Jacquard. El genio que nunca fue a la escuela, pero revolucionó la industria textil e inspiró a los fundadores de la computación
Joseph Marie Charles, apodado Jacquard, inspiró las tarjetas perforadas que la informática usaría durante décadas
Se llamaba Joseph Marie Charles, y hasta los 13 años no aprendió a leer y escribir; en 1804 logró su sueño de convertir el telar en una máquina más amigable; 220 años después, su legado perdura
Ariel Torres
Se ha dicho muchas veces que Joseph Marie Charles, mejor conocido como Jacquard, fue un precursor de la computación. Es verdad. Pero al revés que Blaise Pascal, Charles Babbage o Émile Baudot, Jacquard no tuvo ni la más mínima intención de acelerar, automatizar o de alguna otra manera hacer más eficiente el cálculo numérico. Su desvelo eran las telas. Lo que nos lleva a una pregunta que, en general, nunca nos hacemos. Una de esas preguntas elementales, básicas, tan obvias que pasan inadvertidas y cuya respuesta puede abrir un mundo nuevo. En este caso, ¿qué es una tela?
Las damos por sentado y, por lo tanto, la respuesta se nos escapa. Es como preguntar qué es el aire. Nadie respondería que es un conjunto de gases (casi todo nitrógeno, con un 16% de oxígeno y un restito de argón). El aire es aire y las telas son telas. Hasta que la miramos con una lupa. ¿Nunca miraron un pedazo de tela con una lupa? Cualquiera da igual, porque todas se basan en el mismo principio ancestral (aunque sí, claro, hay variaciones). El aire es aire y la tela es un tejido. ¿Y qué es un tejido? Es entrelazar miles de hilos. Está bien, ¿pero qué es entrelazar?
Ahí reside (y residía, a finales del siglo XVIII) el secreto de esta industria. Quizá sería excesivo explicar cómo creamos tejidos mediante uno o más ovillos de lana y una o dos agujas. Pero miremos un telar. Allí, unos hilos llamados en conjunto urdimbre se mantienen horizontales y en tensión, mientras que otro, el contrahílo, se pasa por encima o por debajo de algunos de los hilos de la urdimbre. Luego de repetir esa operación muchas veces, los hasta entonces hilos tensos, pero sueltos, quedan entrelazados por el contrahilo, y nace así una tela. Es tan perfecta que los hilos desaparecen, fundidos en un conjunto de más o menos calidad, de diversos colores, de variadas texturas, pero que nos acompaña desde siempre.
Esto también conspira para que la tela sea algo que damos por sentado, para que trascienda su naturaleza de cosa hilada. Los telares han estado entre nosotros desde que domesticamos los primeros animales que nos daban lana, 4000 años antes de Cristo, y desde que China descubrió la seda, un secreto que estaba guardado bajo pena de muerte (hasta que, como todo secreto, se reveló y conquistó el mundo).

Por supuesto, hoy la tarea de tejer está automatizada, pero esta industria es tan esencial como vestirse. Al final, no asombra ni un poco que la primera industria que mecanizó sus métodos, dejando atrás el trabajo manual, fue la textil. Fue el primer paso de lo que terminaríamos llamando Revolución Industrial. Y es ahí donde aparece la figura de Jacquard.
Un revolucionario
Jacquard era un seudónimo. Para empezar, el apellido de esta familia era Charles. Eso no ayudaba. Así que desde la época de su abuelo, para diferenciar las diferentes ramas de los Charles de Lyon, habían recurrido a los seudónimos. Bartolomeo, su abuelo, recibió el apodo de Jacquard, que dos siglos después se asociaría tanto a un tipo de tejido en particular, gracias a su nieto célebre, que el origen de la palabra Jacquard es difuso. Posiblemente relacionado con el nombre Jacques, investigar su origen remite invariablemente al telar de Joseph Marie.
Joseph Marie Charles, apodado Jacquard, nació el 7 de julio de 1752 en la ciudad de Lyon, en el Reino de Francia. Desde tiempos inmemoriales (en rigor, desde el Renacimiento, pero en esta época casi todas las formas de información que conocemos hoy estaban naciendo) la región había sido un polo textil dedicado a la seda. Su padre, Jean Charles, también llamado Jacquard, era un personaje importante (un maestro tejedor) de la industria local. Se había casado con Antoinette Rive y tuvieron nueve hijos, pero solo sobrevivieron dos: Joseph Marie y su hermana Clémence, cinco años mayor que él.
Jacquard (de ahora en más nos referiremos así a nuestro pionero inesperado de hoy) nunca fue al colegio. La educación todavía no era algo que tenía por indispensable. Ni siquiera entre las clases más acomodadas, como era el caso de los Charles; es decir, los Jacquard. Joseph Marie perdió a su madre cuando tenía 10 años, y solo a los 13 el marido de su hermana, Jean-Marie, que tenía una imprenta, le enseñó a leer y escribir. Durante su niñez (sí, en esa época el trabajo infantil era la regla; faltaba más de un siglo de reclamos sociales que por entonces sonaban delirantes para que este delirio mayormente cesara), adolescencia y juventud se dedicó a varias cosas, como blanquear paja para hacer sombreros, coser libros y fabricar tipos para imprentas. Pero los telares lo eludían. Al parecer, era un trabajo demasiado duro para Joseph Marie.
Entonces, cuando tenía 20, perdió también a su padre y heredó su casa y sus telares. No le fue bien, sin embargo, y debió recurrir a la dote de su esposa, Claudine Bouichon, con quien se había casado seis años después de la muerte de su padre, para no quebrar. Pero la bancarrota finalmente lo alcanzó, debió ir a las cortes, vender sus propiedades y empezar de cero.
Se sabe poco de Jacquard, excepto que se hizo un nombre en la industria y que tenía una obsesión: simplificar y volver más eficiente al telar. Una obsesión quizá nacida de que esa industria impiadosa, en la que familias enteras trabajaban desde las cuatro de la mañana hasta las nueve de la noche (no, no, tampoco había jornadas de ocho horas; ese era otro reclamo que sonaba inadecuado), siempre había sido demasiado ardua para él.
Si miran las fechas, notarán algo importante. Jacquard tenía 37 años (y un hijo de 10 u 11 años) cuando la Revolución Francesa cambió el mundo para siempre. Al menos, el mundo occidental. Aunque no estaba particularmente interesado en política, Jacquard se inclinó hacia el lado revolucionario. No entraremos en ese capítulo de esta historia, pero es menester dejar constancia de que Lyon, con su poderosa industria de la seda y su indócil gremio de trabajadores textiles (los canuts), jugaría un rol importante en los tiempos violentos de la revolución.
Programar, tejer, repetir
Con los telares de su padre había probado un número de experimentos, basándose en los prototipos de sus precursores (sí, en tecnología es muy frecuente que un precursor tenga precursores; es un trabajo lento, impredecible y casi siempre en equipo). Entre ellos, Basile Bouchon, Jean Baptiste Falcon y Jacques Vaucanson.
Entre 1800 y 1804 desarrolló varios telares especiales, incluido el de 1804, del que ahora se cumplen por lo tanto 220 años. Esta máquina producía entramados automáticamente y la llamó Telar Jacquard. Pero andaba mal. Era una prueba de concepto que todavía necesitaba pulimento.
En 1801 había presentado uno de sus prototipos en la Exposition des Produits de l’Industrie Française, en el Campo de Marte, en París. Se ganó una medalla de bronce, y dos años después lo convocaron para formar parte del Conservatoire des Arts et Metiers. Allí conoció uno de los telares de Vaucanson, de donde copiaría varias ideas. También fue pionero en esto. Dos siglos después, un joven Steve Jobs adoptaría (a cambio de acciones de Apple) las ideas de la Alto de Xerox, en el PARC, y revolucionaría la forma en que usamos las computadoras.
En 1805, tras una visita de Napoleón a Lyon, el telar automatizado de Jacquard fue declarado de interés público (nada de patentes personales en esa época), con lo que cualquiera podía usarlo. Joseph Marie recibiría, a cambio, una pensión vitalicia y regalías por cada telar que usara su método. La patente le pertenecía ahora a la ciudad de Lyon. Faltaba sin embargo una década para que esa maquinaria, que hoy parece salida de una pesadilla de Cronenberg, se volviera inmensamente popular. Por dos motivos, y en ambos también Jacquard llegó primero.
Por un lado, a la idea de automatizar se opusieron los mismos trabajadores, que temían que la tecnología los dejara sin empleo. ¿Les suena? Cosa que efectivamente ocurrió, excepto que como el telar de Jacquard era más eficiente, hacia 1812 había unos 11.000 de estos equipos operando en Francia. O sea, había más trabajo, no menos. Y era un trabajo más llevadero. Pero antes de eso, en 1801, su primer prototipo había sido incendiado en Lyon por los canuts. En ese lugar, seis años después de la muerte de Jacquard, se erigiría una estatua del tenaz inventor.
El otro problema que enfrentaba era la implementación. El telar de Jacquard se basaba en tarjetas perforadas, y aunque la idea –que venía de Falcon– estaba buena, necesitaba llevarse a la práctica con una destreza que a Joseph Marie le faltaba. Entra en escena Jean-Antoine Breton, carpintero (de familia de carpinteros; los oficios solían heredarse entonces), tres años más joven que Jacquard, al que conoció en el Conservatoire y que ajustó el sistema de tarjetas perforadas hasta volverlo práctico. Entonces el telar de Jacquard se volvió universal. Tanto, que gentes de otra industria, una aun no nacida, observarían algo que los propios textiles no habían notado.
Un pequeño retrato de seda
Explicar el mecanismo de Jacquard por escrito no es imposible, pero sí muy impráctico. Les dejo un link donde pueden ver un video clarísimo de cómo funcionaba. Por si están apresurados, dicho brevemente, las tarjetas perforadas le decían al telar cuándo el contrahílo pasaba por encima o por debajo de la trama (podía ser más complicado que esto, pero alcanza). Para hacer estas tarjetas se copiaba sobre un papel grueso y resistente el diseño que se pretendía bordar, y luego se practicaban los orificios correspondientes. Gracias a las mejoras de Breton, los telares pronto podían producir toda clase de diseños sin otro esfuerzo que cambiar las tarjetas perforadas en el telar. Dicho más fácil: podías programar el telar para pasar de un diseño a otro.
¿Programar? ¿Hace 200 años? Exactamente.
Miren la escena, porque es abrumadora. El telar sigue siendo operado mediante un pedal y el tejedor debe mantener el ritmo y lanzar el contrahílo constantemente. Alrededor es 1815 y no hay ni autos ni electricidad. Pero Jacquard y Breton han dado al mundo una máquina programable. No es menos que un paralelismo extraordinario el que las mujeres que pasaban los programas a las memorias de las primeras computadoras electrónicas vinieran de la industria textil. Lógico, porque esas memorias originales guardaban un valor u otro según por dónde pasaba el cable de cobre. Literalmente, se tejían datos. Lo que me lleva a un asunto igual de fundamental.
Aparte del concepto de programación que le debemos a Jacquard (y con el que hacía rato que se venían ensayando dispositivos mecánicos), ¿qué otra cosa es tejer, desde el punto de vista de las tarjetas que usaban estos telares? Es determinar si el contrahílo pasaba por encima o por debajo de la urdimbre. Son dos valores. Arriba o abajo. Sí o no. Uno o cero. Las tarjetas de Jacquard y Breton determinaban si un gancho era capturado por un conjunto de barras llamadas cuchillas, y en un caso levantaban ciertos hilos de la urdimbre y en otros, no. Podríamos representarlo con números binarios y no habría diferencia. O viceversa, claro.
Existe un retrato de Jacquard tejido en seda. Requería 24.000 tarjetas perforadas y se fabricaba a pedido. Es de 1839; es decir, cinco años después de la muerte de Joseph Marie, a los 82 años. Charles Babbage, uno de los fundadores de la computación moderna, poseía uno de estos retratos. No porque sí. La idea de decirle a un telar cómo producir un diseño no es diferente de guiar los engranajes y, más tarde, los circuitos de una computadora para que hagan su trabajo.
Aunque Jacquard nunca pensó en computadoras y ni Babbage ni la primera generación de informáticos de la década del 50 del siglo XX estaban interesados en la industria textil, ambas actividades son un ejemplo de evolución convergente de los esfuerzos humanos por automatizar tareas. Que hoy llevemos computadoras digitales con receptores GPS y pantalla 4K en el bolsillo es motivo suficiente para tomarse en serio las ideas nuevas, aunque al principio parezcan torpes y sus desarrollos estén llenos de tropiezos. A Jacquard le llevó 10 años crear el primer prototipo de su telar (el que le incendiaron); es la misma cantidad de tiempo que pasó entre la aparición del primer cerebro electrónico (en 1971) y la PC de IBM (en 1981). ¿Alguien está pensando en ChatGPT? Sí, claro, por eso lo digo.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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