Orgías de sexo y violencia del hombrecito gris
CARLOS M. REYMUNDO ROBERTS
En estas horas de perplejidad, indignación y vergüenza, todos probablemente se estén preguntando: ¿es el fin del peronismo? Quiero llevar certidumbre al pueblo argentino: no; definitivamente, no. En algún hogar del país, en algún rincón de esta bendita tierra crece y hace sus primeras travesuras un niñito que ya es peronista y al que el azaroso destino cubrirá un día de votos. O una niña con rodete Evita y aires de supremacía. En una de las tantas familias Fernández puede esconderse la sorpresa, y a no dejarse llevar por señales equívocas: tampoco Alberto se veía en las grandes ligas. Hay peronismo de sobra. Que suene la música, maestro.
¿Existe defensa posible para el profesor Alberto? Calculo que sus abogados sostendrán la siguiente línea argumental: es la dramática historia de un “hombre común” –certera definición de sí mismo– al que una conjura demoníaca pone frente a responsabilidades para las que no había sido diseñado; probablemente adjunten el detalle de las advertencias con que salió de fábrica. La desproporción entre instrumento y objetivos provocó fatiga de material. “El último Alberto –dirán los bogas– es fruto de las fantasías de un tipo vulgar convertidas en realidad cuando lo hacen presidente: poder, dinero, mujeres, impunidad”. Suena convincente. Me creo eso: el culpable no es él, sino Cristina. Cristina es la madre de la criatura. Parió un monstruito. Del mismo vientre salieron Aníbal candidato a gobernador de Buenos Aires, Boudou vicepresidente, Kichi ministro de Economía, Massita salvador de la patria. Para compensar tantos fallidos, ahí está Máximo.
Seguramente Alberto dará su propia explicación. “Fueron tiempos muy difíciles. Me tocó la pandemia, la guerra en Ucrania, la sequía…”.
Perdón: lo de “monstruito”, dicho con ánimo de caracterizar al personaje. Es el tono lo que le confiere carácter a un término tan versátil: “Che, impresionante cómo Alberto le hizo subir la temperatura a Tamara Pettinato en el sillón de Rivadavia. ¡Qué monstruo!” “¿Viste las fotos de Fabiola? Alberto la cagaba a palos: un auténtico monstruo”. Nadie más versátil que el profesor: podía someter a su mujer, dejarle en la cara la firma de sus puños, y también podía ser un dulce de leche con la pintora mendocina, con una docente a la que supo frecuentar en José C. Paz, con señoras y señoritas que quizás pronto conoceremos en nuevos videos. Un hombre común: se escapaba solo de Olivos manejando su auto para visitar amigas. Monstruo, monstruito, monstruoso.
Cuando Fabiola le dice en un whatsapp que ya iban tres días seguidos golpeándola, él contesta: “Me cuesta respirar. Por favor, pará”. Digamos: al “pará de pegarme” reacciona con “pará de recriminarme”. Un médico ahí, por favor. Y diez patrulleros.
¿La vida privada de los funcionarios explica sus peripecias públicas? Alberto tomaba, las series y Twitter no lo dejaban irse a dormir antes de las 4 o 5 de la mañana, a la Casa Rosada solía llegar tarde y con ojeras, la agenda del corazón fue colonizando sus días y sus noches. Sin embargo, se dio tiempo para las tareas inherentes al cargo: era broker de seguros, anunciador de planes fulminantes contra la inflación, lector de las cartas incendiarias que le mandaba Cristina, visitante de emisoras de radio, robador de selfies con celebridades en foros internacionales, piropeador de Putin, figura estelar en las fiestas de Fabiola, diligente espectador de los desórdenes del gobierno. El Alberto público era igualito al privado.
Las fotos del escándalo, dijo ayer Cris, delatan “aspectos sórdidos”. Cuánta razón. Cómo no pensar también en las fotos y videos de La Rosadita, de Josecito López en el convento, de los cuadernos de Centeno.
El país y el mundo deben estar preguntándose por qué Alberto grabó la escena hot con Tamara en el despacho presidencial. O por qué, después de extasiarse en su contemplación, no la borró. La respuesta es obvia. El hombrecito gris que nunca dejó de ser no lo podía creer, y, claro, tampoco le iban a creer sus amigos. Ese momento glorioso, e irremediablemente fugaz, tenía que ser perpetuado. Puede haber sido desprolijo en otros órdenes, pero no con la videoteca de sus conquistas. Un verdadero tesoro si no compitiera con la cara desfigurada de Fabiola. Tamara, pura espontaneidad, gracia y espuma, parece haber asimilado mejor que Alberto el peso institucional de esas paredes. “Te quiero un montón –le dijo–, y siempre te voy a querer, y nunca más te voy a votar”.
Bueno, lo que nos espera son nuevos detalles escabrosos sobre orgías de sexo y de violencia. Nos espera el desfile por los tribunales de los socios del silencio, de los cómplices del horror. Porque hoy sabemos que eran muchos los que sabían.
Mientras, Kichi y el gobernador riojano, Quintela, traman un regreso del peronismo en 2027.
Que siga sonando la música, maestro.
Fabiola le pide a Alberto: “Por favor, pará de pegarme”. Él le contesta: “Pará de recriminarme”
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El verdadero rostro del kirchnerismo
Héctor M. Guyot
Uno deja de escribir la columna semanal durante un mes y al volver son tantos los frentes abiertos que no sabe cuál atender: la invasión rusa a Ucrania, la guerra en Medio Oriente, la eventual vuelta de Trump al poder, el robo de la democracia en Venezuela, el deterioro social del país... Pero anteayer explota el caso Alberto Fernández, el cuadro sórdido de un hombre frívolo desprovisto de sentido moral, y lo eclipsa todo: confirma, no la caída de un actor secundario que llegó a la presidencia a dedo, sino la verdadera naturaleza (declamar la virtud, ejercer el vicio) del kirchnerismo y de su líder, Cristina Kirchner, así como la degradación de una sociedad que la mantuvo en las cimas del poder durante veinte años.
Pero antes de volver a la oscuridad del caso Fernández, envuelto en una trama de corrupción y violencia de género, me gustaría compartir un sentimiento que decantó en estas semanas mías de reseteo. Viene a cuento, pues tiene que ver con el tiempo enloquecido en el que vivimos: llevo en el ánimo la percepción de un mundo que se ha desquiciado. Fanatismo, violencia, muerte, pobreza, populismos, falta de horizonte. Vivo en una sensación de precariedad anterior a cualquier razón, como si los mojones que daban cierta solidez a mi lugar en el mundo se hubieran desvanecido. La certeza de que puede pasar cualquier cosa en cualquier momento es hoy mi segunda naturaleza. La conciencia de esto llegó antes de la pandemia. El Covid solo vino a certificar que así era. Estamos en un mundo imprevisible en el que nada es como antes. La incertidumbre supone una amenaza indeterminada pero permanente que me reduce a la condición de sobreviviente.
Tiendo a vincular esta sensación con el momento en que las redes sociales, y en especial WhatsApp, conquistaron el mundo. Y estoy convencido de que estos avances tecnológicos, a los que ahora se suma la inteligencia artificial, imponen dinámicas de conducta y relacionamiento que sobrepasan la capacidad humana de asimilarlas. Es al revés: estas dinámicas nos asimilan a nosotros. Y al entrar en su flujo perdemos el eje. Es difícil mantener a raya estas redes y dispositivos. Por razones laborales o afectivas, vivimos conectados el día entero y somos parte inescindible de esa colmena virtual que nos abastece y a la que abastecemos en un intercambio frenético, a costa de perder contacto con nuestra interioridad sin siquiera percibirlo. Intuyo que esa reducción de la dimensión subjetiva personal en beneficio de ese gran cerebro universal lleno de ruido y de furia, que ahora se corona con la inteligencia artificial, es el sustrato en el que se cocinan males como la degradación de las democracias, el auge de demagogos cínicos, el crecimiento de la intolerancia y, en el fondo, la pérdida de sentido que habilita esta suerte de involución de la cultura en el momento en que, paradójicamente, se dan los más deslumbrantes hallazgos de la ciencia y la técnica.
Durante mis vacaciones quise apagar por unos días ese flujo externo que me impide atender lo inmediato. No pude. Cada vez más, nuestra vida se limitará al modo en que lidiamos con los incesantes estímulos virtuales, que nos sustraen de la realidad del cuerpo. Hoy no nos reclamamos la atención de antes. Se ve en las mesas de cualquier café. Mientras uno navega sin rumbo en su Spotify, el otro está ocupado en su Instagram. Ambos amigos saben que el otro está ahí, presente. Pero no como antes. En todo caso, el sentido de la presencia humana ya no es lo que era. Y mi yo es cada vez menos mi yo, ligado a mi conciencia individual y a mi realidad física inmediata, y es cada vez más una parte de la conciencia colectiva virtual que las redes mantienen en constante ebullición y que construimos en involuntaria colaboración al tiempo que nos alimenta, muchas veces con comida chatarra, en un círculo imposible de detener.
No desconozco la otra cara de la moneda. El WhatsApp me permite un contacto diario con aquellos que quiero cuando están lejos; y no por nada se convirtió en un arma de los que resisten la opresión del dictador Nicolás Maduro en Venezuela, que quiere prohibirlo. Pero no puedo evitar las imágenes del expresidente caído en desgracia y la del presidente actual tecleando en sus celulares en plena noche, como maníacos, mientras un país en agonía espera soluciones que no llegan.
Una última cosa para bajar a tierra y remarcar, más que los hechos de una historia penosa, lo importante. Las imágenes de una primera dama golpeada y de un flirteo adolescente y narcisista en el despacho presidencial no revelan nada nuevo. La violencia de género sería un ejemplo extremo e intolerable de características ya antes muy expuestas. De nuevo: esto es otra muestra, acaso la definitiva, por lo monstruosa y cobarde, del verdadero rostro del kirchnerismo, al que la sociedad argentina bendijo con cuatro gobiernos que, en una deriva alienada, nos trajeron hasta el 50% de pobreza, la parálisis moral y el actual mandato de un presidente desorbitado que es consecuencia de haber perdido mal el rumbo hace mucho tiempo.
Esta es otra muestra, acaso la definitiva, por lo monstruosa y cobarde, de la verdadera naturaleza del kirchnerismo, al que la sociedad votó cuatro veces
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