorga a comentaristas o gente que publica tuits, sino a científicos, que prueban sus afirmaciones con análisis estadísticos y econométricos, con series muy largas, y a través de muchas geografías. Vale la pena pues, conocerlos, y escuchar qué dicen. Daron Acemoglu (57 años) es un economista nacido en Estambul, Turquía, con ascendencia armenia, y residente en los Estados Unidos. Cursó sus estudios secundarios en su ciudad natal e hizo la Licenciatura en Economía en la Universidad de York, Reino Unido. Fue en la London School of Economics (LSE) que completó una maestría y un doctorado en Econometría y Economía Matemática. Su rigor analítico lo volcó en el análisis de las causas del desarrollo económico, el rol de la tecnología, el capital humano y el papel que las instituciones tienen en el logro de la prosperidad económica. Sostiene que las instituciones, o sea las reglas de juego, las leyes y el andamiaje político de una sociedad, son un elemento clave para el desarrollo económico. Desarrolló un sólido marco teórico que le permitió demostrar que aquellas ex colonias en las que se establecieron instituciones extractivas (como América Latina) tuvieron un peor derrotero económico que aquellas en las que se establecieron instituciones más inclusivas (como Canadá o Estados Unidos). Multipremiado, condecorado y uno de los 10 economistas más citados del mundo, es actualmente profesor en el MIT. Sumamente reservado en cuanto a su vida privada y familiar, todo lo que de él se conoce está relacionado con su labor académica y de investigación. Por su parte, James A. Robinson (64 años) es un economista y politólogo británico. Obtuvo su bachelor en Economía en la London School of Economics, su maestría en la Universidad de Warwick y el doctorado en Yale. Los temas que más le han interesado han sido los sistemas económicos comparados y el desarrollo económico con particular foco en Latinoamérica y África Sub Sahariana. En múltiples trabajos examinó las causas del subdesarrollo en estas regiones, poniendo en evidencia que el diseño de las instituciones y las leyes perpetuaban la desigualdad y la baja tasa de crecimiento del PBI. También profundizó acerca del proceso de construcción de instituciones inclusivas en países con sistemas políticos autoritarios. Sobre este último punto expuso en una conferencia magistral en marzo de 2023, en Taskent, Uzbekistán. Entre 2004 y 2015 enseñó en la Universidad de Harvard y, a partir de allí, en la de Chicago. Dirigió múltiples trabajos de investigación alrededor del mundo, en países tan diversos como Botsuana, Chile, Haití, Sierra Leona, Sudáfrica, República de Congo y Colombia (donde enseña cada verano en la Universidad de los Andes en Bogotá). Por último, Simon H. Johnson (61 años) es un economista angloamericano, que estudió la carrera de grado en la Universidad de Oxford, hizo su maestría en la de Manchester y obtuvo el Doctorado en el MIT. Su tesis (1989) fue titulada “Inflación, intermediación y actividad económica”. Allí, en la Sloan School of Management es actualmente titular de la cátedra de Entrepreneurship. Entre 2007 y 2008 fue chief economist del Fondo Monetario Internacional (bajo las presidencias de Rato y Strauss-Kahn). Trabajó particularmente la dinámica de las crisis financieras, especialmente la gran crisis de 2008. En sus trabajos planteó que, si se permite un crecimiento desmedido del sistema financiero en términos de tamaño o poder, habilitando a que sus elites incidan en el diseño regulatorio, hay muchas más chances de crisis recurrentes. Son precisamente estos eventos disruptivos los que retrasan o limitan el crecimiento económico inclusivo (desarrollo).

En 2023, junto a Acemoglu, publicaron un interesantísimo libro llamado “Poder y Progreso, la lucha de mil años sobre la tecnología y la prosperidad”, en el que, con una mirada crítica hacia la inteligencia artificial y su impacto sobre el trabajo y los salarios, abordan la relación entre la tecnología y la prosperidad humana a lo largo de la historia. El análisis abarca mil años y pone en evidencia que no siempre el avance tecnológico contribuye a una mejor calidad de vida para la población. La influencia de grupos de poder con intereses específicos moldea y, en muchos casos, controla la forma en la que el progreso y la innovación alcanza a las personas. Cuál fue la contribución teórica premiada El jurado señaló que los economistas fueron premiados por sus estudios sobre cómo se forman las instituciones y cómo afectan a la prosperidad de las naciones. Jakob Svensson, presidente del Comité del Premio de Ciencias Económicas afirmó que “reducir las enormes diferencias de ingresos entre los países es uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo. Los galardonados han demostrado la importancia de las instituciones sociales para lograrlo". Los tres premiados, según el comité, probaron que las sociedades con un Estado de derecho frágil e instituciones que tienden a la explotación de la población no generan crecimiento ni cambios que lleven una mejora”. Sin embargo, también afirman que el cambio es posible. Porqué es tan interesante este aporte Para muchos, la economía es asimilable a las finanzas (públicas o privadas). Para otros, la economía tiene que ver con las bolsas, las monedas, el dinero. Pero la Economía (entendida como la Ciencia Social que el Nobel premia) es todo eso y mucho más. Es la disciplina que explica cómo los países pueden crecer y cómo ese crecimiento puede generar mayor prosperidad para que sus habitantes vivan mejor. Y vivir mejor no es una cuestión de sesgos ideológicos. O de partidos políticos. Acá, en Etiopía o en Haití, tener un techo es mejor que no tenerlo, beber agua de red es mejor a hacerlo de un riacho contaminado, acceder a asistencia médica de calidad es mejor a esperar cuatro horas en un pasillo con cucarachas. Recibir educación es mejor a soportar escuelas cerradas cada dos semanas y viajar en un buen transporte público es mejor que caminar 30 cuadras bajo el sol. Precisamente, esta mirada amplia es la que, desde comienzos del siglo XX, llevó a los economistas a analizar los factores decisivos que explican el crecimiento y el desarrollo económico.



Max Weber proponía la relación decisiva entre religión y economía. Harrod y Domar desarrollaron un modelo en el que plasman la relevancia del ahorro doméstico y externo para posibilitar la inversión que acelera el crecimiento. Solow incorpora el progreso tecnológico y el crecimiento del capital por trabajador. Dentro de los elementos constitutivos del progreso tecnológico le asigna un papel decisivo la educación de la fuerza laboral y los avances en el conocimiento. Las teorías más recientes (Barro, Lucas, Romer) han asignado especial énfasis al papel de la formación de capital humano, o sea la acumulación de habilidades específicas y no específicas que constituyen la base de gran parte del incremento de la productividad. Douglas C. North, quien recibió junto a Fogel el Premio Nobel en 1993, fue pionero en el análisis histórico institucional, donde la evolución de las reglas y la legislación es central para el desarrollo económico. Lo interesante en el aporte de Acemoglu, Robinson y Johnson es la ampliación del análisis institucional. No son sólo las instituciones económicas las determinantes para el desarrollo, sino también las políticas. Las instituciones políticas extractivas determinan un funcionamiento de la economía que traba o dificulta el crecimiento. Por el contrario, las instituciones inclusivas fomentan el crecimiento y la prosperidad. El pasaje de un tipo de institucionalidad a otra no está exento de conflictividad. Nadie quiere perder sus privilegios. Simon Johnson también ha hecho trabajos importantísimos relacionados con la captura del poder institucional por parte de élites, completamente indiferentes a la mejora del bienestar general. En un artículo escrito en 2009, "The Quiet Coup", argumentó que la cooptación de las instituciones políticas por parte del poder financiero (“golpe silencioso”) determinó la crisis de 2008. Fue la relajación de las normativas lo que permitió la asunción de grandes riesgos de parte de las entidades financieras (con la consecuente obtención de altos retornos), dando por sentado que el gobierno o, mejor dicho, los contribuyentes, las rescataría en caso de que todo saliera mal (conocido como Bail-out) Interés particular para la Argentina A lo largo de las décadas, los argentinos recorremos, en materia económica, momentos de agonía y de éxtasis. Pero los indicadores objetivos (tasa de crecimiento de largo plazo, población bajo la línea de pobreza y tasa de inversión con respecto al PBI, entre otros) nos demuestran que, por múltiples razones, hemos estado lejos de hacer las cosas razonablemente bien. El aporte de Acemoglu, Robinson y Johnson es particularmente valioso en este momento de la Argentina, país tan afecto a personalidades fuertes e “ismos” polarizadores. Estos autores ponen un potente foco en la trascendencia de algo que, incluso en planes económicos parcialmente exitosos o temporalmente estabilizadores, fue escasamente atendido, respetado o construido en nuestro país: el adecuado funcionamiento institucional. A mediano plazo no hay juego posible sin reglas conocidas, una cancha sin declive, premios y castigos, y la justa oportunidad para que todos los que quieran y se esmeren, puedan jugar. * La autora es doctora en Economía y exdecana de la Facultad de Ciencias Económicas (UCA)
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