domingo, 8 de diciembre de 2024

JOSÉ LUIS PARDO Y ÁNGELA MERKEL


José Luis Pardo: “Las minorías discriminadas son elegidas hoy como relevo de la clase obrera”
La política identitaria es usada desde ciertos círculos intelectuales como instrumento para fogonear la energía revolucionaria, dice el filósofo español, y eso conspira contra la integración social
Diana Cohen Agrest
José Luis Pardo, filósofo
¿Qué significa el signo + del LGBTIQ+, acrónimo que reúne a las personas lesbianas, gays, bisexuales, transgénero, intersexuales y queer? El signo matemático + expresa que no hay dos sexos sino “n” géneros. Pero, además, ese signo condensa una batalla cultural que, gestada desde la Academia, el ciudadano de a pie no logra explicarse. De allí la excepcionalidad de la mirada filosófica de José Luis Pardo, quien desde el alma misma de la Academia nos ayuda no solo a esclarecer, sino a evaluar qué se juega en esta serie indefinida.
En busca de la génesis del acrónimo, el filósofo español nos invita a volver nuestra mirada hacia 1972, cuando Gilles Deleuze y Félix Guattari publicaron El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, libro en el que convertían una vieja cuestión formulada por el filósofo Spinoza en el siglo XVII (“¿Por qué los hombres luchan por su servidumbre como si lucharan por su libertad?”) en esta otra: ¿por qué la clase obrera europea –aburguesada, en términos marxistas– no tiene interés alguno en hacer la revolución y, lejos de ello, se somete al consumo de bienes de la sociedad capitalista, que los esclaviza en lugar de emanciparlos?
Los nuevos revolucionarios no ven con buenos ojos que las minorías sexuales oprimidas logren plenos derechos civiles”
Tras la caída del Muro de Berlín, la clave de la respuesta podría residir en el modo en que las políticas de emancipación basadas en la lucha de clases han sido sustituidas por una nueva militancia fundada en las llamadas “políticas de la identidad”.
José Luis Pardo estudió Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid donde hoy es catedrático.
En su despacho de la universidad, donde se desarrolla la conversación, Pardo, que ha dictado cursos y conferencias en diversas casas de estudio, señala la razón por la cual El Anti-Edipo tiene vital importancia en el tema que nos ocupa.

“Hay que recordar que el libro fue un gran éxito editorial; entiéndase: dentro del ‘éxito editorial’ que puede alcanzar un libro de filosofía. Casi inmediatamente fue traducido al inglés y al castellano, y tuvo una formidable influencia, sobre todo allí donde el psicoanálisis estaba más implantado”, dice el filósofo, autor de una veintena de libros, entre los que destacan La regla del juego. Sobre la dificultad de aprender filosofía (Premio Nacional de Ensayo en 2005) y Estudios del malestar. Políticas de la autenticidad en las sociedades contemporáneas (Premio Anagrama de Ensayo en 2016).
“Con todo –continúa–, el principal atractivo del libro consistía en que se presentaba como la filosofía política del Mayo del 68, cuyas prácticas todo el mundo había visto, pero cuya teoría no se había formulado explícitamente. En ese entonces, los teóricos de la izquierda pensaron que el fracaso de la revolución proletaria se debía a algún defecto de su ‘teoría’ y no, como es más cierto, a las funestas consecuencias de sus encarnaciones prácticas. De modo que, para una izquierda marxista que estaba perdiendo su vigencia en la sociedad del bienestar, la nueva teoría se presentó como un recambio prometedor”.
–La tesis de El Anti-Edipo es que las revoluciones inspiradas en el marxismo han fracasado porque no han tomado en cuenta que lo que Marx llamaba la infraestructura económica incluye también el deseo, y que por tanto es la organización social del deseo vigente la que debe ser transformada…
–En efecto, cuando los trabajadores asalariados dimitieron de la supuesta responsabilidad histórica de llevar a cabo la revolución y abandonaron los partidos comunistas, los teóricos solo podían explicárselo diciendo: la clase obrera ha sido “engañada” acerca de sus propios intereses. Deleuze y Guattari rechazaron esa explicación: la revolución, afirmaban, no se hace por interés económico ni por deber histórico o moral, se hace por deseo. Es decir, llamaban la atención sobre el hecho de que el deseo es el principal potencial revolucionario. Si los asalariados que, según la doctrina marxista, “deberían” desear la revolución no solo no la desean, sino que lo que deseaban era justamente la sociedad capitalista, esto ocurre, dicen Deleuze y Guattari, porque su deseo –y no su conciencia– está organizado o articulado de forma reaccionaria.
–Pero si hablamos de deseo también hablamos de sexualidad.
–Por supuesto, su sexualidad también es reaccionaria en cuanto se encuentra sometida a las exigencias del modelo heterosexual de la familia “burguesa”. Así que Deleuze y Guattari ven en toda sexualidad que difiere de la opción mayoritaria un capital político para el triunfo de esa empresa revolucionaria que hasta ahora ha fracasado estrepitosamente. Esta vez, esa empresa construirá las políticas de la identidad reivindicatoria de las minorías…
"Se ha convertido en algo normal la condena al silencio por la vía de lo que hoy se llama cancelación y otros mecanismos de censura"
–El Deleuze temprano ya sostenía que la identidad no se agota en el individuo.
–En Diferencia y repetición, publicado en 1968, Deleuze sostiene que la identidad es un producto de la diferencia, como cuando escuchamos el sonido de la lluvia compuesto del sonido de infinidad de gotas de agua distintas entre sí, como lo son la lesbiana del gay y éste del bisexual, etc. Pero así como cuando oímos el sonido de la lluvia, oímos unificadamente las gotas diferentes entre sí, cuando nos referimos a los integrantes de la lista LGBTIQ+, los agrupamos según lo que tienen en común. Y lo que tienen en común sus integrantes es que son diferentes. Y si nos acotamos a las minorías sexuales, son diferentes de quienes defienden la existencia de dos sexos biológicos.
"Cuando los asalariados adquirieron plenos derechos civiles, los teóricos revolucionarios se lanzaron a buscar sustitutos del proletariado en los jóvenes, las mujeres, los desempleados o los marginados"
–Usted dijo que lo revolucionario, para Deleuze, es el deseo. Pero como el deseo solo circula en sentido revolucionario cuando lo hace fuera de los cauces de ese modelo “burgués”, ¿qué relación guarda el LGBTIQ+ con la afirmación de Guattari de que este nuevo sujeto revolucionario es el conjunto de las “minorías sexuales” que cuestionan ese paradigma?
–Quizá “minorías sexuales” es un término excesivamente restrictivo: estaban pensando en todos aquellos cuyo deseo se sale de esos cauces en términos no estrictamente sexuales, como los yonquis o los activistas antisistema. Cuando los asalariados adquirieron plenos derechos civiles, los teóricos revolucionarios se lanzaron a buscar sustitutos del proletariado en los jóvenes, las mujeres, los desempleados o los marginados. Y recurrieron a otras minorías porque los revolucionarios tienen experiencia de lo sucedido con los proletarios cuando alcanzaron esos derechos, a saber, que dejaron de poder ser utilizados como instrumento revolucionario.
–¿Por qué razón los revolucionarios miran con desprecio y sospechan de la lucha del Estado contra las desigualdades económicas y de la política fiscal de redistribución de la renta, a las que consideran meras técnicas de cebado consumista para mantener a las masas narcotizadas, así como sospechan de los sistemas de seguridad social, que no son a sus ojos más que mecanismos de control mental de la población?
–Los marxistas no tomaron en consideración ni por un momento la posibilidad de que el hecho de que los obreros de la segunda mitad del siglo XX en las democracias liberales se estuvieran convirtiendo en burgueses (es decir, sujetos de derechos civiles) significase que, al alcanzar la mayoría de edad política, se habían liberado de su presunta responsabilidad histórica y podían pensar y obrar por sí mismos como individuos iguales y libres, sin tener que rendir cuentas a quienes custodiaban sus “intereses objetivos”. Por el contrario, pensaban que habían sido engañados. Del mismo modo, los nuevos revolucionarios no ven con buenos ojos que las minorías sexuales que se encuentren de facto políticamente oprimidas o socialmente marginadas puedan lograr plenos derechos civiles; porque, si lo hacen, pasarán a formar parte de la mayoría, al convertirse en igualmente libres que todo sujeto de derechos, y su deseo revolucionario se habrá domesticado hasta volverse reaccionario.
–Acaso creen, erróneamente, que la emancipación consiste en subsumirse en un colectivo definido por una identidad que tutelan sus dirigentes políticos, cuando en verdad se trata de alcanzar la condición de individuo libre y sujeto de derechos.
–Así es, tal como sucedió con los asalariados. Cuando las minorías discriminadas son elegidas como relevo de la clase obrera en el papel de sujeto revolucionario de la historia, no se pretende que sus miembros alcancen la condición de ciudadanos en el sentido ilustrado, porque se teme que en tal caso ya no se las pueda tutelar ni usar como combustible.
– En las postrimerías del siglo XX y aludiendo a una época que se avecinaba, Michel Foucault proclamó: “Algún día el siglo será deleuziano”. ¿Acaso estamos asistiendo a esa suerte de profecía?
–En Europa, las filosofías políticas de Deleuze, Guattari o Foucault no tuvieron ningún efecto político relevante de manera inmediata. Pero una vez publicado El Anti-Edipo, Deleuze se marcha con Guattari a California, donde son gratamente recibidos por la izquierda estadounidense. Judith Butler toma ese discurso y, con su teoría queer, lo convierte en dominante. Suele decirse que la transición desde las filosofías “francesas” del 68 a las actuales “políticas de la identidad” se debe al abuso que de esas filosofías han hecho algunas universidades norteamericanas. Pero yo no diría que ha habido “abuso” por parte de los intelectuales norteamericanos. Aunque naturalmente no se denominaba así, la “teoría queer” estaba ya en El Anti-Edipo, en su tesis de que el deseo no reconoce la diferencia entre sexo masculino y femenino, o entre homosexualidad y heterosexualidad: las identidades sexuales, alegan, son todas ellas estrategias del deseo para manar libremente fuera de las cadenas que lo esclavizan. Por eso, cada vez que una de esas minorías sexuales se integra en el consenso democrático constitucional, según Deleuze y Guattari sería necesario “inventar” otra identidad sexual disidente que aún no esté catalogada, para continuar la lucha. Ni siquiera puede decirse que Butler haya dado a esta teoría un sentido político más explícito, porque ya Deleuze y Guattari la presentaban como el núcleo de una nueva política revolucionaria.
–¿Cuál es el nuevo sujeto revolucionario que se pretende construir?
–Del mismo modo que allí donde los asalariados adquirieron plenos derechos civiles, los partidarios del marxismo se lanzaron a buscar sustitutos del “sujeto revolucionario” en los jóvenes, las mujeres, los desempleados, los marginados… Allí donde las minorías están realmente oprimidas políticamente, estas luchas son en rigor luchas por la obtención de derechos absolutamente legítimos. Lo que ocurre es que, allí donde esos derechos de las minorías están ya formalmente reconocidos, esta estrategia produce la paradoja de que en lugar de aspirar a ingresar en el espacio del derecho por aquello que tienen en común con el resto de los ciudadanos, los “minoritarios” pretenderán hacerlo por aquello que los diferencia de los demás. Algo que, por ser rigurosamente imposible, crea conflictos irresolubles que deterioran el entramado institucional del propio Estado de derecho fundado en el principio de igualdad ante la ley y producen situaciones sociales demenciales, tales como la discriminación positiva en lugar de la meritocracia. Claro que probablemente es eso lo que esa revolución deseante intenta producir.
– En calidad de filósofos, ¿se puede hacer algo más que esclarecer, como lo hizo Sócrates?
–Aunque en los países democráticos ya no se estila mucho la cicuta, sí se ha convertido en normal la condena al silencio por la vía de lo que hoy se llama cancelación y de otros mecanismos de censura encubierta. Intentar esclarecer las ideas, para empezar, aclararse uno mismo sobre lo que piensa, además de ser una tarea interminable, requiere para su ejercicio, como en tiempos de Sócrates, la plaza pública. Y eso es lo que está empezando a escasear y a ser sustituido por una miríada de placitas privadas en las que cada cual escucha solamente lo que quiere oír. Menos mal que el ejemplo de Sócrates nos recuerda que filosofar nunca fue fácil.
Jose Luis Pardo
PROLÍFICO PENSADOR
PERFIL: José Luis Pardo
José Luis Pardo (Madrid, 1954) es profesor de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Seminario de Estudios Avanzados de la Escuela Contemporánea de Humanidades.
Es considerado uno de los más importantes difusores del pensamiento de Gilles Deleuze en España, gracias a su libro Deleuze. violentar el pensamiento, así como por sus artículos y traducciones al castellano de las obras del filósofo francés.
Es autor de una veintena de libros, entre los que destacan Palabras cruzadas (con Fernando Savater), La regla del juego. Sobre la dificultad de aprender filosofía (Premio Nacional de Ensayo 2005), Esto no es música. Introducción al malestar de la cultura de masas, Nunca fue tan hermosa la basura y Estética de lo peor.
Ha sido colaborador de publicaciones periódicas como El Viejo Topo, Los Cuadernos del Norte, Revista de Occidente y el suplemento “Babelia” de El País. También ha publicado en los díarios ABC y El Mundo, y en The Objective.
Además de Deleuze, ha traducido al castellano a otros filósofos contemporáneos, entre ellos Guy Debord, Michel Serres, Emmanuel Levinas y Giorgio Agamben.
En 2016 ganó el 44 Premio Anagrama de Ensayo con Estudios del malestar. Políticas de la autenticidad en las sociedades contemporáneas.

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Ángela Merkel Aunque tuvo errores, extrañaremos su estilo modesto e incorruptible
En sus memorias, la excanciller alemana no reconoce malas decisiones, pero traza un autorretrato sincero
Melanie Amman Editora jefa adjunta del semanario alemán Der SpiegelMerkel durante la presentación de su libro de memorias en Washington, el lunes Kevin Dietsch
En la página 273 de sus memorias, Angela Merkel admite que cometió un error. La excanciller alemana, que dejó el cargo en 2021 tras 16 años en el poder, recuerda una equivocación de los primeros días de su carrera política, cuando era la líder de la oposición contra el canciller Gerhard Schröder. En un artículo de opinión publicado en The Washington Post en 2003, lo atacó por criticar la inminente invasión estadounidense de Irak: “Schröder no habla en nombre de todos los alemanes”, decía el titular.
El error que Merkel reconoce no es su apoyo a la guerra de Irak, aunque ahora piense que la invasión estuvo mal. El error no fue de juicio, sino de modales. “No estuvo bien”, escribe en su libro, “atacar frontalmente a mi propio jefe de gobierno en la esfera internacional”. Las diferencias domésticas no deben tratarse “en suelo extranjero”.
Este enfoque reservado es típico del libro de Merkel, Libertad, de 700 páginas, que salió a la venta el martes en todo el mundo. Los lectores encontrarán bastantes pasajes en los que admite errores menores o lamenta efectos secundarios triviales de grandes decisiones, que a su vez no se examinan. En lo que ahora parecen sus mayores fallos –como abrumar el sistema de bienestar con su política de refugiados o no frenar el ascenso de la extrema derecha– hay evasivas o equívocos.
Después de tres años de ausencia, Merkel vuelve a la escena mundial. Pero no está preparada para decir “lo siento”.
Merkel, considerada en su momento la mujer más poderosa del mundo, era una de las políticas más populares de Alemania. Pero su reputación ha sufrido algunos daños últimamente. Los alemanes ven cada vez más sus cuatro mandatos como una era de oportunidades perdidas y graves errores, ya que se enfrentan a una infraestructura en ruinas, con trenes y conexiones a internet lamentablemente lentos, una economía peligrosamente dependiente de China, un ejército debilitado y una sociedad dividida por los altos niveles de inmigración y el auge del populismo de derechas. La guerra de Ucrania ha dejado en muy mal lugar el relajado enfoque de Merkel hacia Rusia.
El libro –que Merkel escribió junto a quien fue su jefa de gabinete, Beate Baumann– era una oportunidad para enmendar la situación. Digamos que no lo consigue. En lugar de aclarar las cosas o explicar sus acciones, por no hablar de ofrecer nuevas ideas o argumentos, la excanciller se centra en cosas pequeñas y aparentemente irrelevantes.
Merkel se lamenta, por ejemplo, de haber comparado el escape de pequeñas dosis de radiación de los contenedores nucleares con derramar levadura en polvo para un pastel, un comentario improvisado que hizo en 1996. Sin embargo, no se arrepiente en absoluto de su apresurada decisión como canciller en 2011 de abolir la energía nuclear tras la fusión de la central japonesa de Fukushima. Fue una decisión costosa, que expuso a los alemanes a unos elevados costos energéticos que solo han aumentado desde que el país dejó de depender del petróleo y el gas rusos, otro tema sobre el que Merkel no tiene reparos.
Cuando entrevisté a Merkel hace un par de semanas en su despacho de Berlín, parecía optimista. Orgullosa de presentarnos un ejemplar de su libro y recordando cómo lo escribió en una computadora sin conexión a internet, estaba dispuesta a contar su historia con sus propias palabras. Pero no parecía importarle lo que el mundo pensara de ella.
A pesar de sentirse el chivo expiatorio de la invasión rusa de Ucrania –“No es solo un sentimiento, es la realidad”– Merkel sostuvo que su decisión de bloquear un plan de acción para la adhesión de Ucrania a la OTAN en 2008 fue la correcta. Ucrania podría haber tardado años en colarse bajo el escudo de la OTAN, tiempo en el que Vladimir Putin “sin duda habría hecho algo”, dijo. “¿Y qué habría pasado entonces? ¿Habría sido concebible una acción militar de los Estados miembros de la OTAN en 2008?”, preguntó. “Esas fueron mis consideraciones”.
Como política, Merkel era una administradora con tendencia a perderse en los detalles, no una visionaria ni una reformista. Como escritora, se mantiene fiel a ese estilo. A mitad del libro, por ejemplo, ilustra los deberes de una canciller presentando un registro de las principales instituciones con las que tuvo que reunirse “de la forma más sencilla posible: alfabéticamente”. La lista abarca desde la Fundación Alexander von Humboldt hasta la asociación alemana de horticultura. No es precisamente apasionante.
Pero a pesar de que las 400 páginas sobre su mandato resultan a menudo aburridas, el libro tiene realmente algo que ofrecer: un sincero autorretrato de quien durante décadas ha parecido imposiblemente reservada. Aprendemos cómo los padres de Merkel, un pastor y un ama de casa, la protegieron de la dictadura socialista en Alemania Oriental y evitaron que sus tres hijos se convirtieran en “amargados y hastiados”. Y cómo, siendo una joven y brillante científica, la profunda frustración de Merkel por sostener el ruinoso sistema de Alemania Oriental con sus investigaciones contribuyó a que su primer matrimonio se viniera abajo.
También hay pasajes extrañamente divertidos, en los que describe cómo un estilista personal por fin “consiguió peinarme” y cómo le gustaba tanto un plato de cerdo ahumado con col rizada que se lo imponía a los invitados a la cancillería “una y otra vez”. Las mujeres pueden encontrar inspirador el relato de sus luchas de poder y tristemente familiares los numerosos incidentes de microagresión o humillación por parte de Helmut Kohl, Putin y sus competidores masculinos en el Partido Demócrata Cristiano. Hay momentos en los que, según Merkel, “se tragaba” su rabia, luchaba contra el impulso de “echarse a llorar” o se decía desesperadamente a sí misma que “mantuviera la calma”.
Finalmente, superó a sus oponentes con paciencia y astucia, pero nunca con ataques personales o intrigas. Aunque muchos alemanes, especialmente periodistas, se exasperaban por sus discursos insulsos y su alergia a los mensajes motivadores, estas debilidades distan ahora de ser las peores. De hecho, la reticencia que caracteriza el libro –la negativa a señalar con el dedo o a ajustar cuentas– es ejemplar de la forma en que Merkel se condujo en política. Era una líder tranquila y eficaz, poco dada a la ira o la agresividad.
El momento para el libro no podría ser mejor. Con la vuelta al poder de Donald Trump a Estados Unidos, a quien Merkel califica simplemente de “desafío para el mundo”, su estilo modesto e incorruptible será una gran pérdida. Y con el gobierno alemán colapsado y sus antiguos socios de coalición enfrentados, la opinión pública podría perdonar los fallos de su antigua líder, quien solo necesita una palabra para resumir la situación actual: “¡Hombres!”.
Merkel, después de todo, era quien no se levantaba de la mesa de negociaciones hasta que se había forjado un acuerdo, quien se abrió camino con calma a través de las numerosas crisis de su gestión, sin prometer nunca soluciones fáciles a problemas complejos. Sin duda cometió errores. Sin embargo, durante más de una década y media, proyectó estabilidad y autoridad, como modelo de una forma de liderazgo político que prácticamente ha desaparecido. No solo los alemanes la echarán de menos

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