El asedio de la microviolencia cotidiana
PALAZOS DE GOLF Y “PIQUETES DIGITALES”. ¿Somos una sociedad que tiende a naturalizar la hostilidad y la prepotencia? ¿Impera una atmósfera en la que la agresión y el insulto se sienten legitimados?
Luciano Román 
La crónica cotidiana nos ofrece fragmentos de una sociedad astillada. No se trata solo de la megaviolencia delictiva y de la amenaza permanente del crimen organizado. Hay una microviolencia que late alrededor de nosotros y que tiende a debilitar el sistema de convivencia de un modo que a veces parece imperceptible.
Un día nos enteramos de que una pareja le pega con un palo de golf a una mujer que, aparentemente, estaba en un lugar indebido en un club privado de Pinamar. El mismo día leemos que un encumbrado legislador manda literalmente “a cagar” a través de un tuit a los dirigentes de una entidad empresaria con la que tiene desacuerdos. Una escritora, cuya novela ha generado polémica por su cuestionable incorporación como lectura escolar, denuncia que sufrió una avalancha de amenazas, no solo contra ella sino también contra sus hijos. Son noticias, aparentemente inconexas, de la última semana. Pero ¿no serán, sin embargo, los síntomas de una descomposición más profunda en el tejido social? ¿No nos hablan de una época teñida de intolerancia y virulencia? Todos escuchamos con penosa frecuencia relatos inconcebibles de una suerte de salvajismo que degrada la convivencia: agresiones a maestros o profesores en las escuelas; ataques por incidentes de tránsito; insultos y golpes en las guardias de los hospitales; prepotencia en el uso del espacio público; enfrentamientos dentro o fuera de los estadios de fútbol; amenazas a árbitros o directores técnicos en el deporte infantil; linchamientos digitales; vandalismo urbano y hasta burdos cruces de agravios en recintos judiciales o parlamentarios. La enumeración es tan diversa como infinita. Muchos parecen desbordes individuales o de pequeños grupos, pero tal vez sean las expresiones de una sociedad que ha extraviado las nociones básicas del respeto y la tolerancia, y que ve la corrección del lenguaje, la cortesía y la cordialidad como meras cuestiones “de forma”; algo secundario, superficial, acartonado y demodé.
Sería temerario, por supuesto, proyectar como un fenómeno social los desvíos y las inconductas de uno o varios individuos, así como atribuir conexiones o causalidades entre circunstancias generales y comportamientos particulares. Pero también implicaría cierta ligereza no reparar en el contexto en el que se producen hechos como el del golf de Pinamar. ¿Somos una sociedad que tiende a naturalizar la hostilidad y la prepotencia en nuestra vida cotidiana? ¿Impera una atmósfera en la que la agresión y el insulto se sienten legitimados? ¿Se debilitó el diálogo en beneficio del atropello y la bravuconada? ¿Los discursos de odio que circulan por las redes permean en la “vida real” y contaminan los vínculos y las relaciones comunitarias? Son preguntas que se imponen a partir de la simple observación de lo que sucede en nuestro propio entorno.
Es verdad que, así como vemos cierto despliegue de hostilidad e intolerancia, podríamos hacer un inventario de actitudes solidarias y altruistas que muchas veces nos reconfortan. Pero ¿qué es lo que más ha avanzado? ¿Cuáles son las actitudes y el tono que tienden a configurarse como el rasgo de una época? Hace apenas unos años hubiera sido impensable que en la guardia de un hospital se vieran obligados a incorporar personal de seguridad; hoy eso resulta habitual. Hasta hace muy poco tiempo, en los estadios de fútbol convivían las hinchadas del local y el visitante; hoy nos hemos resignado a que eso implique un “alto riesgo”. El retroceso en los códigos de convivencia parece un dato evidente.
Hay que observar lo que ocurre en las redes sociales y en el propio discurso público para advertir el avance de un patoterismo que excede el plano de la retórica y la virtualidad. En esos ecosistemas se considera “auténtico” reaccionar con exabruptos verbales y dejarse llevar por una agresividad impulsiva, como si contener o “reprimir” (valga la mala palabra) la propia cólera fuera un acto de hipocresía, una “careta”.
La malversación del concepto de autenticidad hace juego con una exaltación de los extremos y de dogmas irreductibles. Implica un desprecio por la tibieza y por los grises que se traduce en un clima de extrema polarización y de falta de consideración hacia el otro, hacia sus puntos de vista, sus modos de entender y de hacer.
Núcleos militantes del nuevo oficialismo han inventado una jerga que incluye exóticos neologismos, como “mandrilandia”. Alude al mundo de los mandriles, los primates que exhiben en su dorso un rasgo físico que, en el entendimiento vulgar, suele asimilarse al abuso y el sometimiento. “Mandrilandia” remite, entonces, a la idea de humillar al otro; de “domarlo”, para usar otra palabra de moda en el diccionario oficial. Es un lenguaje que, de alguna forma, parece autorizar y hasta legitimar desde el poder cierto salvajismo en la interacción con los otros. En ese universo simbólico es natural, y está bien visto, que no se proponga una discusión ni un debate, mucho menos un diálogo, sino que se insulte, se ridiculice y se mande “a cagar” a aquel con el que se tengan diferencias. Y que eso no lo haga un simple militante desaforado sino un destacado representante del sistema institucional.
Distintas formas de microviolencia tienen una relación directa con la ruptura del diálogo y el desprecio por la conversación. Hay que prestar atención, en ese punto, a lo que dice en su último libro el filósofo israelí Yuval Harari: “Las democracias mueren no solo cuando la gente carece de la libertad de hablar, sino también cuando la gente no quiere o no puede escuchar”. Y nos advierte que “hoy, el hecho de que la gente sea incapaz de escuchar y respetar a sus rivales políticos está poniendo en riesgo la conversación democrática en muchos países”. Es un apunte global, pero bien podría leerse como un mensaje para la Argentina, donde luce cada vez más encogida la vocación para aceptar la crítica, los reparos y las dudas.
La falta de diálogo y de escucha parece permear desde la política hacia todos los estamentos de la sociedad. Se crean burbujas de fanatismo y se naturaliza un código en el que la simple discrepancia es motivo de descalificación y atropello. La duda es vista como un rasgo de debilidad; los matices, como un prurito de “los que se no se la juegan”. Cada vez hay más grupos convencidos de ser los dueños de la razón, y cada vez es más fácil encontrar “masa crítica” para reafirmarse en las propias posiciones. Las redes ofrecen cámaras de eco y permiten encapsularse en aquellos circuitos que refrendan el pensamiento de cada uno. Se exacerba así la impaciencia con el otro, que, si piensa o actúa distinto, necesariamente tiene que estar equivocado. Eso ocurre en una sociedad cada vez más fragmentada, donde la diversidad y el pluralismo se ven arrinconados.
Todo parece conectarse, además, con un espíritu rupturista, en el que subyace una reivindicación de la acción directa. El procedimiento, la negociación, el diálogo, son todas herramientas del “sistema”. Por lo tanto, generan desconfianza y está bien visto combatirlas. De allí, el camino a la brutalidad y al exceso puede resultar demasiado corto.
Uno de los grandes logros del actual gobierno, junto a la drástica baja de la inflación y a la estabilidad macroeconómica, es haber repuesto la vigencia de la norma en la vía pública, donde prácticamente han desaparecido los piquetes. No solo ha funcionado con eficacia un protocolo de seguridad, sino que además se ha desmantelado una telaraña de extorsiones que obligaba a beneficiarios de planes sociales a participar de las marchas y los bloqueos a la libre circulación. Es un progreso fundamental, precisamente en el plano de la convivencia y de una atmósfera civilizada. Pero, así como se ha atenuado la extorsión callejera, se intensificaron los “piquetes digitales”, las emboscadas en las redes y los patoteos virtuales.
Activistas del oficialismo se jactan de utilizar el celular como un arma. De hecho, dijeron que se referían precisamente a los teléfonos cuando se definieron a sí mismos como el “brazo armado” del Presidente. ¿Significa que ese dispositivo puede ser usado para condicionar, amedrentar, acorralar o herir a otros? Empuñado con esos propósitos, el celular puede ser, efectivamente, un arma tan dañina como peligrosa. Es el equivalente al palo y la capucha del piquete tradicional, porque puede lastimar y ampararse en el anonimato. ¿No retrocede y se debilita la convivencia en el hostigamiento y el bullying digital? El miedo a ser “linchado” en las redes lleva a muchos actores valiosos a replegarse de la escena pública.
Si se mira con detenimiento el video con el que un testigo registró el ataque incalificable en el club de golf de Pinamar se escuchará un mensaje simple, pero a la vez esencial para los tiempos que corren: “¡No pueden estar ahí!”, vocifera uno de los agresores. “Pero eso no te da derecho a pegarle con un palo”, replica, para sí mismo, un hombre que filma la escena. En ese “pero” reside la clave de una sociedad civilizada. El otro puede estar equivocado, “pero” eso no te da derecho a insultarlo, a agredirlo ni a hostigarlo por las redes. Frente a los desacuerdos, existe el diálogo; frente a los conflictos, el procedimiento. Saltarnos una u otra cosa es apelar al atajo y al abuso. Si reconocemos esa barrera elemental, avanzaremos en otro de los grandes desafíos que tiene la Argentina y del que, sin embargo, hablamos poco: recuperar la calidad de la convivencia. ¿Podremos hacerlo antes de que sea demasiado tarde?
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Tasas municipales impagables
Varios municipios del conurbano bonaerense están definiendo aumentos por encima de la inflación anual, lo cual provoca una lógica irritación vecinal
La población se ha cansado de pedir que los grandes ajustes los haga la política y no el común de la gente, al tiempo que las promesas de la dirigencia han estado a la orden del día, al compás de no pocos discursos con matices progresistas que han terminado revelándose como un ejemplo más de populismo demagógico. Lo cierto es que no pocos municipios del Gran Buenos Aires siguen asfixiando a los contribuyentes con tasas de servicios generales que se tornan cada vez más impagables para buena parte de los vecinos, que en algunos lugares ya alertan sobre la posibilidad de rebeliones fiscales.
El caso del municipio de La Matanza, el más poblado de todo el país, no deja de ser emblemático. En el distrito conducido por el cuestionado intendente Fernando Espinoza, los incrementos en la tasa de servicios generales siguen sucediéndose mes tras mes.
Si bien el índice de precios al consumidor (IPC), que elabora el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), arrojó para octubre último un aumento del 2,7%, determinando un crecimiento acumulado a lo largo del año del 107%, la citada tasa municipal de La Matanza ya suma un incremento del 140% para este año, que se fue aplicando en tres etapas –enero, marzo y mayo–, a lo que deben añadirse ajustes adicionales resueltos en abril último mediante un decreto municipal que dispuso un aumento del 36% para la cuota 7, que venció en julio.
Una consecuencia de este fuerte incremento, superior incluso a la evolución del índice del costo de vida, fue la decisión del Banco de la Nación Argentina de cerrar su sucursal en Ramos Mejía, al esgrimir que se trata de la jurisdicción del país donde las tasas municipales tienen mayor impacto sobre el margen financiero de la entidad. En tal sentido, el banco aclaró que, durante los primeros ocho meses de 2024, debió afrontar pagos por 3500 millones de pesos en concepto de tasas municipales, una suma equivalente a la nómina salarial de los 150 trabajadores que se desempeñan en las sedes de la entidad financiera en el distrito matancero.
Otro municipio gobernado por el kirchnerismo, como Lomas de Zamora, se apresta a votar en el Concejo Deliberante exorbitantes aumentos propuestos por el intendente Federico Otermín. El incremento proyectado llegaría al 292% interanual a partir de enero del año próximo, en las zonas más cotizadas del distrito. Según una estimación realizada por concejales de la oposición, para la zona 0, la cuota mensual mínima pasaría de 3300 a 12.936 pesos.
En el partido de San Martín, la oposición al intendente Fernando Moreira, también de Unión por la Patria, denunció que el jefe comunal está proponiendo subas del 143% interanual.
A los continuos incrementos en las tasas de servicios generales, hay que agregar el problema derivado de otro abuso: la creación de nuevas tasas municipales. Por caso, en el partido de Almirante Brown, se creó este año una tasa vial, del 2% sobre el consumo de combustible, y una tasa ambiental, por comercialización de envases no retornables y afines.
Si bien la mayoría de los municipios ha fijado para el corriente año incrementos en relación con el aumento del costo de vida, algunos están efectuando ajustes que superan ese nivel. Se trata de una flagrante demostración de que pretenden trasladar su ineficiencia administrativa y los costos de sus elefantiásicas estructuras a los vecinos.
Parece mentira que muchos de estos “barones del conurbano”, que han hecho del clientelismo, del dispendio de recursos públicos y de la ineficiencia su mejor bandera, pretendan ahora voltear la legislación que les prohíbe la reelección indefinida.
Es de esperar que impere el sentido común entre quienes deben velar por la racionalidad presupuestaria en los municipios bonaerenses.
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Australia limita el uso de redes sociales
Con el apoyo de la oposición conservadora, el gobierno laborista australiano consiguió la aprobación en el Senado, por 34 votos a 19, de una ley que prohíbe el uso de redes sociales a menores de 16 años. En el laxo escenario en el que estas proliferan, la norma que regirá a partir de noviembre 2025 impone estrictos controles y penalidades. Así como no especifica sobre qué plataformas aplicará la prohibición, tampoco contempla excepciones para usuarios actuales –ni aun con autorización parental–, aunque los menores no serán penalizados.
Muchas preguntas aún no tienen respuestas en el terreno de implementación de la ley. Una de las primeras plantea cómo definir cuáles se considerarán redes sociales cuando sitios de juegos, servicios de mensajería o YouTube quedarían aparentemente fuera de la prohibición. TikTok, Facebook, Snapchat, Reddit, X e Instagram podrían recibir multas de hasta 33 millones de dólares si no logran impedir que los menores accedan a cuentas propias, trasladando la responsabilidad de los menores, que podrían encontrarle la vuelta para ingresar, a las empresas. Estas deberían cumplir con este requisito desde siempre, pero en pos de las ganancias han declinado sus obligaciones.
El primer ministro australiano, Anthony Albanese, urgido por aumentar su popularidad de cara a las elecciones de mayo, solo estaría buscando suscitar el apoyo de los padres. Las empresas tecnológicas, por su parte, denuncian que la prohibición constituye una respuesta propia del siglo XX ante los desafíos del siglo XXI.
Regular el acceso de niños a las redes sociales para que empiecen desarrollándose en el mundo real es una tendencia en aumento. Muchos asemejan la cuestión al consumo de alcohol o al acceso a determinadas películas con restricciones según edad. Países como Corea del Sur, Francia y el estado de Utah en Estados Unidos introdujeron legislación en esta materia con distintos resultados. Aunque aún podrá ser impugnada, el estado de Florida aprobó la prohibición para menores de 14 años de crear cuentas en redes sociales sin consentimiento paterno a partir de enero próximo.
El 77% de los australianos están a favor de la ley. Este mayoritario plafón, traducido también en 102 votos contra 13 en la Cámara de Representantes, se contrapone a quienes alertan sobre consecuencias no deseadas para el bienestar y la salud infantiles. Preocupados por el peligroso aislamiento en el que podrían quedar muchos jóvenes que recurren a las redes en busca de apoyo, señalan también que puede forzarlos a sumergirse en terrenos más peligrosos y sin regulaciones dentro de internet. Se acusa al gobierno de haber llegado a la medida a las apuradas, sin suficiente evidencia, por lo que anticipan que puede generar demasiado daño. No necesariamente quienes abandonen las redes disfrutarán de pasar más tiempo presencialmente con amigos.
Quienes critican la medida argumentan que bastaría utilizar una VPN para vulnerar la prohibición y que la prohibición a los menores puede afectar la privacidad de los mayores. Las plataformas no podrán obligar a brindar documentos de identidad para comprobar la edad por lo que se prevé instrumentar sistemas de verificación que incluyan datos biométricos o identificación gubernamental, con otras alternativas en ensayo.
Nadie discute ya los riesgos y la vulnerabilidad que imponen las redes sociales y que afectan principalmente a los más jóvenes. Seguramente, una vez más, haya que poner el acento en la importancia del acompañamiento familiar de los menores y en aumentar la inversión en educación para enseñarles a autoprotegerse debidamente desarrollando su pensamiento crítico. Como alegan numerosos expertos, más que de prohibirles bañarse, se trata de enseñarles a nadar.
La crónica cotidiana nos ofrece fragmentos de una sociedad astillada. No se trata solo de la megaviolencia delictiva y de la amenaza permanente del crimen organizado. Hay una microviolencia que late alrededor de nosotros y que tiende a debilitar el sistema de convivencia de un modo que a veces parece imperceptible.
Un día nos enteramos de que una pareja le pega con un palo de golf a una mujer que, aparentemente, estaba en un lugar indebido en un club privado de Pinamar. El mismo día leemos que un encumbrado legislador manda literalmente “a cagar” a través de un tuit a los dirigentes de una entidad empresaria con la que tiene desacuerdos. Una escritora, cuya novela ha generado polémica por su cuestionable incorporación como lectura escolar, denuncia que sufrió una avalancha de amenazas, no solo contra ella sino también contra sus hijos. Son noticias, aparentemente inconexas, de la última semana. Pero ¿no serán, sin embargo, los síntomas de una descomposición más profunda en el tejido social? ¿No nos hablan de una época teñida de intolerancia y virulencia? Todos escuchamos con penosa frecuencia relatos inconcebibles de una suerte de salvajismo que degrada la convivencia: agresiones a maestros o profesores en las escuelas; ataques por incidentes de tránsito; insultos y golpes en las guardias de los hospitales; prepotencia en el uso del espacio público; enfrentamientos dentro o fuera de los estadios de fútbol; amenazas a árbitros o directores técnicos en el deporte infantil; linchamientos digitales; vandalismo urbano y hasta burdos cruces de agravios en recintos judiciales o parlamentarios. La enumeración es tan diversa como infinita. Muchos parecen desbordes individuales o de pequeños grupos, pero tal vez sean las expresiones de una sociedad que ha extraviado las nociones básicas del respeto y la tolerancia, y que ve la corrección del lenguaje, la cortesía y la cordialidad como meras cuestiones “de forma”; algo secundario, superficial, acartonado y demodé.
Sería temerario, por supuesto, proyectar como un fenómeno social los desvíos y las inconductas de uno o varios individuos, así como atribuir conexiones o causalidades entre circunstancias generales y comportamientos particulares. Pero también implicaría cierta ligereza no reparar en el contexto en el que se producen hechos como el del golf de Pinamar. ¿Somos una sociedad que tiende a naturalizar la hostilidad y la prepotencia en nuestra vida cotidiana? ¿Impera una atmósfera en la que la agresión y el insulto se sienten legitimados? ¿Se debilitó el diálogo en beneficio del atropello y la bravuconada? ¿Los discursos de odio que circulan por las redes permean en la “vida real” y contaminan los vínculos y las relaciones comunitarias? Son preguntas que se imponen a partir de la simple observación de lo que sucede en nuestro propio entorno.
Es verdad que, así como vemos cierto despliegue de hostilidad e intolerancia, podríamos hacer un inventario de actitudes solidarias y altruistas que muchas veces nos reconfortan. Pero ¿qué es lo que más ha avanzado? ¿Cuáles son las actitudes y el tono que tienden a configurarse como el rasgo de una época? Hace apenas unos años hubiera sido impensable que en la guardia de un hospital se vieran obligados a incorporar personal de seguridad; hoy eso resulta habitual. Hasta hace muy poco tiempo, en los estadios de fútbol convivían las hinchadas del local y el visitante; hoy nos hemos resignado a que eso implique un “alto riesgo”. El retroceso en los códigos de convivencia parece un dato evidente.
Hay que observar lo que ocurre en las redes sociales y en el propio discurso público para advertir el avance de un patoterismo que excede el plano de la retórica y la virtualidad. En esos ecosistemas se considera “auténtico” reaccionar con exabruptos verbales y dejarse llevar por una agresividad impulsiva, como si contener o “reprimir” (valga la mala palabra) la propia cólera fuera un acto de hipocresía, una “careta”.
La malversación del concepto de autenticidad hace juego con una exaltación de los extremos y de dogmas irreductibles. Implica un desprecio por la tibieza y por los grises que se traduce en un clima de extrema polarización y de falta de consideración hacia el otro, hacia sus puntos de vista, sus modos de entender y de hacer.
Núcleos militantes del nuevo oficialismo han inventado una jerga que incluye exóticos neologismos, como “mandrilandia”. Alude al mundo de los mandriles, los primates que exhiben en su dorso un rasgo físico que, en el entendimiento vulgar, suele asimilarse al abuso y el sometimiento. “Mandrilandia” remite, entonces, a la idea de humillar al otro; de “domarlo”, para usar otra palabra de moda en el diccionario oficial. Es un lenguaje que, de alguna forma, parece autorizar y hasta legitimar desde el poder cierto salvajismo en la interacción con los otros. En ese universo simbólico es natural, y está bien visto, que no se proponga una discusión ni un debate, mucho menos un diálogo, sino que se insulte, se ridiculice y se mande “a cagar” a aquel con el que se tengan diferencias. Y que eso no lo haga un simple militante desaforado sino un destacado representante del sistema institucional.
Distintas formas de microviolencia tienen una relación directa con la ruptura del diálogo y el desprecio por la conversación. Hay que prestar atención, en ese punto, a lo que dice en su último libro el filósofo israelí Yuval Harari: “Las democracias mueren no solo cuando la gente carece de la libertad de hablar, sino también cuando la gente no quiere o no puede escuchar”. Y nos advierte que “hoy, el hecho de que la gente sea incapaz de escuchar y respetar a sus rivales políticos está poniendo en riesgo la conversación democrática en muchos países”. Es un apunte global, pero bien podría leerse como un mensaje para la Argentina, donde luce cada vez más encogida la vocación para aceptar la crítica, los reparos y las dudas.
La falta de diálogo y de escucha parece permear desde la política hacia todos los estamentos de la sociedad. Se crean burbujas de fanatismo y se naturaliza un código en el que la simple discrepancia es motivo de descalificación y atropello. La duda es vista como un rasgo de debilidad; los matices, como un prurito de “los que se no se la juegan”. Cada vez hay más grupos convencidos de ser los dueños de la razón, y cada vez es más fácil encontrar “masa crítica” para reafirmarse en las propias posiciones. Las redes ofrecen cámaras de eco y permiten encapsularse en aquellos circuitos que refrendan el pensamiento de cada uno. Se exacerba así la impaciencia con el otro, que, si piensa o actúa distinto, necesariamente tiene que estar equivocado. Eso ocurre en una sociedad cada vez más fragmentada, donde la diversidad y el pluralismo se ven arrinconados.
Todo parece conectarse, además, con un espíritu rupturista, en el que subyace una reivindicación de la acción directa. El procedimiento, la negociación, el diálogo, son todas herramientas del “sistema”. Por lo tanto, generan desconfianza y está bien visto combatirlas. De allí, el camino a la brutalidad y al exceso puede resultar demasiado corto.
Uno de los grandes logros del actual gobierno, junto a la drástica baja de la inflación y a la estabilidad macroeconómica, es haber repuesto la vigencia de la norma en la vía pública, donde prácticamente han desaparecido los piquetes. No solo ha funcionado con eficacia un protocolo de seguridad, sino que además se ha desmantelado una telaraña de extorsiones que obligaba a beneficiarios de planes sociales a participar de las marchas y los bloqueos a la libre circulación. Es un progreso fundamental, precisamente en el plano de la convivencia y de una atmósfera civilizada. Pero, así como se ha atenuado la extorsión callejera, se intensificaron los “piquetes digitales”, las emboscadas en las redes y los patoteos virtuales.
Activistas del oficialismo se jactan de utilizar el celular como un arma. De hecho, dijeron que se referían precisamente a los teléfonos cuando se definieron a sí mismos como el “brazo armado” del Presidente. ¿Significa que ese dispositivo puede ser usado para condicionar, amedrentar, acorralar o herir a otros? Empuñado con esos propósitos, el celular puede ser, efectivamente, un arma tan dañina como peligrosa. Es el equivalente al palo y la capucha del piquete tradicional, porque puede lastimar y ampararse en el anonimato. ¿No retrocede y se debilita la convivencia en el hostigamiento y el bullying digital? El miedo a ser “linchado” en las redes lleva a muchos actores valiosos a replegarse de la escena pública.
Si se mira con detenimiento el video con el que un testigo registró el ataque incalificable en el club de golf de Pinamar se escuchará un mensaje simple, pero a la vez esencial para los tiempos que corren: “¡No pueden estar ahí!”, vocifera uno de los agresores. “Pero eso no te da derecho a pegarle con un palo”, replica, para sí mismo, un hombre que filma la escena. En ese “pero” reside la clave de una sociedad civilizada. El otro puede estar equivocado, “pero” eso no te da derecho a insultarlo, a agredirlo ni a hostigarlo por las redes. Frente a los desacuerdos, existe el diálogo; frente a los conflictos, el procedimiento. Saltarnos una u otra cosa es apelar al atajo y al abuso. Si reconocemos esa barrera elemental, avanzaremos en otro de los grandes desafíos que tiene la Argentina y del que, sin embargo, hablamos poco: recuperar la calidad de la convivencia. ¿Podremos hacerlo antes de que sea demasiado tarde?
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Tasas municipales impagables
Varios municipios del conurbano bonaerense están definiendo aumentos por encima de la inflación anual, lo cual provoca una lógica irritación vecinal
La población se ha cansado de pedir que los grandes ajustes los haga la política y no el común de la gente, al tiempo que las promesas de la dirigencia han estado a la orden del día, al compás de no pocos discursos con matices progresistas que han terminado revelándose como un ejemplo más de populismo demagógico. Lo cierto es que no pocos municipios del Gran Buenos Aires siguen asfixiando a los contribuyentes con tasas de servicios generales que se tornan cada vez más impagables para buena parte de los vecinos, que en algunos lugares ya alertan sobre la posibilidad de rebeliones fiscales.
El caso del municipio de La Matanza, el más poblado de todo el país, no deja de ser emblemático. En el distrito conducido por el cuestionado intendente Fernando Espinoza, los incrementos en la tasa de servicios generales siguen sucediéndose mes tras mes.
Si bien el índice de precios al consumidor (IPC), que elabora el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), arrojó para octubre último un aumento del 2,7%, determinando un crecimiento acumulado a lo largo del año del 107%, la citada tasa municipal de La Matanza ya suma un incremento del 140% para este año, que se fue aplicando en tres etapas –enero, marzo y mayo–, a lo que deben añadirse ajustes adicionales resueltos en abril último mediante un decreto municipal que dispuso un aumento del 36% para la cuota 7, que venció en julio.
Una consecuencia de este fuerte incremento, superior incluso a la evolución del índice del costo de vida, fue la decisión del Banco de la Nación Argentina de cerrar su sucursal en Ramos Mejía, al esgrimir que se trata de la jurisdicción del país donde las tasas municipales tienen mayor impacto sobre el margen financiero de la entidad. En tal sentido, el banco aclaró que, durante los primeros ocho meses de 2024, debió afrontar pagos por 3500 millones de pesos en concepto de tasas municipales, una suma equivalente a la nómina salarial de los 150 trabajadores que se desempeñan en las sedes de la entidad financiera en el distrito matancero.
Otro municipio gobernado por el kirchnerismo, como Lomas de Zamora, se apresta a votar en el Concejo Deliberante exorbitantes aumentos propuestos por el intendente Federico Otermín. El incremento proyectado llegaría al 292% interanual a partir de enero del año próximo, en las zonas más cotizadas del distrito. Según una estimación realizada por concejales de la oposición, para la zona 0, la cuota mensual mínima pasaría de 3300 a 12.936 pesos.
En el partido de San Martín, la oposición al intendente Fernando Moreira, también de Unión por la Patria, denunció que el jefe comunal está proponiendo subas del 143% interanual.
A los continuos incrementos en las tasas de servicios generales, hay que agregar el problema derivado de otro abuso: la creación de nuevas tasas municipales. Por caso, en el partido de Almirante Brown, se creó este año una tasa vial, del 2% sobre el consumo de combustible, y una tasa ambiental, por comercialización de envases no retornables y afines.
Si bien la mayoría de los municipios ha fijado para el corriente año incrementos en relación con el aumento del costo de vida, algunos están efectuando ajustes que superan ese nivel. Se trata de una flagrante demostración de que pretenden trasladar su ineficiencia administrativa y los costos de sus elefantiásicas estructuras a los vecinos.
Parece mentira que muchos de estos “barones del conurbano”, que han hecho del clientelismo, del dispendio de recursos públicos y de la ineficiencia su mejor bandera, pretendan ahora voltear la legislación que les prohíbe la reelección indefinida.
Es de esperar que impere el sentido común entre quienes deben velar por la racionalidad presupuestaria en los municipios bonaerenses.
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Australia limita el uso de redes sociales
Con el apoyo de la oposición conservadora, el gobierno laborista australiano consiguió la aprobación en el Senado, por 34 votos a 19, de una ley que prohíbe el uso de redes sociales a menores de 16 años. En el laxo escenario en el que estas proliferan, la norma que regirá a partir de noviembre 2025 impone estrictos controles y penalidades. Así como no especifica sobre qué plataformas aplicará la prohibición, tampoco contempla excepciones para usuarios actuales –ni aun con autorización parental–, aunque los menores no serán penalizados.
Muchas preguntas aún no tienen respuestas en el terreno de implementación de la ley. Una de las primeras plantea cómo definir cuáles se considerarán redes sociales cuando sitios de juegos, servicios de mensajería o YouTube quedarían aparentemente fuera de la prohibición. TikTok, Facebook, Snapchat, Reddit, X e Instagram podrían recibir multas de hasta 33 millones de dólares si no logran impedir que los menores accedan a cuentas propias, trasladando la responsabilidad de los menores, que podrían encontrarle la vuelta para ingresar, a las empresas. Estas deberían cumplir con este requisito desde siempre, pero en pos de las ganancias han declinado sus obligaciones.
El primer ministro australiano, Anthony Albanese, urgido por aumentar su popularidad de cara a las elecciones de mayo, solo estaría buscando suscitar el apoyo de los padres. Las empresas tecnológicas, por su parte, denuncian que la prohibición constituye una respuesta propia del siglo XX ante los desafíos del siglo XXI.
Regular el acceso de niños a las redes sociales para que empiecen desarrollándose en el mundo real es una tendencia en aumento. Muchos asemejan la cuestión al consumo de alcohol o al acceso a determinadas películas con restricciones según edad. Países como Corea del Sur, Francia y el estado de Utah en Estados Unidos introdujeron legislación en esta materia con distintos resultados. Aunque aún podrá ser impugnada, el estado de Florida aprobó la prohibición para menores de 14 años de crear cuentas en redes sociales sin consentimiento paterno a partir de enero próximo.
El 77% de los australianos están a favor de la ley. Este mayoritario plafón, traducido también en 102 votos contra 13 en la Cámara de Representantes, se contrapone a quienes alertan sobre consecuencias no deseadas para el bienestar y la salud infantiles. Preocupados por el peligroso aislamiento en el que podrían quedar muchos jóvenes que recurren a las redes en busca de apoyo, señalan también que puede forzarlos a sumergirse en terrenos más peligrosos y sin regulaciones dentro de internet. Se acusa al gobierno de haber llegado a la medida a las apuradas, sin suficiente evidencia, por lo que anticipan que puede generar demasiado daño. No necesariamente quienes abandonen las redes disfrutarán de pasar más tiempo presencialmente con amigos.
Quienes critican la medida argumentan que bastaría utilizar una VPN para vulnerar la prohibición y que la prohibición a los menores puede afectar la privacidad de los mayores. Las plataformas no podrán obligar a brindar documentos de identidad para comprobar la edad por lo que se prevé instrumentar sistemas de verificación que incluyan datos biométricos o identificación gubernamental, con otras alternativas en ensayo.
Nadie discute ya los riesgos y la vulnerabilidad que imponen las redes sociales y que afectan principalmente a los más jóvenes. Seguramente, una vez más, haya que poner el acento en la importancia del acompañamiento familiar de los menores y en aumentar la inversión en educación para enseñarles a autoprotegerse debidamente desarrollando su pensamiento crítico. Como alegan numerosos expertos, más que de prohibirles bañarse, se trata de enseñarles a nadar.
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