domingo, 28 de abril de 2024

EL LUGAR DONDE LA VIDA Y LA MUERTE ES MUY FINO


“SE ESTÁN MURIENDO”
VIVEN EN LA CALLE, CONSUMEN DROGAS DESDE NIÑOS Y YA DEJARON DE PEDIR AYUDA

Texto de María Ayuso | Fotos: Santiago Filipuzzi
Micky (26) acaba de volver de cartonear y hace un alto para merendar. Está en la zona de la villa 31 que se conoce como “el fondo”. Es el límite norte del barrio, justo detrás de la Televisión Pública, la Facultad de Derecho de la UBA y el afrancesado Barrio Parque. Se entra por la Calle 15, que termina en Salguero. Ahí, a pocas cuadras del Paseo Alcorta, en un predio del Ferrocarril Belgrano Cargas, se depositan los contenedores del puerto. Ese fue el lugar que se apropiaron, hace más de una década, los chicos que consumen paco. “El otro día vi a un pendejito de 9 años pidiendo fuego para fumar lo que fumamos nosotros. No sabía si reirme o llorar. Lo saqué matando”, dice Micky, que tenía 12 cuando arrancó con el consumo y lo golpea ver a niños en esa situación. -¿Qué consumen?
-Acá todo el mundo fuma paco, crack, y están recolgados. No vas a ver un pibe retirado, perdido que esté fumando marihuana. ¿Entendés? La marihuana no digo que sea sana, obviamente que todo en exceso hace daño. Pero el paco es distinto…. El paco es un vicio muy fuerte, difícil de dejar. -¿Y tu infancia cómo fue?
-Viví una banda de cosas. Habré visto, mínimo, siete u ocho homicidios. Yo empecé a tomar merca porque si fumaba porro, mamá sentía el olor y me cagaba a palos.
Un joven se higieniza frente a El Comedor del Fondo, en la Villa 31 de Retiro, mientras otros desayunan. Muchas de las personas que concurren al lugar sobreviven del cartoneo y llegan desde distintos puntos del conurbano
En el caso de Yohanna Ayala, ella llegó a la 31 en tren, como otras chicas y chicos del conurbano bonaerense. Con el cuerpo suspendido entre el racimo humano que se forma a la hora pico, solo deseaba que todo dejara de ser presente y se volviese recuerdo. Tenía 14 años, había dejado la escuela en 7° grado y fumaba pasta base. “Empecé a consumir y me escapé de mi casa de Ingeniero Maschwitz porque no me gustaban las cosas que le hacía mi mamá a mis hermanos”, cuenta. Con “cosas” se refiere a las infinitas formas que toma la violencia. El paco era la anestesia frente a eso que todavía hoy le cuesta poner en palabras. “Llegué acá y me quedé a dormir ahí, en los contenedores”, sigue, señalando con la cabeza el lugar exacto a donde fue a parar de adolescente. De aquellos primeros años, Yohanna recuerda que había chicos que la policía “encerraba en los contenedores” como una forma de castigo por habitar la zona, y quedaban atrapados allí durante días: “Era refeo. Varios murieron”, asegura. No sólo en esas circunstancias, sino también por el colapso de años de fumar pasta base, vivir en la indigencia y atravesar enfermedades sin atención, desde VIH hasta tuberculosis. El predio de los contenedores ahora está rodeado de muros altos y alambre de púa, pero hasta hace unos años “los pibes del fondo” vivían entre esos coloridos rectángulos de acero (y a veces dentro) que se ven desde la autopista Illia. Hoy, su realidad no es muy distinta. Cuando el perímetro se cerró, instalaron sus “ranchadas” del lado de afuera, contra el paredón. En casillas improvisadas con nylon, chapa y maderas vive casi medio centenar de jóvenes y adultos atravesados por la situación de calle y el consumo de pasta base. Para ellos, el límite entre la vida y la muerte es muy finito. “De hecho, se han muerto muchos pibes. Muchos. Y se nos siguen muriendo”, resume Javier Luzuriaga, un docente que en 2013 fundó, junto a un grupo de vecinas de la villa 31, “El comedor del fondo”. Lo instalaron pegado a las ranchadas. Con la excusa de llevarles un plato de comida caliente, generaron para muchos jóvenes lo más parecido a un hogar.
Sika (35), quien suele frecuentar el comedor, abraza a sus dos hijas de 13 y 11 años. Un grupo almuerza medallones de pollo con ensalada. Sika conversa con Cristian (29), otro habitué del lugar. Vicente “Tarta” (49), quien durante años rancheo en los contenedores, abraza a Mirna Calonga, vecina del barrio y operadora del comedor.


Lejos de ser una realidad exclusiva de la 31, “el fondo” desnuda una problemática más grande: la dificultad que tienen quienes viven en la calle y consumen drogas para acceder a un tratamiento y sostenerlo, no sólo porque muchos lugares están colapsados, sino porque son muy pocos los centros que están dentro de los barrios y se adaptan a las características de un grupo tan vulnerable. Además, la ausencia de redes y el haber pasado gran parte de sus vidas atravesados por las adicciones, hacen que vislumbrar una salida sea especialmente desafiante. El último Relevamiento Nacional de Personas en Situación de Calle (Renacalle), hecho el año pasado en la ciudad de Buenos Aires y otras 10 localidades del país, identificó 9440 personas (de ellas, 1104 tenían menos de 18 años) durmiendo en veredas, debajo de puentes y en cajeros de bancos. Más de la mitad (el 54%) admitió tener un consumo problemático, mientras que el 55% negó recibir ayuda para abordarlo. Cuando se les consultó por las causas, el 59,4% respondió “porque no la pedí” y el 17% dijo no saber dónde hacerlo. Además, el 45% sostuvo que esa problemática se agudizó desde que está en la calle. La mayoría de “los pibes del fondo” arrancó a consumir en la niñez o adolescencia, tras haber pasado por abandonos y vulneraciones de todo tipo. De adultos, coinciden en que salir de las drogas tiene sabor a imposible. ¿Qué le hace el paco a un pibe? “Te mata. Hasta llegás a lastimarte a vos mismo. Cuando yo no tengo plata y me dan ganas de consumir esa porquería, pienso en ahorcarme”, responde Fernando (29), que tenía apenas 11 cuando probó por primera vez y empezó a andar por la zona de los contenedores. Hoy, es uno de los que frecuentan “El comedor del fondo”. “Trabajamos con los más rotos entre los rotos. Básicamente, para que los chicos que acompañamos no se mueran y para que, durante el tiempo que están con nosotros, no consuman: ese es el único momento del día en que recuperan su humanidad. Son pibes que desde edades muy tempranas viven en la calle, con sus redes de contención completamente rotas y estructuras psíquicas muy complejas. Esa es nuestra expertise”, dice Javier.
El mural frente al cual estuvo la primera sede del comedor, a pocos metros de donde se encuentra actualmente, y en el que aún se lee una frase del grupo Calle 13. Dos hombres le dan de comer a unas palomas. A sus espaldas, están las ranchadas de los jóvenes que se instalaron junto al paredón que rodea los contenedores.


Del poxiran a la cocaína
Consultados  referentes de barrios populares y organismos del Estado, desde la Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas de la Nación (Sedronar) hasta funcionarios de la provincia de Buenos Aires y la Ciudad, reconocen que la problemática de las adicciones y la situación de calle crece a la par de una baja en la edad de consumo ( cada vez se ven más niños a partir de los 10 años) y al calor de las crisis socioeconómicas. “Todos los adultos que atendemos y que tienen situaciones crónicas de consumo, empezaron entre los 15 y los 16 años, momento en que dejaron la escuela. Cuando un niño, adolescente o jóven consume es porque hubo una situación traumática de base, que puede ser lo más amplia que te puedas imaginar: abandonos, vulneraciones, omisiones”, reflexiona Jésica Suárez, directora general de Políticas Sociales en Adicciones de CABA. “Son generaciones en las que muchas veces sus padres o referentes adultos están en la misma situación”. El paisaje de “el fondo” tiene la forma de la desolación. En las ranchadas que bordean el predio de los contenedores, grupos de hombres y mujeres, la mayoría de entre 20 y 30 años (hay de más y de menos), comparten “su mambo”. Con la mirada deshabitada, encienden las pipas hechas con tubitos de aluminio y en las que fuman el paco mezclado con filamentos de hierro que sacan de las esponjas de metal; otros, las fogatas donde preparan algo para cenar. Por momentos, ráfagas de olor a basura arremeten como el incienso de la desidia. A pocos metros, está el chatarrero que les compra los materiales reciclables a quienes viven del cartoneo. Fernando, cuenta: “Cuando tenía 10 años me escapaba del colegio. Me perdí porque había mucha maldad en la casa de mi vieja. Maltrato. Mi padrastro la trataba mal a ella y me ponía mal. A los 12, hasta llegué a agarrar un fierro y lastimarlo. Nunca conocí a mi papá: solo por foto”. Sobre su adicción, detalla: “Empecé con un porro, después con poxiran, pastillas y cocaína, hasta llegar a fumar pasta base”. -¿Cómo estás hoy con el consumo?
-Te digo la verdad, lo estoy dejando de a poco. No consumo como antes, digamos. Yo tenía plata, más o menos 30 lucas, iba y me compraba las 30 bolsitas, así de una. Ahora no, ahora puedo ahorrar. -¿Y qué rol jugó el comedor en ese proceso?
-Me ayudaron a hacer un tratamiento. Este espacio me hace despejar de una banda de cosas: de la adicción, del mal momento en que estoy. Se me va la mala onda, se me va el maldito. -¿Qué te pasa cuando ves hoy a niños en situación de consumo?
-Me pone mal, me dan ganas de llorar. -¿Hay muchos pibes con esa problemática?
-Sí, a partir de 10 años para arriba. Eso me duele. Más las mujeres. Ojalá que si a esta nota la ven los pibes, entiendan que el consumo no es para nadie. Para nadie.
La lógica de la supervivencia
Según los especialistas, hay dos claves para aumentar las chances de que alguien que vive en la calle y esté sumergido en las drogas pueda proyectar un cambio: que los centros de atención estén dentro de los barrios populares y que tengan la flexibilidad para adaptarse a las características de este grupo. En el país hay espacios terapéuticos para las adicciones de gestión estatal y conveniados con organizaciones sociales, pero la mayoría está colapsada y funcionan fuera de los barrios. Desde la Sedronar explican que cuentan con 139 dispositivos comunitarios en las 24 provincias y 519 casas de atención en barrios populares. El Gobierno porteño detalla que suman cinco casas comunitarias y 20 centros barriales. Y la provincia de Buenos Aires enumera 178 espacios, entre los ambulatorios y los hospitales generales que disponen de internación. Más allá del acceso a un tratamiento, el gran desafío para las personas en situación de calle es sostenerlo. “Es una población que consume desde hace mucho tiempo o que está en la calle desde que nació. Es muy difícil desarmar eso y el imaginario que se forma en su mente de que ellos no valen, sobre todo cuando ese mensaje se les refuerza desde los medios, la sociedad y los discursos políticos”, sostiene Nicolás Silva, integrante de Red Puentes, una de las organizaciones que participaron del Renacalle. Sobre la dificultad que tienen de pedir ayuda, Silva asegura: “El consumo es algo que cuesta poner en palabras y problematizar, más estando en situación de calle, donde la adicción aparece como un atenuante frente a todo lo que tienen que atravesar. Quien vive en la calle sufre hambre, frío, sueño, violencia. Y una dosis de pasta base te quita todo eso. Entran en una lógica de supervivencia: el consumo es algo que los ayuda a sobrevivir. Da un alivio momentáneo e instantáneo que es difícil lograr a largo plazo. Para encontrar una salida hay que pensar en términos de procesos que llevan tiempo, y para estos pibes y pibas eso es muy difícil”. ¿Cuáles son los riesgos a los que están expuestos? Casilda “Caty” Medina, vecina de la villa 31 y coordinadora de “El comedor del fondo”, responde: “Todos. Ahora, por ejemplo, con Javier vamos a ir a buscar a una chica que es conocida nuestra desde que empezamos. Anduvo muy bien un tiempo, pero nunca estuvo tan mal como ahora. Hace poquito se enteró que está enferma y tenemos que ir a buscarla para mostrarle que estamos y para encontrar la manera de que ella no se deje morir, que vuelva a tomar la medicación”. Además de enfermedades, las problemáticas cotidianas para esta población son incontables: “Accidentes de la vida cotidiana, peleas, una lastimadura o cualquier cosa que termina muy mal. Se dejan estar, en las guardias no saben cómo contenerlos y una infección puede terminar en que le amputen una pierna o un brazo, eso nos ha pasado. Es muy triste”, enumera Javier.
Mirna prepara la ensalada para ese mediodía mientras conversa con Javier Luzuriaga, cofundador del comedor. Vicente “Tarta” y Javier recorren el paredón que rodea el fondo de la Villa 31. Del otro lado, a corta distancia, están Barrio Parque, la Televisión Pública y la Facultad de Derecho de la UBA.

“¿Mami, algún día te vas a curar?”
En una de las ranchadas que están frente a “El comedor del fondo”, Adriana, Robert y “Piedrita”, tres jóvenes de entre 20 y 30 años, cocinan unos menudos sobre una fogata. Contra el paredón de los contenedores, levantaron un refugio que parece sostenerse como por arte de magia. Sentada sobre un colchón destripado, Adri “jura” que no se acuerda cómo llegó a vivir ahí: “Acá nos sentimos más en familia que con nuestra propia familia. Por eso, aunque nos vayamos, siempre volvemos”. Y sigue: “Yo tengo hijos y los visito. Les digo la verdad: quiero cambiar, pero me cuesta. Soy la mamá que puedo ser. Mi hija ya está grande, tiene 9 años y sabe que estoy enferma. Siempre me dice: '¿Mami, algún día te vas a curar, no?'. Yo hablo con ella. No le miento, como para no ilusionarla: que no me espere o que piense 'mi mamá me abandonó'. Sabe que tengo un problema”. -¿De dónde vienen todas estas personas que ranchean acá?
-De todos lados. Hay una chica que es de Tucumán, pero también vienen de otras villas y barrios. Cuando nos levantamos, vamos al comedor a desayunar y bañarnos. Pasamos el día ahí, a la noche siempre nos dan algo para cenar, comemos todos juntos y después… Bueno, después ustedes ya saben. Vivimos así. Sobre cómo es pasar la vida en consumo, Ruth Vera, operadora territorial del comedor, reflexiona: “Hay como tres etapas. Una en la cual los pibes ya tuvieron su gira, descansaron, están relajados y es ahí cuando vienen a comer, te cuentan sus cosas, se bañan, se ponen ropa linda y se quedan en el comedor hasta la tarde. Ahí nosotros disfrutamos de ellos… Porque son ellos. La segunda etapa es cuando les dan ganas de consumir, cuando aparece la abstinencia y no tienen plata: se ponen agresivos, impulsivos, imperantes. Y la última, cuando consiguen la plata y llega la noche. Es cuando, a las sombras, comparten en el grupo su mismo sentir: su mambo”. En ese contexto, el comedor es un ancla en la tempestad: “Todos los que llegaron un día acá y nos faltaron el respeto, nos agredieron o nos bardearon, volvieron a tener otra oportunidad una y otra vez. Ellos lo saben. Nos hemos dado cuenta de que es el único lugar donde pueden volver una y mil veces sin que se les cierre la puerta”.
“Acá recuperan su humanidad”
A los “pibes del fondo” se los conoce así no sólo porque viven en ese sector de la villa 31, sino porque quedaron al fondo de las miradas y las oportunidades. Podrían ser los pibes de cualquier ciudad de la Argentina atravesados por las mismas problemáticas. Es una población que crece en todos los centros urbanos del país. Julieta Calmels, subsecretaria de Salud Mental, Consumos Problemáticos y Violencias de la provincia de Buenos Aires, explica que en ese territorio “la tercera causa de internación es por consumos problemáticos”. Y detalla: “La población en situación de calle es la que tiene más extremadamente vulnerados los derechos esenciales y tiene una proporción de consumo más elevada que otras por lo que implica sobrellevar esa realidad y todo a lo que están expuestos. Pero también hay un grupo que atraviesa de manera más primaria situaciones de consumo y de salud mental graves que hacen que pierdan el trabajo, las redes y que terminen en la calle como consecuencia”. Hoy, si bien Yohanna no dejó “del todo” el consumo, dice que está “mucho mejor”. Alquila una pieza y busca seguir recuperándose para vincularse con sus tres hijos. En cuanto a Micky, él también alquila, trabaja con el carro y sueña con poder vivir algún día de la música. La primera vez que vieron a Javier Luzuriaga, Caty y el resto de las vecinas que se acercaron a los contenedores cargando una olla de comida, ambos se sorprendieron. En aquella época, los vecinos de la villa no transitaban el área: la consideraban tierra de nadie. “Estábamos reagradecidos porque consumíamos y no comíamos, estábamos seis o siete días sin dormir. Ellos venían y nos daban un plato de comida”, cuenta Yohanna. Sobre esos primeros años, Javier recuerda: “A medida que pasábamos más tiempo con los pibes, eso era inversamente proporcional al consumo: si estaban con nosotros, no consumían. Ahí empezamos a descubrir su humanidad. Muchas veces, el paco los tiene como a un zombi: un pibe en pleno consumo no registra, está sucio. Eso te hace tomar distancia”. Y concluye: “Pero cuando vos empezás a hablar, hay una historia, una familia, una herida, un sufrimiento fuerte y desde muy chico. Tenés que quedarte, escucharlos, estar, que básicamente es a lo que nos dedicamos”.
Cómo colaborar:
●“El comedor del fondo”: Para colaborar con el comedor se puede donar alimentos, ropa, productos de limpieza e higiene personal o dinero (el alias de MercadoPago es elcomedordelfondo).
También necesitan voluntarios. En el caso de las empresas, se proponen proyectos conjuntos e iniciativas de voluntariado corporativo. Para más información, se puede escribir a elcomedordelfondo@gmail.com; ingresar a su web, Facebook o Instagram; o comunicarse por WhatsApp a los teléfonos 362 527 5444 (Javier) o 11 3644 3824 (Sofía).

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/INDECQUETRABAJA

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