Tres generaciones al frente de una parrilla
Las tres generaciones de los Mattei dirigieron restaurantes icónicos de los 70 y 80, como Los Años Locos y Look; hoy, están al frente de una parrilla que atrae a turistas y celebridades
Sebastián A. Ríos.
Jorge y Mauricio Mattei, segunda y tercera generación de gastronómicos, en el salón de El Caldén del Soho, en Palermo
De los carritos de la Costanera a Puerto Madero, de Puerto Madero a Palermo. Las tres generaciones de la familia Mattei recorren la historia de la gastronomía porteña de las últimas cinco décadas, con restaurantes icónicos como Los Años Locos, La Rosada o Look... y, más recientemente, con una vuelta a las fuentes en su Caldén del Soho. Sus vivencias y sus anécdotas incluso dan cuenta de los cambios en las costumbres y de los hábitos. Hablan de los restaurantes abiertos hasta las seis de la mañana a los que hoy se nutren principalmente del turismo internacional. Saben qué es “hacer 1500 cubiertos” por turno y también apenas 10 en toda una noche por las restricciones de la pandemia. Los Mattei atravesaron mil crisis: del Rodrigazo al 2001, todas. Y son testigos del cambio cultural de una ciudad que antes no dormía pero que hoy se va a la cama bien temprano.
La historia comienza con Ángel Mattei, que vino de Italia a la Argentina escapando de la guerra y, tras llevar adelante distintos negocios, abrió el carrito 39 de la Costanera. “Papá era comerciante, había tenido una cigarrería al por mayor y una concesión en Palermo para la venta de gaseosas. En los 60 se le ocurrió comprar uno de los carritos de la Costanera. Se llamaba Saint Tropez, porque estaba justo enfrente del balneario Saint Tropez, que funcionó hasta mediados de los 70. En esa época había, de punta a punta de la Costanera, 53 negocios”, recuerda Jorge Mattei, hijo de Ángel y padre de Mauricio (hoy al frente de El Caldén del Soho).
“En el 70 falleció el hermano de mi padre y él le dejó Saint Tropez a su cuñada. Decidió asociarse con un colega que tenía el carrito Los Años Locos –recuerda Jorge, de 69 años, con medio siglo de vida en la gastronomía–. En 1974 inauguró el nuevo Los Años Locos, de dos pisos, y tuvieron un éxito explosivo: recibían a todas las celebridades. ¡Hasta reyes de Europa iban a comer ahí!
–¿Por qué el éxito?
–En la Argentina, en los 70 y hasta parte de los 80, todo el mundo salía a comer afuera. Había clase media y mucho consumo. Hacíamos 34.000 cubiertos mensuales. Por otro lado, existía “la noche porteña”: nosotros cerrábamos a las seis de la mañana porque había gente que venía a comer a las dos o a las cuatro, cuando salía de la función trasnoche de los teatros. Encima, se quedaban haciendo sobremesa. A Buenos Aires en esa época le decían “la París de América”.
–¿Cuál era el plato estrella?
–Era todo parrilla, clásica. La estrella era un bife de chorizo de medio kilo que no se lo terminaba nadie. Pero ahí no había medias porciones: era un bife, un lomo, un cuarto de pollo... Mirabas la parrilla y era impresionante: siempre estaba llena de cortes. La parrilla se encendía para el almuerzo y no se apagaba hasta que se iba el último comensal, a las cinco o seis de la mañana.
–¿Qué celebridades pasaron por Los Años Locos?
–Todos, desde Pelé o Maradona hasta Freddie Mercury. Julio Iglesias era un habitué. No solo venía a comer, sino que cuando estaba en Buenos Aires y se tenía que quedar en el hotel se hacía llevar la comida. Y cuando estaba de gira por Brasil, mandaba un avión a Buenos Aires para que le mandáramos los bifes a Río de Janeiro. Incluso se llevaba en el avión a un mozo nuestro, Horacio, que era el que siempre lo atendía en el restaurante. Venían muchas celebridades porque mi padre era muy convocante, era amigo de Carlos Petit, por ejemplo, que era “el rey de la revista porteña”. Incluso, una temporada Petit hizo una obra que se llamó Los Años Locos.
–¿Cuándo ingresó usted al negocio familiar?
–En el 74, en el viejo carrito, antes de que se inaugurara el nuevo Los Años Locos. Tenía 18 años y empecé en la caja, después en compras... Sé hacer de todo, pero nunca estuve en la cocina.
–¿Qué aprendió de su padre?
–Que la calidad no se negocia. Es un mandato familiar. Mi padre definía el éxito gastronómico como la mercadería de primera línea. Te voy a contar una anécdota que ilustra esto, de cuando empecé a trabajar en el restaurante. Mi papá me dio las llaves del auto, un Chevy, y me dijo que fuera a comprar frutillas a Florencio Varela. “Papá, ¿por qué tan lejos, si acá cerca hay frutillas buenas?”, le decía. “Las mejores están ahí, andá y llená el baúl”. Fui y las frutillas eran gigantes, dulces; la gente entraba al restaurante, las veía y las pedía de postre. Era ese producto, esa calidad, lo que hacía que la gente esperara hasta tres horas para sentarse a comer cuando había mucha concurrencia.
–¿Cuánto tiempo estuvieron en Los Años Locos?
–Hasta el 95, pero en 1981 mi papá abrió Look, también en la Costanera. Era cocina internacional y pizzería, tipo “pizza con champagne”. Incluso en el 82, en plena Guerra de Malvinas, vino a visitarnos un inglés que era el representante de Pizza Hut para Sudamérica, para tentarnos de abrir el primer Pizza Hut de Buenos Aires. Y le dijimos que no. En Look trabajaba Pedro Muñoz, que había sido el chef del Plaza Hotel, y que cuando se jubiló vino a trabajar con nosotros. Era un número uno de la gastronomía, yo aprendí mucho de él.
–Y luego desembarcaron en Puerto Madero.
–Abrimos en el 97 y estuvimos nada más que siete años. La parte sur de Puerto Madero recién se estaba desarrollando, cuando nos fuimos todavía no se había consolidado. Se llamaba La Rosada y tenía una propuesta de cocina internacional. De alguna forma, fuimos pioneros en la zona.
Volver a empezar
Mauricio, tercera generación de los Mattei, no pensaba originalmente seguir el legado gastronómico. “Había terminado la universidad, soy licenciado en Economía, y estaba empezando a ver cómo seguía mi vida laboral –recuerda Mauricio, de 42 años–. Me daba un poco de cosa seguir en la tradición familiar. Pero medio de casualidad se dio que unos primos de papá se iban del negocio, vendían El Caldén del Soho, y decidimos tomar esta oportunidad”.
–¿Cómo era Palermo en esa época?
–El Caldén había abierto en 2004 y nosotros vinimos en 2006. En ese momento había muchas casas y muchos vecinos; hoy son todos negocios comerciales. Pero ya se venía vislumbrando que podía ser un shopping a cielo abierto. Para nosotros era un desafío distinto. Veníamos de negocios muy voluminosos, con otro contexto de país, y buscábamos una unidad económica rentable, con un poco más de comodidad. Yo además estaba haciendo mis primeras armas en la gastronomía.
–¿Reformularon la propuesta del restaurante?
–Sí, cuando llegamos tenía una impronta palermitana, de parrilla de autor. Y nosotros lo volcamos a la parrilla clásica, que es lo que conocíamos bien. Hoy nuestros platos más pedidos son el ojo de bife y la entraña. El extranjero que viene al restaurante viene directo al ojo de bife.
–¿Costó generar una clientela?
–Al principio venían muchos clientes de los anteriores restaurantes de la familia. Lo que encontramos en Palermo fue mucho turismo, y un turista que lo que busca cuando llega a Buenos Aires es la carne: ¡en algún momento de su estadía un churrasco se come!
–¿Cómo vivieron la pandemia?
–Fue dura. Estuvimos con el negocio cerrado diez meses sin hacer nada. Porque la parrilla es muy difícil para trabajar con delivery. Comés un ojo de bife recién salido de la parrilla y no tiene nada que ver con el que viaja del restaurante a tu casa, no quisimos bastardear el producto. Cuando pudimos abrir, abrimos. Al principio con mesas afuera y una capacidad para 10 personas. Fue como volver a empezar.
–¿Acá también vienen celebridades?
–También. Si bien al principio venía gente del ambiente del teatro, hoy que los restaurantes cierran más temprano, que ya no existe esa noche porteña de la época de Los Años Locos, prefieren comer en el centro. Lo que recibimos acá es mucha celebridad internacional, músicos que vienen al Lollapalooza, actores de afuera. Una anécdota divertida es cuando vino Matt Smith, que actúa ahora en La Casa del Dragón. Vino en diciembre, un día que el restaurante estaba lleno de gente; se acercó a la puerta y me preguntó por una mesa para dos personas. Le dije que cuando hubiera mesa lo haría pasar y se quedó esperando afuera. Cuando entró, se pararon de todas las mesas para sacarse fotos y pedirle autógrafos. Entonces pregunté y me dijeron quién era, aunque en bermudas y zapatillas se lo ve muy distinto de como aparece caracterizado en la serie. Pero por otro lado se ve que le gustó que lo tratáramos como una persona común, porque volvió tres o cuatro veces al restaurante
De los carritos de la Costanera a Puerto Madero, de Puerto Madero a Palermo. Las tres generaciones de la familia Mattei recorren la historia de la gastronomía porteña de las últimas cinco décadas, con restaurantes icónicos como Los Años Locos, La Rosada o Look... y, más recientemente, con una vuelta a las fuentes en su Caldén del Soho. Sus vivencias y sus anécdotas incluso dan cuenta de los cambios en las costumbres y de los hábitos. Hablan de los restaurantes abiertos hasta las seis de la mañana a los que hoy se nutren principalmente del turismo internacional. Saben qué es “hacer 1500 cubiertos” por turno y también apenas 10 en toda una noche por las restricciones de la pandemia. Los Mattei atravesaron mil crisis: del Rodrigazo al 2001, todas. Y son testigos del cambio cultural de una ciudad que antes no dormía pero que hoy se va a la cama bien temprano.
La historia comienza con Ángel Mattei, que vino de Italia a la Argentina escapando de la guerra y, tras llevar adelante distintos negocios, abrió el carrito 39 de la Costanera. “Papá era comerciante, había tenido una cigarrería al por mayor y una concesión en Palermo para la venta de gaseosas. En los 60 se le ocurrió comprar uno de los carritos de la Costanera. Se llamaba Saint Tropez, porque estaba justo enfrente del balneario Saint Tropez, que funcionó hasta mediados de los 70. En esa época había, de punta a punta de la Costanera, 53 negocios”, recuerda Jorge Mattei, hijo de Ángel y padre de Mauricio (hoy al frente de El Caldén del Soho).
“En el 70 falleció el hermano de mi padre y él le dejó Saint Tropez a su cuñada. Decidió asociarse con un colega que tenía el carrito Los Años Locos –recuerda Jorge, de 69 años, con medio siglo de vida en la gastronomía–. En 1974 inauguró el nuevo Los Años Locos, de dos pisos, y tuvieron un éxito explosivo: recibían a todas las celebridades. ¡Hasta reyes de Europa iban a comer ahí!
–¿Por qué el éxito?
–En la Argentina, en los 70 y hasta parte de los 80, todo el mundo salía a comer afuera. Había clase media y mucho consumo. Hacíamos 34.000 cubiertos mensuales. Por otro lado, existía “la noche porteña”: nosotros cerrábamos a las seis de la mañana porque había gente que venía a comer a las dos o a las cuatro, cuando salía de la función trasnoche de los teatros. Encima, se quedaban haciendo sobremesa. A Buenos Aires en esa época le decían “la París de América”.
–¿Cuál era el plato estrella?
–Era todo parrilla, clásica. La estrella era un bife de chorizo de medio kilo que no se lo terminaba nadie. Pero ahí no había medias porciones: era un bife, un lomo, un cuarto de pollo... Mirabas la parrilla y era impresionante: siempre estaba llena de cortes. La parrilla se encendía para el almuerzo y no se apagaba hasta que se iba el último comensal, a las cinco o seis de la mañana.
–¿Qué celebridades pasaron por Los Años Locos?
–Todos, desde Pelé o Maradona hasta Freddie Mercury. Julio Iglesias era un habitué. No solo venía a comer, sino que cuando estaba en Buenos Aires y se tenía que quedar en el hotel se hacía llevar la comida. Y cuando estaba de gira por Brasil, mandaba un avión a Buenos Aires para que le mandáramos los bifes a Río de Janeiro. Incluso se llevaba en el avión a un mozo nuestro, Horacio, que era el que siempre lo atendía en el restaurante. Venían muchas celebridades porque mi padre era muy convocante, era amigo de Carlos Petit, por ejemplo, que era “el rey de la revista porteña”. Incluso, una temporada Petit hizo una obra que se llamó Los Años Locos.
–¿Cuándo ingresó usted al negocio familiar?
–En el 74, en el viejo carrito, antes de que se inaugurara el nuevo Los Años Locos. Tenía 18 años y empecé en la caja, después en compras... Sé hacer de todo, pero nunca estuve en la cocina.
–¿Qué aprendió de su padre?
–Que la calidad no se negocia. Es un mandato familiar. Mi padre definía el éxito gastronómico como la mercadería de primera línea. Te voy a contar una anécdota que ilustra esto, de cuando empecé a trabajar en el restaurante. Mi papá me dio las llaves del auto, un Chevy, y me dijo que fuera a comprar frutillas a Florencio Varela. “Papá, ¿por qué tan lejos, si acá cerca hay frutillas buenas?”, le decía. “Las mejores están ahí, andá y llená el baúl”. Fui y las frutillas eran gigantes, dulces; la gente entraba al restaurante, las veía y las pedía de postre. Era ese producto, esa calidad, lo que hacía que la gente esperara hasta tres horas para sentarse a comer cuando había mucha concurrencia.
–¿Cuánto tiempo estuvieron en Los Años Locos?
–Hasta el 95, pero en 1981 mi papá abrió Look, también en la Costanera. Era cocina internacional y pizzería, tipo “pizza con champagne”. Incluso en el 82, en plena Guerra de Malvinas, vino a visitarnos un inglés que era el representante de Pizza Hut para Sudamérica, para tentarnos de abrir el primer Pizza Hut de Buenos Aires. Y le dijimos que no. En Look trabajaba Pedro Muñoz, que había sido el chef del Plaza Hotel, y que cuando se jubiló vino a trabajar con nosotros. Era un número uno de la gastronomía, yo aprendí mucho de él.
–Y luego desembarcaron en Puerto Madero.
–Abrimos en el 97 y estuvimos nada más que siete años. La parte sur de Puerto Madero recién se estaba desarrollando, cuando nos fuimos todavía no se había consolidado. Se llamaba La Rosada y tenía una propuesta de cocina internacional. De alguna forma, fuimos pioneros en la zona.
Volver a empezar
Mauricio, tercera generación de los Mattei, no pensaba originalmente seguir el legado gastronómico. “Había terminado la universidad, soy licenciado en Economía, y estaba empezando a ver cómo seguía mi vida laboral –recuerda Mauricio, de 42 años–. Me daba un poco de cosa seguir en la tradición familiar. Pero medio de casualidad se dio que unos primos de papá se iban del negocio, vendían El Caldén del Soho, y decidimos tomar esta oportunidad”.
–¿Cómo era Palermo en esa época?
–El Caldén había abierto en 2004 y nosotros vinimos en 2006. En ese momento había muchas casas y muchos vecinos; hoy son todos negocios comerciales. Pero ya se venía vislumbrando que podía ser un shopping a cielo abierto. Para nosotros era un desafío distinto. Veníamos de negocios muy voluminosos, con otro contexto de país, y buscábamos una unidad económica rentable, con un poco más de comodidad. Yo además estaba haciendo mis primeras armas en la gastronomía.
–¿Reformularon la propuesta del restaurante?
–Sí, cuando llegamos tenía una impronta palermitana, de parrilla de autor. Y nosotros lo volcamos a la parrilla clásica, que es lo que conocíamos bien. Hoy nuestros platos más pedidos son el ojo de bife y la entraña. El extranjero que viene al restaurante viene directo al ojo de bife.
–¿Costó generar una clientela?
–Al principio venían muchos clientes de los anteriores restaurantes de la familia. Lo que encontramos en Palermo fue mucho turismo, y un turista que lo que busca cuando llega a Buenos Aires es la carne: ¡en algún momento de su estadía un churrasco se come!
–¿Cómo vivieron la pandemia?
–Fue dura. Estuvimos con el negocio cerrado diez meses sin hacer nada. Porque la parrilla es muy difícil para trabajar con delivery. Comés un ojo de bife recién salido de la parrilla y no tiene nada que ver con el que viaja del restaurante a tu casa, no quisimos bastardear el producto. Cuando pudimos abrir, abrimos. Al principio con mesas afuera y una capacidad para 10 personas. Fue como volver a empezar.
–¿Acá también vienen celebridades?
–También. Si bien al principio venía gente del ambiente del teatro, hoy que los restaurantes cierran más temprano, que ya no existe esa noche porteña de la época de Los Años Locos, prefieren comer en el centro. Lo que recibimos acá es mucha celebridad internacional, músicos que vienen al Lollapalooza, actores de afuera. Una anécdota divertida es cuando vino Matt Smith, que actúa ahora en La Casa del Dragón. Vino en diciembre, un día que el restaurante estaba lleno de gente; se acercó a la puerta y me preguntó por una mesa para dos personas. Le dije que cuando hubiera mesa lo haría pasar y se quedó esperando afuera. Cuando entró, se pararon de todas las mesas para sacarse fotos y pedirle autógrafos. Entonces pregunté y me dijeron quién era, aunque en bermudas y zapatillas se lo ve muy distinto de como aparece caracterizado en la serie. Pero por otro lado se ve que le gustó que lo tratáramos como una persona común, porque volvió tres o cuatro veces al restaurante
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