Cristina vuelve del fracaso del que nunca se fue
Sin autocrítica, la expresidenta parece convencida de que debe liderar el PJPor
Sergio Suppo
Las encuestas que enojan a Javier Milei son las mismas que llevan a Cristina Kirchner a la presidencia del peronismo, formalmente el cargo de jefa de la oposición. Prisionera de sí misma, la expresidenta fracasó en todas las fórmulas de delegación que intentó. Parada frente al espejo que le señala el desgaste político, se resigna y resuelve: es ella o no hay nadie que puede ejercer a un tiempo el poder en el peronismo y ocuparse de las trabajosas tareas que implica el mando.
No hay registro en las palabras, gestos y decisiones de Cristina Kirchner de ninguna autocrítica. Los responsables de las desgracias argentinas fueron, son y serán siempre los demás. El culpable es el otro.
La realidad se ha encargado de mostrar lo contrario y también ha puesto en duda su conducta penal, como responsable de graves delitos. Pero ni los malos gobiernos ni las causas de corrupción impactan en un ejército de incondicionales que, aunque menguado, sigue siendo la minoría hegemónica del peronismo y una opción de poder por ausencia y falta de regeneración del resto de los actores políticos.
Cristina no está sola. El viejo error de creer que el kirchnerismo y el peronismo son cosas diferentes es una trampa que subsiste. El peronismo no está secuestrado por el kirchnerismo, como supo decir Mauricio Macri. Más de veinte años después del comienzo del ciclo del matrimonio Kirchner, el peronismo es conducido por la misma corriente que reemplazó al menemismo. Fracciones puede haber varias, pero todas están subordinadas al kirchnerismo. El kirchnerismo es el peronismo por la simple razón de que el primero lo maneja a su antojo hace más tiempo que ninguna otra corriente interna después de la muerte de Perón.
En los sondeos que marcan que el ajuste económico provoca cansancio y deserciones, Cristina cree haber encontrado la oportunidad de hacer visible que ella sigue representando uno de los polos de la política del país.
Es una lógica anclada en la historia que muestra que después de cada crisis, el sistema tiende siempre a reordenarse en dos grandes frentes interpartidarios.
El terremoto que implicó la llegada de Milei dejó en el suelo el anterior esquema que comprendía al kirchnerismo y sus satélites contra Juntos por el Cambio. Mientras el PRO pierde por absorción y por el (por ahora) fallido intento de alianzas con los libertarios, el radicalismo es un barco a la deriva, sin liderazgos ni estrategia.
Más de dos tercios de los votantes que hasta la última elección acompañaron a Juntos por el Cambio prefieren hoy bancar a Milei, un poco porque acuerdan con el curso de su gobierno, otro poco porque ya no se sienten representados por sus anteriores líderes y también porque, ante la duda, cualquier cosa será útil para impedir que regrese el kirchnerismo.
El peronismo no sufre el riesgo de desaparecer como sus antiguos rivales por la atracción que genera el polo libertario, aunque una parte importante de las barriadas populares tienen un cierto aprecio por el dirigente libertario más por estilo que por resultados.
El problema del PJ está en el enorme deterioro que sufre frente al electorado que siempre define las elecciones cambiando el voto según sean las consecuencias de sus gestiones.
Cristina es la principal responsable de haber puesto a Alberto Fernández en la presidencia. Ese fue el último, pero no el más grave error que se le puede achacar. El peronismo está gravemente expuesto a su pasado inmediato representado por quien desea volver al poder sin reparar en los daños que acaba de causar.
Cristina lo disimula como puede, amparada por la incondicionalidad de sus seguidores y, todavía más importante, por la ausencia de voluntad de reemplazarla que mantiene inalterable su liderazgo por falta de competidores.
Esa ventaja es también un problema. La transferencia de funciones, pero no del poder le resulta imposible. Ya probó con Alberto Fernández como delfín. Y ahora la preferencia de Cristina por su hijo Máximo Kirchner por sobre Axel Kicillof le impone que sea ella la que personalmente deba interponerse en una pelea desigual que el gobernador de Buenos Aires tiene ganada de antemano ante el desprestigio interno de su rival.
Kicillof es hoy el único en condiciones de cruzar a Cristina dentro del peronismo, pero elige no hacerlo y se subordina. Tiene, a su vez, un límite concreto apenas se asoma dentro del estrecho círculo ideológico en el que el kirchnerismo le permitió crecer.
Kicillof todavía cree que su jefa le cederá el poder. Acaba de ser notificado de que eso no ocurrirá por el momento.
La expresidenta también es un límite en sí misma para el resto del peronismo. Es una solución en tanto le ahorra al resto de los coroneles del PJ el trabajo de ordenar al partido y uniformarlo debajo de un nuevo liderazgo. Pero es un límite para muchos dirigentes despistados de otros partidos que imaginan un acuerdo con un peronismo sin ella.
La reaparición de Cristina implica la reproducción de una etapa de dos jefaturas antagónicas tal como en los años de la presidencia de Mauricio Macri. Nada definió mejor la necesidad de Cambiemos que la construcción de una fuerza con capacidad de derrotarla; quizás ese haya sido el pecado original del frente que compartieron el PRO, el radicalismo y la Coalición Cívica.
Milei acertó cuando englobó todo lo anterior a él y lo llamó casta. Mientras vertebra una fuerza política nueva desde el poder en cada distrito, el Presidente debe determinar cómo sumará estructura: por adhesión directa o por acuerdos con otras fuerzas, tal como le propone el PRO de Mauricio Macri.
Mientras esa definición es asumida en función del tiempo electoral que viene, alguien se adelantó para presentarse como un polo contrario. Nada ni nadie es igual después de tantos desastres.
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Los insultos del Presidente merecen una respuesta de la Justicia
En el derecho occidental, los agravios y las arengas violentas de un mandatario pueden dar lugar al juicio político
Roberto Gargarella
El presidente Javier Milei, durante una de sus temperamentales alocuciones
El presidente argentino nos ofende y ruboriza, cotidianamente, a través de un uso siempre irrespetuoso del lenguaje que, más que desafiante o innovador, aparece como desalmado y reaccionario. En lo que sigue, no me detendré en el carácter inmoral o deshonesto de sus dichos sino, más bien, en la respuesta que debe dar el derecho frente a expresiones tales. Según diré, el Presidente –como una mayoría de funcionarios públicos de alto rango– goza de una libertad de expresión limitada, en relación con el resto de la ciudadanía: la dignidad de su cargo, los deberes propios de su función y la mayor influencia de su discurso hacen que el Ejecutivo tenga mayores responsabilidades por lo que dice, y que su palabra esté sujeta a mayores restricciones. Esto es, el Presidente no puede “decir cualquier cosa”, impunemente, en el ejercicio de sus funciones: sus ofensas, insultos e incitaciones a la violencia tienen que ser limitadas y –eventualmente– sancionadas con un juicio político. Según diré, la respuesta jurídica que propongo no es exagerada, sino la que resulta de una práctica bien establecida en el derecho occidental, tal como nos lo recuerdan casos como los de Andrew Johnson, Richard Nixon y Donald Trump. Los agravios, las mentiras, las arengas violentas expresadas desde la Presidencia pueden ser, han sido, y deben ser objeto de limitación, persecución y sanción legal.
Insultos presidenciales. Evidenciar las faltas de respeto y humillaciones presidenciales resulta una tarea muy sencilla: basta con tomar, al azar, cualquiera de sus discursos, para encontrar pruebas contundentes del carácter injurioso de sus dichos. Excusándome por la vergüenza ajena que generan sus términos, cito algunos ejemplos, como forma de dejar en claro el tipo de expresiones a las que me refiero. El Presidente ha aludido, muy habitualmente, al Congreso como un “nido de ratas”; ha dicho que los políticos son “una mierda que la gente desprecia”; se ha referido a los periodistas como “corruptos, soretes y ensobrados” (en el acto de Parque Lezama –y es importante recordar este dato– el Presidente arengó e incitó al público, cuando algunos participantes empezaron a gritar “hijos de puta” contra los periodistas); describió el Estado como “un pedófilo con los nenes encadenados y bañados en vaselina”; se dirigió a las personas de izquierda (“la mayoría del país”, según sus dichos) gritando “detesto a los comunistas: zurdos, hijos de puta tiemblen”; señaló al Papa como un “impresentable” y “comunista”, que “representa al maligno en la tierra” (aunque afirmó esto antes de asumir el cargo y después se desdijo). Y un largo etcétera. Es decir, el discurso presidencial aparece permanentemente regado de agravios, injurias, difamaciones, discursos de odio, obscenidades, incitaciones a la violencia, es decir, expresiones ofensivas que hacen un llamado a la intervención al derecho vigente.
Lanzamiento del partido La Libertad Avanza encabezado por el presidente Javier Milei en el parque centenario. Octubre 2024
Los límites a la expresión de los funcionarios públicos. Es un hecho, en una mayoría de países occidentales, que los empleados públicos y funcionarios de gobierno tienen una protección limitada, en materia de libertad de expresión, y en relación con las cosas que pueden decir en su trabajo, o que pueden afectar su desempeño en el trabajo. Según la Corte Suprema de los Estados Unidos, por ejemplo, el empleo público viene de la mano de ciertas restricciones en el “ejercicio de los derechos constitucionales”: los empleados del gobierno y los oficiales públicos tienen responsabilidades públicas que hacen que no puedan ejercer plenamente sus libertades, como otros ciudadanos comunes.
La idea de la Corte norteamericana es que la mayor influencia conlleva mayores cargas y responsabilidades. Así, y según este tribunal, mientras que los empleados de menor rango cuentan con ciertas protecciones contra la posibilidad de ser echados por causa de sus puntos de vista, los funcionarios de mayor rango carecen de ellas (de hecho, y como sabemos, resulta habitual que los empleados de más alto rango sean echados de su cargo en razón de sus afirmaciones políticas). En tal sentido, cuanto más se sube en la pirámide jerárquica, mayores son las exigencias y responsabilidades por el discurso de los funcionarios.
Se suele citar, al respecto, los juicios políticos iniciados por el Partido Republicano, de Thomas Jefferson, contra los jueces federales John Pickering, en 1802 (Pickering había declarado que tenía un sesgo a favor del Partido Federalista); y Samuel Chase, en 1804 (Chase había acusado a Jefferson de gobernar a través del “poder de la turba”, una mobocracy). El primero de tales jueces fue destituido, y el segundo casi lo fue. En todo caso, y desde entonces, los jueces federales “aprendieron la lección” de que no debían pronunciar, como jueces, discursos partisanos.
Restricciones como las referidas aparecen de forma todavía más evidente en relación con la palabra presidencial. De hecho, los impeachments contra Johnson, Nixon, Clinton y Trump se originaron, todos –y al menos, en parte–, a partir de afirmaciones hechas por ellos en el ejercicio de su cargo. En el caso de Johnson, el más relevante para nuestro estudio (Johnson se salvó de la destitución por el mínimo margen), nos encontramos con un presidente enjuiciado por su constante denigración del Congreso, una falta grave que lo une con el presidente argentino. Al iniciar el proceso de impeachment, la Cámara Baja sostuvo entonces (1868) que Johnson, “desconsiderando los altos deberes de su cargo; la dignidad del mismo; y la armonía y cortesías que deben existir […] entre las ramas ejecutiva y legislativa [...] excita el odio y el resentimiento de todas las buenas personas de los Estados Unidos contra el Congreso”.
En el caso de Trump (sometido a dos procesos de impeachment), el objetivo declarado de los diputados no fue el de “castigar un discurso ilegal, sino, más bien, el de proteger a la nación de un presidente que ha violado su juramento y abusado de la confianza pública”. El punto es importante porque nos ayuda a subrayar lo que, desde los inicios del constitucionalismo, se consideró que era la esencia del juicio político: el “abuso o violación de la confianza pública” (Alexander Hamilton, El Federalista n. 65).
Los discursos divisivos o intolerantes. Keith Whittington, uno de los principales especialistas contemporáneos en materia de libertad de expresión, sostuvo al respecto que “el discurso divisivo, intolerante, imprudente o peligroso puede convertirse en el fundamento para un juicio político”, aun si las expresiones del caso fueran (como no lo son en la mayoría de los ejemplos que nos ocupan) “perfectamente legales”. Su defensa del juicio político en estos casos se basa en la importancia de no “normalizar” tales inconductas presidenciales. Whittington cita entonces al senador Charles Summer, que, durante el juicio político seguido contra Johnson, mantuvo que el proceso tenía como objetivo “establecer un precedente” capaz de “contrarrestar” el efecto de las inconductas presidenciales. Como una moción de censura, el juicio político demostraba que existía un “disgusto” generalizado respecto de las acciones del presidente. Dejaba en claro el rechazo público frente a sus dichos y procuraba restaurar, de una vez por todas, “la dignidad” que era y debía ser propia del cargo de servidor público.
El presidente argentino, sus seguidores, sus aduladores, pero también sus críticos, deberían prestar atención a antecedentes tales. Ellos nos dicen que, en relación con el discurso de nuestros más altos funcionarios, no todo es aceptable ni todo está (constitucionalmente) permitido. La “dignidad” de un cargo como el del Ejecutivo exige de ciertos cuidados, destinados a favorecer nuestra educación cívica y a fortalecer el respeto que nos debemos unos a otros. Tal vez, dentro de la cultura “ajurídica” de nuestro país (el “país al margen de la ley” del que hablaba Carlos Nino), tales exigencias parezcan innecesarias, supererogatorias o aun ridículas. Desgraciadamente, estamos acostumbrándonos a discutir sobre el financiamiento de la educación, el mantenimiento del sistema de salud pública o –en el caso que aquí nos ocupa– el decoro y cuidado que debe guardar la palabra presidencial, como si se tratara de materias meramente opinables, cursos de acción simplemente opcionales. A quienes así piensan, sin embargo, el derecho les tiene una mala noticia: nuestra historia constitucional considera que exigencias de respeto como las señaladas son obligatorias; califica a su incumplimiento como “abuso o violación de la confianza pública” y pide sancionar a sus responsables con una herramienta en particular, el juicio político
Las encuestas que enojan a Javier Milei son las mismas que llevan a Cristina Kirchner a la presidencia del peronismo, formalmente el cargo de jefa de la oposición. Prisionera de sí misma, la expresidenta fracasó en todas las fórmulas de delegación que intentó. Parada frente al espejo que le señala el desgaste político, se resigna y resuelve: es ella o no hay nadie que puede ejercer a un tiempo el poder en el peronismo y ocuparse de las trabajosas tareas que implica el mando.
No hay registro en las palabras, gestos y decisiones de Cristina Kirchner de ninguna autocrítica. Los responsables de las desgracias argentinas fueron, son y serán siempre los demás. El culpable es el otro.
La realidad se ha encargado de mostrar lo contrario y también ha puesto en duda su conducta penal, como responsable de graves delitos. Pero ni los malos gobiernos ni las causas de corrupción impactan en un ejército de incondicionales que, aunque menguado, sigue siendo la minoría hegemónica del peronismo y una opción de poder por ausencia y falta de regeneración del resto de los actores políticos.
Cristina no está sola. El viejo error de creer que el kirchnerismo y el peronismo son cosas diferentes es una trampa que subsiste. El peronismo no está secuestrado por el kirchnerismo, como supo decir Mauricio Macri. Más de veinte años después del comienzo del ciclo del matrimonio Kirchner, el peronismo es conducido por la misma corriente que reemplazó al menemismo. Fracciones puede haber varias, pero todas están subordinadas al kirchnerismo. El kirchnerismo es el peronismo por la simple razón de que el primero lo maneja a su antojo hace más tiempo que ninguna otra corriente interna después de la muerte de Perón.
En los sondeos que marcan que el ajuste económico provoca cansancio y deserciones, Cristina cree haber encontrado la oportunidad de hacer visible que ella sigue representando uno de los polos de la política del país.
Es una lógica anclada en la historia que muestra que después de cada crisis, el sistema tiende siempre a reordenarse en dos grandes frentes interpartidarios.
El terremoto que implicó la llegada de Milei dejó en el suelo el anterior esquema que comprendía al kirchnerismo y sus satélites contra Juntos por el Cambio. Mientras el PRO pierde por absorción y por el (por ahora) fallido intento de alianzas con los libertarios, el radicalismo es un barco a la deriva, sin liderazgos ni estrategia.
Más de dos tercios de los votantes que hasta la última elección acompañaron a Juntos por el Cambio prefieren hoy bancar a Milei, un poco porque acuerdan con el curso de su gobierno, otro poco porque ya no se sienten representados por sus anteriores líderes y también porque, ante la duda, cualquier cosa será útil para impedir que regrese el kirchnerismo.
El peronismo no sufre el riesgo de desaparecer como sus antiguos rivales por la atracción que genera el polo libertario, aunque una parte importante de las barriadas populares tienen un cierto aprecio por el dirigente libertario más por estilo que por resultados.
El problema del PJ está en el enorme deterioro que sufre frente al electorado que siempre define las elecciones cambiando el voto según sean las consecuencias de sus gestiones.
Cristina es la principal responsable de haber puesto a Alberto Fernández en la presidencia. Ese fue el último, pero no el más grave error que se le puede achacar. El peronismo está gravemente expuesto a su pasado inmediato representado por quien desea volver al poder sin reparar en los daños que acaba de causar.
Cristina lo disimula como puede, amparada por la incondicionalidad de sus seguidores y, todavía más importante, por la ausencia de voluntad de reemplazarla que mantiene inalterable su liderazgo por falta de competidores.
Esa ventaja es también un problema. La transferencia de funciones, pero no del poder le resulta imposible. Ya probó con Alberto Fernández como delfín. Y ahora la preferencia de Cristina por su hijo Máximo Kirchner por sobre Axel Kicillof le impone que sea ella la que personalmente deba interponerse en una pelea desigual que el gobernador de Buenos Aires tiene ganada de antemano ante el desprestigio interno de su rival.
Kicillof es hoy el único en condiciones de cruzar a Cristina dentro del peronismo, pero elige no hacerlo y se subordina. Tiene, a su vez, un límite concreto apenas se asoma dentro del estrecho círculo ideológico en el que el kirchnerismo le permitió crecer.
Kicillof todavía cree que su jefa le cederá el poder. Acaba de ser notificado de que eso no ocurrirá por el momento.
La expresidenta también es un límite en sí misma para el resto del peronismo. Es una solución en tanto le ahorra al resto de los coroneles del PJ el trabajo de ordenar al partido y uniformarlo debajo de un nuevo liderazgo. Pero es un límite para muchos dirigentes despistados de otros partidos que imaginan un acuerdo con un peronismo sin ella.
La reaparición de Cristina implica la reproducción de una etapa de dos jefaturas antagónicas tal como en los años de la presidencia de Mauricio Macri. Nada definió mejor la necesidad de Cambiemos que la construcción de una fuerza con capacidad de derrotarla; quizás ese haya sido el pecado original del frente que compartieron el PRO, el radicalismo y la Coalición Cívica.
Milei acertó cuando englobó todo lo anterior a él y lo llamó casta. Mientras vertebra una fuerza política nueva desde el poder en cada distrito, el Presidente debe determinar cómo sumará estructura: por adhesión directa o por acuerdos con otras fuerzas, tal como le propone el PRO de Mauricio Macri.
Mientras esa definición es asumida en función del tiempo electoral que viene, alguien se adelantó para presentarse como un polo contrario. Nada ni nadie es igual después de tantos desastres.
&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&
Los insultos del Presidente merecen una respuesta de la Justicia
En el derecho occidental, los agravios y las arengas violentas de un mandatario pueden dar lugar al juicio político
Roberto Gargarella
El presidente argentino nos ofende y ruboriza, cotidianamente, a través de un uso siempre irrespetuoso del lenguaje que, más que desafiante o innovador, aparece como desalmado y reaccionario. En lo que sigue, no me detendré en el carácter inmoral o deshonesto de sus dichos sino, más bien, en la respuesta que debe dar el derecho frente a expresiones tales. Según diré, el Presidente –como una mayoría de funcionarios públicos de alto rango– goza de una libertad de expresión limitada, en relación con el resto de la ciudadanía: la dignidad de su cargo, los deberes propios de su función y la mayor influencia de su discurso hacen que el Ejecutivo tenga mayores responsabilidades por lo que dice, y que su palabra esté sujeta a mayores restricciones. Esto es, el Presidente no puede “decir cualquier cosa”, impunemente, en el ejercicio de sus funciones: sus ofensas, insultos e incitaciones a la violencia tienen que ser limitadas y –eventualmente– sancionadas con un juicio político. Según diré, la respuesta jurídica que propongo no es exagerada, sino la que resulta de una práctica bien establecida en el derecho occidental, tal como nos lo recuerdan casos como los de Andrew Johnson, Richard Nixon y Donald Trump. Los agravios, las mentiras, las arengas violentas expresadas desde la Presidencia pueden ser, han sido, y deben ser objeto de limitación, persecución y sanción legal.
Insultos presidenciales. Evidenciar las faltas de respeto y humillaciones presidenciales resulta una tarea muy sencilla: basta con tomar, al azar, cualquiera de sus discursos, para encontrar pruebas contundentes del carácter injurioso de sus dichos. Excusándome por la vergüenza ajena que generan sus términos, cito algunos ejemplos, como forma de dejar en claro el tipo de expresiones a las que me refiero. El Presidente ha aludido, muy habitualmente, al Congreso como un “nido de ratas”; ha dicho que los políticos son “una mierda que la gente desprecia”; se ha referido a los periodistas como “corruptos, soretes y ensobrados” (en el acto de Parque Lezama –y es importante recordar este dato– el Presidente arengó e incitó al público, cuando algunos participantes empezaron a gritar “hijos de puta” contra los periodistas); describió el Estado como “un pedófilo con los nenes encadenados y bañados en vaselina”; se dirigió a las personas de izquierda (“la mayoría del país”, según sus dichos) gritando “detesto a los comunistas: zurdos, hijos de puta tiemblen”; señaló al Papa como un “impresentable” y “comunista”, que “representa al maligno en la tierra” (aunque afirmó esto antes de asumir el cargo y después se desdijo). Y un largo etcétera. Es decir, el discurso presidencial aparece permanentemente regado de agravios, injurias, difamaciones, discursos de odio, obscenidades, incitaciones a la violencia, es decir, expresiones ofensivas que hacen un llamado a la intervención al derecho vigente.
Los límites a la expresión de los funcionarios públicos. Es un hecho, en una mayoría de países occidentales, que los empleados públicos y funcionarios de gobierno tienen una protección limitada, en materia de libertad de expresión, y en relación con las cosas que pueden decir en su trabajo, o que pueden afectar su desempeño en el trabajo. Según la Corte Suprema de los Estados Unidos, por ejemplo, el empleo público viene de la mano de ciertas restricciones en el “ejercicio de los derechos constitucionales”: los empleados del gobierno y los oficiales públicos tienen responsabilidades públicas que hacen que no puedan ejercer plenamente sus libertades, como otros ciudadanos comunes.
La idea de la Corte norteamericana es que la mayor influencia conlleva mayores cargas y responsabilidades. Así, y según este tribunal, mientras que los empleados de menor rango cuentan con ciertas protecciones contra la posibilidad de ser echados por causa de sus puntos de vista, los funcionarios de mayor rango carecen de ellas (de hecho, y como sabemos, resulta habitual que los empleados de más alto rango sean echados de su cargo en razón de sus afirmaciones políticas). En tal sentido, cuanto más se sube en la pirámide jerárquica, mayores son las exigencias y responsabilidades por el discurso de los funcionarios.
Se suele citar, al respecto, los juicios políticos iniciados por el Partido Republicano, de Thomas Jefferson, contra los jueces federales John Pickering, en 1802 (Pickering había declarado que tenía un sesgo a favor del Partido Federalista); y Samuel Chase, en 1804 (Chase había acusado a Jefferson de gobernar a través del “poder de la turba”, una mobocracy). El primero de tales jueces fue destituido, y el segundo casi lo fue. En todo caso, y desde entonces, los jueces federales “aprendieron la lección” de que no debían pronunciar, como jueces, discursos partisanos.
Restricciones como las referidas aparecen de forma todavía más evidente en relación con la palabra presidencial. De hecho, los impeachments contra Johnson, Nixon, Clinton y Trump se originaron, todos –y al menos, en parte–, a partir de afirmaciones hechas por ellos en el ejercicio de su cargo. En el caso de Johnson, el más relevante para nuestro estudio (Johnson se salvó de la destitución por el mínimo margen), nos encontramos con un presidente enjuiciado por su constante denigración del Congreso, una falta grave que lo une con el presidente argentino. Al iniciar el proceso de impeachment, la Cámara Baja sostuvo entonces (1868) que Johnson, “desconsiderando los altos deberes de su cargo; la dignidad del mismo; y la armonía y cortesías que deben existir […] entre las ramas ejecutiva y legislativa [...] excita el odio y el resentimiento de todas las buenas personas de los Estados Unidos contra el Congreso”.
En el caso de Trump (sometido a dos procesos de impeachment), el objetivo declarado de los diputados no fue el de “castigar un discurso ilegal, sino, más bien, el de proteger a la nación de un presidente que ha violado su juramento y abusado de la confianza pública”. El punto es importante porque nos ayuda a subrayar lo que, desde los inicios del constitucionalismo, se consideró que era la esencia del juicio político: el “abuso o violación de la confianza pública” (Alexander Hamilton, El Federalista n. 65).
Los discursos divisivos o intolerantes. Keith Whittington, uno de los principales especialistas contemporáneos en materia de libertad de expresión, sostuvo al respecto que “el discurso divisivo, intolerante, imprudente o peligroso puede convertirse en el fundamento para un juicio político”, aun si las expresiones del caso fueran (como no lo son en la mayoría de los ejemplos que nos ocupan) “perfectamente legales”. Su defensa del juicio político en estos casos se basa en la importancia de no “normalizar” tales inconductas presidenciales. Whittington cita entonces al senador Charles Summer, que, durante el juicio político seguido contra Johnson, mantuvo que el proceso tenía como objetivo “establecer un precedente” capaz de “contrarrestar” el efecto de las inconductas presidenciales. Como una moción de censura, el juicio político demostraba que existía un “disgusto” generalizado respecto de las acciones del presidente. Dejaba en claro el rechazo público frente a sus dichos y procuraba restaurar, de una vez por todas, “la dignidad” que era y debía ser propia del cargo de servidor público.
El presidente argentino, sus seguidores, sus aduladores, pero también sus críticos, deberían prestar atención a antecedentes tales. Ellos nos dicen que, en relación con el discurso de nuestros más altos funcionarios, no todo es aceptable ni todo está (constitucionalmente) permitido. La “dignidad” de un cargo como el del Ejecutivo exige de ciertos cuidados, destinados a favorecer nuestra educación cívica y a fortalecer el respeto que nos debemos unos a otros. Tal vez, dentro de la cultura “ajurídica” de nuestro país (el “país al margen de la ley” del que hablaba Carlos Nino), tales exigencias parezcan innecesarias, supererogatorias o aun ridículas. Desgraciadamente, estamos acostumbrándonos a discutir sobre el financiamiento de la educación, el mantenimiento del sistema de salud pública o –en el caso que aquí nos ocupa– el decoro y cuidado que debe guardar la palabra presidencial, como si se tratara de materias meramente opinables, cursos de acción simplemente opcionales. A quienes así piensan, sin embargo, el derecho les tiene una mala noticia: nuestra historia constitucional considera que exigencias de respeto como las señaladas son obligatorias; califica a su incumplimiento como “abuso o violación de la confianza pública” y pide sancionar a sus responsables con una herramienta en particular, el juicio político
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