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jueves, 5 de enero de 2017

LO HEMOS HECHO MUCHAS VECES; SIGAMOS COLABORANDO


Una mujer que luchó para adoptar a tres hermanos
Fabiana Donati es mamá de Joana hace 9 años; a Brian y Marisol los rescató de unos padres abusivos y hoy viven juntos


"En insistir no me gana nadie", dice Fabiana Donati para ponerle un título a su lucha. Una lucha que culminó con poder darle su apellido a su hija adoptiva Johana y salvar de unos padres abusivos a dos de sus hermanos biológicos. Hoy, ellos cuatro forman una hermosa familia, y la lucha pasa por poder darles la mejor calidad de vida posible.
Viven en una casa de dos ambientes en San Isidro, donde falta espacio pero sobra cariño. Fabiana duerme en un sillón en el living y sus tres hijos en la única habitación. La Fiscalía de Estado de San Isidro le dio en comodato una casa más espaciosa que no tiene herederos, pero les faltan los recursos para arreglarla.
Joana (18), Brian (17) y Marisol (15) estuvieron varios años en el hogar Familias de Esperanza. Un día una vecina de Fabiana pasó por la puerta de su casa con varios chicos de ese hogar que nadie sacaba a pasear. "Eran como 10. Y Johana, que tenía 5 años, me agarró la mano. Era toda negrita y redondita. Y le dije a mi amiga: el fin de semana que viene la saco yo", dice recordando el momento fundacional de esa relación que sólo fue creciendo en incondicionalidad.
Un cambio de vida
Fabiana nunca quiso ser madre. Pero sin darse cuenta, Johana ya la había elegido. "Yo la sacaba los fines de semana, las fiestas y las vacaciones. Y también los veía a los hermanos. Pasaron cuatro años así. Finalmente, un día les dictaron la situación de adopotabilidad y la jueza me llamó para decirme que Johana quería que fuera su mamá. Yo ni siquiera estaba anotada para adoptar", cuenta con la misma sensación de desesperación y adrenalina que tuvo en ese momento.
"Justo me había ido a vivir a San Martín de los Andes y la mandaron en avión allá. Llegó toda contenta. Fue re feliz allá. Estuvimos tres años y después nos volvimos", dice Fabiana.
Durante todo ese tiempo, Joana seguía en contacto con sus dos hermanos que habían sido dados en adopción a un matrimonio. Y ambas tenían la sensación de que algo no estaba funcionando bien. "Cuando volvimos a San Isidro los chicos empezaron a venir a casa, a quedarse a dormir. Un día el más grande me dijo que no quería volver porque los maltrataban", cuenta Fabiana.
Ahí empezó su primera lucha. Su peregrinar por los juzgados reclamando por el bienestar de estos chicos; sus peleas con la jueza encargada de la causa; sus discusiones con los padres adoptivos. Hasta que ganó la partida. "Yo salía llorando del juzgado. Y Johana no estaba tranquila sabiendo que sus hermanos la estaban pasando mal. Un día la causa pasó al juzgado de Marcos Paz y las asistentes sociales me citaron para hablar. Les contamos todo y la jueza me dijo que los chicos se iban a un hogar o se iban conmigo", agrega Fabiana.
El segundo sí
Fabiana junto a sus tres hijos, en San Isidro.
Y de nuevo dijo que sí. Aunque vivía en una casa de dos ambientes, se había quedado sin trabajo y los chicos no tuvieran colegio. "De repente había tres adolescentes en mi casa. Yo no tenía nada. Por suerte los vecinos empezaron a ayudarnos. Fue intenso. Cuando estás ante una situación así ponés primera y después pensás", dice Fabiana.
La adaptación les costó a todos, pero de a poco las cosas se fueron acomodando. Los chicos empezaron a ir al colegio Nacional San Isidro, a integrarse y a disfrutar del estar juntos de nuevo. "Ellos estaban felices. Eran como cachorros. Se agarraban, se tocaban, se reían. Se iban a dormir todos juntos a carcajadas. Fue alucinante", agrega.
Finalmente, después de un extenso papeleo, Fabiana logró adoptar a los tres hermanos. Y a partir de su experiencia, se convirtió en una ferviente impulsora de la adopción de chicos más grandes y grupos de hermanos. "Hay que promover mucho esto. Creo que en la adolescencia hay un punto justo en el cual podés cambiarles la vida. O los salvás o se pueden perder. No hay ningún espacio u hogar para los chicos de más de 16 años. Y cuando los chicos salen, están perdidos, no saben para donde agarrar", dice esta mujer que disfruta de que la llamen mamá.
Hoy comparten salidas a museos, a Marisol le encanta la música, Brian es un fanático del ajedrez y Joana acaba de terminar el colegio. "Yo no me puedo imaginar ahora sin los chicos. No sé cómo hacía antes. Yo no pensaba tener hijos y tuve una adolescencia muy conflictiva. De alguna manera esta experiencia me ayudó a sanar mi propia historia", concluye Fabiana.
Necesitan plata para refaccionar su nueva casa
En este momento están en plan de refaccionar la casa para poder hacerla habitable. Tienen que hacerle toda la instalación de gas y luz, pintarla, y arreglar las paredes y el techo.
"Lo bueno es que está cerca del colegio y que los chicos pueden seguir con su rutina. Por suerte los vecinos ayudan mucho pero necesitamos más donaciones de plata y también personas que puedan ayudar con la mano de obra o la donación de materiales", pide Fabiana.
Como colaborar
FB: Para Que Los Hermanos Sigan Juntos
(011) 156-457-5848
fabianadonati@yahoo.com.ar

M. U. 

martes, 25 de octubre de 2016

LOS HERMANOS SEAN UNIDOS, ESA ES LA LEY PRIMERA.....


Mi mamá fue la última de ¡once hermanos!, todos varones. El dato surgía invariablemente entre el puñado de recuerdos que configuraron nuestra infancia en Banfield. Los otros eran una casa de dos pisos en un pueblito campestre del norte de Alemania, cercano a la frontera con Holanda y a una playa sobre el Atlántico cuyas olas se congelaban en invierno; el orgullo por sus años en el Gymnasium (la escuela secundaria, que a principios del siglo XX era un privilegio infrecuente para las mujeres). Ni ella ni mi papá eran muy dados a revisitar el pasado, tal vez porque se lo habían arrancado de la peor manera cuando, para evitar las atrocidades de la guerra, se vieron forzados a embarcarse hacia un lejano país sudamericano con un par de valijas de cartón y algunos marcos en el bolsillo.

Esa gran casa alborotada de chicos y jóvenes se me hacía como de fantasía. Mi mamá debe haber advertido que cuando volvía a contarnos sobre sus días de juventud me brillaban los ojos al imaginar semejante maravilla, porque se apresuraba a agregar, con un dejo de nostalgia: "Cuando nací, mis padres ya estaban cansados. Fue mi hermano mayor, que me llevaba 20 años, el que se ocupó de mí".
En estos tiempos de familias reducidas a veces se nos escapa el valor de ese vínculo intenso y multifacético que nos une con nuestros hermanos, un hilo de oro que se mantiene inalterable a pesar del tiempo y de la distancia, de los malentendidos y hasta de las naturales diferencias que surgen de experiencias individuales. Con ellos compartimos no sólo una historia común, sino también ese mundo de la memoria que abarca los primeros años de escuela y la construcción de castillos en el arenero de la plaza.

Mi madre trabajó durante una década en una oficina con tanto entusiasmo que probablemente no hubiera optado por la maternidad (una decisión que la llevó a abandonar su empleo) a no ser por la insistencia de mi papá. Nos tuvo a mi hermano y a mí casi "en tiempo de descuento".
Con cuatro años más, mi hermano fue el héroe de mi niñez. Excelente estudiante y lector voraz, no sólo me guió en el camino al universo de los libros, sino que me protegió de sinsabores infantiles y desventuras familiares, y también de mis propias inseguridades. Respaldó cada una de las decisiones que tomé con una lealtad por la que todavía estoy en deuda.
Siempre me había cautivado la idea de una mesa larga rodeada de hijos. Tuve cuatro que hicieron de mi juventud una aventura maravillosa. Verlos crecer, los más chicos aprendiendo de los que los precedían, y los más grandes, supliéndonos, a medida que se sentían fuertes, como maestros y confidentes, o percibir el cariño que los unía y sigue haciéndolo siempre fue y es una fiesta, a pesar de las lógicas y muchas veces abruptas subidas y bajadas en la montaña rusa de sus vidas cotidianas.

Como a muchas mujeres, alguna vez mi primera hija me llevó al borde del ataque de nervios con su inagotable energía. Ella necesitaba desesperadamente un compañero de juegos, pero de su tamaño. Afortunadamente, llegó su hermana. Tras unos días de asombro que no hicieron más que encender su curiosidad, enseguida la convirtió en socia voluntaria (o involuntaria) de sus incipientes tareas escolares y de sus travesuras. Algo que, como una escala musical, se repitió con la llegada del varón y luego de la más pequeña de la familia.
Después crecieron y atravesábamos la ciudad en colectivo para dejar a uno y otro en sus actividades extraescolares, y los pasábamos a recoger para volver a casa, cansados pero estimulados por nuevas vivencias. A veces, cuando tenía que entregar una nota, los llevaba al edificio de mi trabajo. Allí me esperaban sentados en un rincón, como una pequeña tribu, adelantando los deberes del día siguiente.

En esas épocas pensábamos que siempre tendríamos la mesa rodeada de la algarabía de los cuatro críos, pero el flujo de la vida es inexorable. Ahora, algunos faltan por exigencias laborales, otros por compromisos sociales, y hasta hay uno que vive del otro lado del Atlántico. Entonces y ahora, estoy segura, hubo confesiones, desdichas y alegrías de las que fuimos excluidos, porque sólo se comentan entre ellos.
Por eso, cuando escucho hablar sobre las dificultades que presenta la crianza del "hijo único", especialmente en la gran ciudad, me permito sugerir la solución más amorosa y resistente al paso del tiempo: hermanos.
N. B.