Javi, Kari y Caputín: sí, es lo que hay
CARLOS M. REYMUNDO ROBERTS
Anoten, kirchneristas, peronistas, massistas y periodistas: baja la inflación; bajan la pobreza y la indigencia (no lo digo yo, sino la UCA); el BID anuncia que vuelve a invertir en la Argentina; la reaparición de los créditos hipotecarios está impulsando el mercado inmobiliario y la construcción, industria de industrias; en Aerolíneas Argentinas, que supo ser fuente de trabajo para pibes egresados de La Cámpora, hay 1500 tipos menos, redujo 70% el déficit, funciona bien y después de seis años volvió a dar ganancias. Y no sigo porque… bueno, porque no sé si podría seguir mucho. Tampoco esto es soplar y hacer botellas. Cuando asumió, el gobierno libertario se encontró con dificultades extraordinarias; por ejemplo, que eso de gobernar se le hacía cuesta arriba. ¿Ustedes saben lo que es recibir la más cruel de las herencias y tener que enfrentarla con los triunviros Javi, Kari y Caputín? Nadie podría confundirlos con las fuerzas del cielo, ¿no? ¡Yo sí! Lo admito: llegué a creer que los enviados eran ellos. Ahora la estoy pasando mal: curso una aguda crisis de fe.
A ver, intentaré ponerle un poco de onda. Javi, maestro, háblenos, predique, el pueblo fiel lo escucha. “He estado con los empresarios más importantes del mundo. Entiendo la agenda liliputiense de políticos argentinos intrascendentes, ratas invisibles que jamás van a poder aspirar a eso. Les duele que sea uno de los dos políticos más relevantes del planeta Tierra: Donald Trump y el otro soy yo. ¿Qué visión puede tener una rata respecto de un gigante?”. La pucha, maestro, qué urbanidad la suya. Vuelva a probar, una segunda oportunidad no se le niega a nadie. La feligresía espera ansiosamente su palabra. “Lijo es el único que conoce a la perfección cómo funciona el Poder Judicial”. Troesma, suficiente, ha agotado su tiempo. “Por favor, todavía no terminé, dejame seguir”. Imposible: el pueblo infiel ya no está; acaso fue en busca de otro pastor. “Periodistrucho de cuarta, esbirro, mentiroso, calumniador, ensobrado, zurdo, estiércol, que te devoren las llamas del infierno”. Una lástima: el pueblo se perdió lo mejor.
En abril, la revista Time incluyó a Milei en la lista de las cien personalidades más influyentes del mundo. Mintió: son dos, no cien.
reprodujo anteayer la la nacion extensa columna que el director de The New York Times, A. G. Sulzberger, publicó en las páginas de su máximo competidor, The Washington Post (¿cartelización?). Habla allí de cuatro grandes líderes políticos que se han propuesto socavar la prensa libre, triturarla, hacerla desaparecer: Trump, Bolsonaro, Orban (Hungría) y Modi (India). De Javi, ni una palabra. Nada. Javi, no reacciones, no contestes. Acabás de limitar el acceso a la información pública: estás haciendo méritos, ya se van a ocupar de vos. Además, ¿quién se cree que es ese tal Sulzberger? ¿De qué se las dan el New York Times y el Washington Post? Dos ratoneras.
El triunviro Caputín es el más vivo de todos: el primer asesor en la historia del género humano que maneja un gobierno. Al revestir como asesor, no tiene que presentar declaración jurada ni está alcanzado por la ley de ética pública. Ante requisitorias del Congreso, la Casa Rosada se negó a responder sobre sus funciones y competencias, qué tipo de contrato firmó, si hay eventuales conflictos de intereses, cuánto gana… Por Dios, qué jugador de toda la cancha. Hace poco nos enteramos de que empezó a trabajar en una firma agropecuaria que comercializa soja y ganado. Con cargo de director, dicen. Yo pienso que debe ser asesor. Llama y ordena: “Compren, vendan…”. Sueldo recontra bien ganado. Me encantó cómo lo defendió el Presi en su entrevista con Majul: “Lo están utilizando para crear la figura del monje negro. Que la gente no se coma el amague. Como no tienen las agallas de enfrentarme de manera directa, golpean sobre Caputo o sobre mi hermana”. Confieso: si no avisaba Javi, me comía el amague. Qué pichi soy, confundir a un asesor con un monje negro.
Para la triunvira Kari, respeto y gratitud. Hace ya dos años dejó su emprendimiento pastelero, Sol Sweets, y se presume que tampoco les está dedicando excesivo tiempo al tarot y a las ciencias ocultas (hasta le gustaba identificarse como “bruja”). Asimiló muy bien esa mutación: de la repostería al armado político (bueno, sigue en la cocina), de su obsesión por energías, constelaciones y biodecodificación a la conducción del Estado. Quién te ha visto y quién te ve, brujita mía.
Repito: bajan la inflación, la pobreza y la indigencia, vienen inversiones, se multiplican los edificios y casas en construcción, y ni qué decir de la reducción del gasto público y el superávit fiscal. La conclusión podría ser que esta gente no es muy friendly, pero eventualmente está cambiando el país.
O también: si fuera cierto que están cambiando el país, qué lástima que no resulte fácil quererlos.
Por Dios, qué pichi soy: confundir a un asesor con un monje negro
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La lógica del reality invadió la política
Héctor M. Guyot
Cuando Donald Trump, con su jopo de utilería y su engolada suficiencia, se anotó en la carrera presidencial, me pareció un chiste. Poco más de un año después ocurría lo imposible: el magnate vencía a Hillary Clinton y se consagraba presidente de Estados Unidos. Algo parecido me pasó aquí con Javier Milei. De un día para el otro, aquel personaje desaforado de melena batida se convirtió, para mi sorpresa, en invitado permanente de los programas políticos de televisión. Todo en él era una hipérbole. Ese énfasis, hay que reconocerlo, resultaba convocante cuando se descargaba sobre vicios de la política argentina que también habían alcanzado proporciones desmedidas, como la corrupción y el curro desplegados bajo la fachada del “Estado presente”. Cuando anunció su candidatura, siendo ya diputado, me pareció un dato pintoresco. Luego empezó a crecer en las encuestas. Sin embargo, como antes con Trump, me dije: no va a ocurrir. No fui capaz de ver entonces que la lógica del reality show había desbordado las paredes de la casa de Gran Hermano y regía también para la política, arena en la que se imponía un casting similar: personalidades arrebatadas, disruptivas, extremas en sus emociones y sus ideas, con perfiles rayanos en la caricatura; es decir, todo lo que pudiera garantizar un buen show, plagado de conflictos y peleas. Desde los tiempos del circo romano, una parte nuestra quiere ver sangre.
“Les duele que sea uno de los dos políticos más relevantes del planeta Tierra”, dijo Milei esta semana, en otra de sus diatribas contra el periodismo y los políticos. En su estilo, ya naturalizado, remató: “¿Qué visión puede tener una rata respecto de un gigante?”. El otro grande entre los grandes, según el Presidente, es Trump. Ignoro si el magnate estaría dispuesto a compartir el podio con un émulo del hemisferio sur, pero no hay duda de que la megalomanía –aparte de la manifestación obscena del desprecio– es otra de las características que comparten los líderes populistas que hoy se abren paso en distintas latitudes. Recordemos el temor “divino” que exigía Cristina Kirchner a los suyos. Lo más grave es que se trata de un rasgo que no se puede fingir: hay que creérsela de verdad. En la casa de Gran Hermano valen oro esos participantes que empujan los enfrentamientos más allá del límite que indicaría la razón. Son impredecibles, porque no dominan las fuerzas que los gobiernan y lo ignoran. Entonces, como en la tragedia griega, todo puede suceder. Acaso la fascinación de los que observan se deba a la promesa siempre latente de una anhelada catarsis.
El reality de la política vernácula, fogoneado en su alienación por el efecto endogámico de las redes sociales, por ahora no hace más que acumular tensión. Y es que el Presidente gobierna con las mismas armas que desplegó durante su campaña presidencial. Pega aquí y pega allá. Destrata, insulta y divide. La diferencia es que ahora está al mando del Estado. Se alimenta de los conflictos y muestra escasa vocación por resolverlos. Y esa pulsión, reconducida por los fríos estrategas que lo acompañan en su mesa más chica, deriva en decisiones que, de prosperar, producirían un daño muy grande al país. Por ejemplo, el decreto que limita el acceso a la información pública y restringe la libertad de prensa, a todas luces inconstitucional. Por ejemplo, la candidatura del juez Ariel Lijo a la Corte Suprema.
¿No venía Milei a defender la libertad y a acabar con la corrupción? Al margen de sus ideas económicas, en su concepción política, y sobre todo en la praxis que emana de su personalidad, el Presidente parece más cerca del kirchnerismo que de sus vapuleados ¿socios? de Juntos por el Cambio. Acaso no resulte un dato irrelevante que en las elecciones de 2015 Milei no haya trabajado para la campaña de Macri, sino para la de Scioli, el candidato de la Cristina eterna.
El reality da para todo. Allí cabe un amor de primavera con una vedette de otros tiempos, un intercambio adolescente de tuits con la expresidenta, un ministerio de Culto y Civilización (¿la hay donde no se acepta a quien piensa distinto?), legisladores “anticasta” con veinte asesores y, por supuesto, flamígeras rencillas propias de la casa de Gran Hermano. Entre ellas, la que enfrentó a la diputada Lourdes Arrieta contra todos y la que entabló Lilia Lemoine con Victoria Villarruel, a quien, autodefiniéndose como “la cosplayer del grupo”, retó con su sinceridad brutal. Peor le fue al senador Francisco Paoltroni, eyectado de la Casa por atreverse a cuestionar la candidatura de Lijo. En la lógica del reality, la racionalidad se paga caro.
Como sucedía con Cristina, nadie se atreve a enojar a Milei con el señalamiento de un error o con una opinión divergente. Su gente se ve obligada a defender lo indefendible, como, por ejemplo, los avances autoritarios contra la prensa o la candidatura de un juez aplazado por sus pares. Queda la esperanza de que los más lúcidos se atrevan a hacerlo reflexionar sobre sus errores. Hasta ahora, en la Casa se lo endiosa. El jurado del show diría que va ganando, pero cuidado: la obsecuencia podría signar la suerte de su gobierno.
Como sucedía con Cristina, nadie se atreve a enojar a Milei con el señalamiento de un error. Su gente se ve obligada a defender lo indefendible en público
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