miércoles, 5 de junio de 2024

PENSADOR Y LA ARGENTINA


Unamuno y el anhelo de inmortalidad
Alejandro Poli Gonzalvo

Miguel de Unamuno (18641936) fue un pensador vasco y el miembro más destacado de la Generación del 98, que toma su nombre del desastre militar de España de ese año, en el que perdió sus últimas colonias. Cuando Unamuno inicia su labor intelectual, encuentra el predominio del positivismo, con una concepción racionalista y cientificista que combatirá. José Ferrater Mora resume su obra como una cruzada contra el hombre abstracto, “contra el hombre tal como ha sido concebido por los filósofos en la medida en que hacían filosofía en vez de vivirla”. Pero ese hombre se encuentra en la vida con la realidad de la muerte y será la meditación sobre la muerte y la inmortalidad la preocupación fundamental de Unamuno. Escribió Ortega al saber de su fallecimiento: “Ya está Unamuno con la muerte, su perenne amiga-enemiga. Toda su vida, toda su filosofía han sido, como las de Spinoza, una meditatio mortis”. Para Unamuno, la inmortalidad del hombre es la gran cuestión. Ante esta evidencia, ¿es posible meditar sobre cuál sería el verdadero sentido de la inmortalidad?
Tememos a la muerte, ¿por qué?, ¿qué cosas nos gustaría seguir haciendo?, ¿por cuánto tiempo?, ¿en qué condición biológica o etaria? Si alguien todopoderoso nos ofreciera ser niños para siempre, ¿lo aceptaríamos?, ¿o nos parecería un empobrecimiento de nuestra realidad personal, una terrible pérdida de nuestras experiencias de seres adultos, computando la privación del amor en primer plano? ¿Aceptaríamos vivir por siempre a la edad de 80 años, o según una fotografía estática de nuestra biografía, cualquiera sea la edad elegida? Y si pudiéramos optar, y nuestra preferencia fuera seguir envejeciendo, ¿hasta qué edad desearíamos hacerlo?
Muchos de nosotros nos hemos planteado, al menos alguna vez, qué hubiera sido de nuestra vida de haber tomado alguna decisión capital en un sentido diferente. ¿Qué sucedería si tuviéramos a nuestra disposición más de un pasado y se nos concediera la oportunidad de volver a empezar? Personalmente, es más sencillo imaginar qué vidas hipotéticas pudimos haber elegido, por contraposición a nuestra petrificada identidad presente. Ante estos juegos de imaginación, Unamuno hubiera sido contundente: “No quiero morirme, no, no quiero ni quiero quererlo”, dispara en Del sentimiento trágico de la vida (1912). ¿Qué hubiera respondido acerca de una figura concreta de inmortalidad? No lo sabemos. Sí sabemos que clamaba por la inmortalidad del hombre de carne y hueso.
Para Unamuno, el fundamento de la creencia en la inmortalidad no se encuentra en ninguna doctrina: se encuentra en la esperanza. Una esperanza que le dé la razón, nos dice, a Obermann: “Hagamos que la nada, si es que nos está reservada, sea una injusticia”. Sin embargo, nos atrevemos a discrepar con don Miguel: por encima de la esperanza hay una cuestión que nos lleva a apostar por la inmortalidad. Esta apuesta pascaliana es el deseo de continuar viviendo junto a la persona amada. Frente a la realidad oculta de la muerte se yergue la realidad posible del amor. La muerte es un misterio absoluto y, por tanto, no es un misterio real, sino imaginario. Aun cuando hemos visto morir a muchos seres queridos, la muerte no es tangible. El amor, por el contrario, es un misterio presente en esta tierra. El amor crea mundos y por esa, su sin igual potencia, es imitación y semejanza de la realidad divina. El amor es el milagro de permanencia que pone en jaque nuestra finitud personal. La inmortalidad puede ser presentada como el único camino para continuar viviendo junto a la persona amada. Sin la presencia sublime de la persona amada, aun la inmortalidad pierde su encanto de realidad en perfecta plenitud. El amor es nuestra máxima riqueza personal y representa el anhelo más propio de la existencia humana. Unos versos de Unamuno lo atestiguan: “Ella vivía al día y me esperaba, y esperándome sigue en otra esfera, la muerte es otra espera”


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Las cuentas pendientes de un país inconcluso
La argentina. Entre los problemas irresueltos que urge solucionar se cuentan un déficit fiscal crónico desde hace siete décadas, anomia recaudatoria y el consiguiente proceso inflacionario comenzado en la segunda posguerra 

Jorge Ossona Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos

La Argentina exhibe problemas irresueltos desde su confección nacional. Enumeremos solo algunos: un déficit fiscal crónico desde hace por lo menos 7 décadas, anomia recaudatoria y el consiguiente proceso inflacionario comenzado en la segunda posguerra. Nuestros constitucional is tasas piraron a una carta magna realista que asumiera la herencia histórica –por caso, el federalismo–, aunque con el designio de generar una república contraria al despotismo posemancipatorio. Sin embargo, desde la democratización de masas, se impusieron el caudillismo presidencialista de vocación hegemónica y la deslegitimación facciosa. Conjugaremos esta selección con cinco hitos históricos cuyos aprendizajes cedieron a la reedición de estos yerros.
Empecemos por la unificación definitiva del país tras la batalla de Pavón en 1861. Su vencedor, el gobernador porteño Bartolomé Mitre, convertido poco después en presidente, se propuso la ambiciosa meta de incluir a todo lo que quedaba del muñón virreinal. En su provincia, sus opositores lo juzgaban inconveniente dados los enormes costos fiscales de reunir bajo el mismo techo al estancado noroeste junto con las ascendentes provincias litoraleñas. Probablemente haya colegido que la riqueza pampeana habría de seguir atrayendo, como lo confirmaría 7 años más tarde el primer censo nacional, a inmigrantes provincianos. Estos presionarían la eventual fronteragenerando una conflictividad recurrente y requiriendo multitudinarios efectivos militar esa sustraer de la producción. La densa burocracia nacional y las obras de integración para morigerar la heterogeneidad entre el Litoral y el interior fueron consideradas preferibles al conflicto fronterizo crónico con ese otro país librado a la buena de Dios.
Pero dicha desigualdad habría de generar una puja regional por el reparto de los ingresos aduaneros; principal fuente de recursos públicos. A 20 años de la victoria del centralismo porteño el poder federal cambió de manos en favor de un elenco de hábiles políticos reclutados en el noroeste y Cuyo. La renuencia porteña a cederle a la Nación su aduana habilitó su derrota militar, que concluyó con la humillante decapitación de la PBA en 1881. La determinación del tándem de los presidentes Avellaneda y Roca –ambos tucumanos– coincidió con otra resolución: la del dominio de los malones en la zona chaqueña y patagónica. De modo que en solo tres años el Estado argentino pudo contar con capital propia, fronteras precisas y recursos fiscales a discreción.
Roca inauguró su gestión de 1880 bajo la consigna de “paz y administración”, que dejaba atrás las largas guerras civiles lanzando una potente señal a inversores e inmigrantes para resolver nuestro vacío demográfico, diversificar nuestra producción alimentaria demandada por Europa y reducir los costos logísticos. Su éxito fue tan asombroso como la develación de los onerosos costos administrativos y de infraestructura interregional. Aunque también, de las asechanzas por el desmanejo financiero, el endeudamiento excesivo, diversas especulaciones y las tentaciones de una venalidad política proporcional al crecimiento.
Diez años después, el desajuste de nuestras cuentas públicas generó nuestro primer default. La crisis se extendió a la política, motivando un intento “revolucionario” y la renuncia del presidente Juárez Celman a su cargo. Su heredero, el vicepresidente Carlos Pellegrini, formuló un diagnóstico draconiano: dados el tamaño del Estado federal y sus perentorias necesidades, era menester un riguroso equilibrio macroeconómico mediante un peso fuerte soldado en el patrón oro. Y que, de reeditarse en el corto plazo otro colapso como el de 1890, el experimento argentino naufragaría por la interrupción de los últimos remanentes inmigratorios y flujos de capital. De ocurrir en un plazo más diferido auguraba, proféticamente, el retorno del fantasma anárquico. Las enseñanzas de sus reformas institucionales duraron, así, poco más de medio siglo. Luego fueron progresivamente olvidadas.
Aquella crisis despertó otras inquietudes: la de modernizar nuestras prácticas políticas a tono con los éxitos de nuestra educación pública. Veintidós años después, eso se plasmó en la legislación electoral que lleva el nombre de su inspirador: el presidente Roque Sáenz Peña. Se fundaba en la premisa de que el nivel de alfabetización, merced a los logros de nuestro sistema educativo, requería soldar la nacionalización de los hijos de los inmigrantes interesándolos en las grandes “cuestiones nacionales”. Una ciudadanía madura habría de canalizar sus opiniones en partidos que se alternarían en el ejercicio del poder reforzando los contrapesos republicanos. Fue un exceso de confianza respecto de otra realidad emergente aquí y en el resto del mundo de la posguerra: la irrupción de masas imprevisibles y manipulables sin perjuicio de su formación académica.
La democracia argentina habría de cobrar, poco después, contornos ejecutivistas y plebiscitarios propios de los caudillajes anteriores a la Organización Nacional. Las elites sustituyeron el consenso por las vocaciones hegemónicas de los oficialismos y la contrapartida destituyente de sus oposiciones. En 1930 triunfó la primera de las 5 “revoluciones” que habrían de sucederse a lo largo del siglo XX confirmando otro trastorno de nuestra confección: la impugnación mutua de legitimidad y el valor relativo del voto y aun de la república. El cálculo de Sáenz Peña había confiado demasiado en el positivismo racionalista decimonónico.
Simultáneamente, la economía mundial le asestaba un impacto indeleble a nuestro exitoso crecimiento que había abastecido a Europa de alimentos durante los 40 años anteriores. Cundió la quiebra de colonos y chacareros de las pampas, y una masa multitudinaria emigró desde las campañas de las provincias litoraleñas hacia sus grandes centros urbanos: Córdoba, Rosario y Buenos Aires. La reducción de dos terceras partes de nuestras exportaciones obligaba a restringir a las importaciones solo a nuestros clientes: era la regla del bilateralismo abandonado el patrón oro por Gran Bretaña, y con él, el multilateralismo comercial.
Textiles y construcciones lograron absorber a la mayoría de los expulsados generando en la elite neoconservadora –por siempre simpatizante de la industrialización– la idea de haber encontrado una fórmula de resolución de nuestro descalce con el mundo. Pero hacia 1940 el ministro Federico Pinedo formuló otra severa advertencia sobre el porvenir de la ecuación: sin escalas –éramos apenas 12 millones– ni materias primas críticas, un desarrollo industrial ingenuo podría agravar los riesgos pronosticados por Pellegrini. Era necesaria una reflexión más imaginativa de nuestra inserción en el mundo luego de la Segunda Guerra. Pero la primacía de la política facciosa eclipsó la admonición. Diez años más tarde, la inflación fue corroyendo no solo el equilibrio económico: también los fundamentos socioculturales de nuestro desarrollo nacional.
Cinco fechas y tres lecciones mal aprendidas: un federalismo fallido, una democracia enferma de faccionalismo, déficit fiscal e inflación endémicos. Podríamos sumarles unas cuantas más de hitos menos taxativos: macrocefalismo metropolitano, retroceso educativo e informalización económica y laboral responsable de un empobrecimiento social en ascenso desde hace 50 años. La Argentina requiere de un acuerdo básico sobre su conclusión. En su defecto, proseguirá esta descomposición que desconcierta al mundo.
Una realidad emergente aquí y en el resto del mundo de la posguerra: la irrupción de masas imprevisibles y manipulables, sin perjuicio de su formación

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