Un restaurante de cuento, al pie del cerro Catedral—
Fue almacén de montaña, local de venta de equipos de esquí y bed and breakfast, hasta convertirse en el restaurante que enamoró a Ricardo Darín con sus malffatti de remolacha
Mercedes Monti.
En la noche, las luces cálidas del Living destacan sobre la nieve
En las noches de invierno en la base del cerro Catedral, la gran ventana iluminada de El Living del Almacén interrumpe el paisaje cubierto de nieve. Detrás del vidrio repartido se ven las mesas de madera alumbradas con velas y guirnaldas con lucecitas. De la cocina salen platos humeantes de ragú de cordero y una salamandra a leña calienta el ambiente. En las paredes cuelgan enmarcados paisajes del sur argentino, obras de la fotógrafa Julie Bergadá Mugica. Ella fue quien armó este restaurante en 2006, hoy comandado por sus tres sobrinos: Federica, Jerónimo y Silvestre, hijos de su hermano Gonzalo.
Pero la historia de la familia con esta montaña comenzó una generación antes. Héctor Bergadá Mugica, padre de Julie y gran amante del esquí, empezó a frecuentar el cerro en 1958, unos seis años antes de que se instalara la primera aerosilla. Intuyó que la zona tenía mucho potencial y en 1975 compró varios terrenos. Luego edificó un hotel y fundó el Mountain Club.
El Almacén nació en 1981 y era el único lugar en la base donde se podían comprar comestibles y tubos de gas. Lo construyeron Martín Seré y su mujer, Lola Ortiz Basualdo, sobre un terreno que pertenecía a Héctor. A cambio, lo explotaron hasta 1992. Más tarde sumaron a la venta equipos de esquí, y servicio de video y fotos que sacaban en la montaña. Incluso organizaron una carrera de esquí, bautizada “La carrera del almacén”, que tuvo varias ediciones.
El negocio pasó por distintas manos, pero nada parecía indicar que se convertiría en un restaurante. Julie se dedicó a la fotografía, viajó por el mundo y fue una de las fundadoras de la revista Lugares junto a Luisa Zuberbühler, que luego terminaron vendiendo.
Recién en 2006 se mudó a Barimi loche para hacerse cargo del almacén y abrió un bed and breakfast en un departamento en el cerro.
Como era muy chiquito y no tenía un lugar cómodo para darles de comer a sus huéspedes, armó unas mesas en un rincón de la proveeduría. Los clientes que pasaban a hacer alguna compra y veían que había gente disfrutando de un plato de trucha o de una fondue empezaron a preguntar si podían sentarse a comer. Tras la insistencia, Julie agrandó el local, hizo los baños y abrió el restaurante al que bautizó “El Living del Almacén del Mountain Club”.
Cuando en 2012 Julie se enteró de que estaba enferma, le pidió a su sobrina y ahijada que la reemplazara mientras ella volvía a Buenos Aires para encarar su tratamiento. “Me quedé acá yo sola con el equipo de Julie que me miraba mal. Se decían entre ellos: ‘¿Quién es esta sobrina?’ Fue difícil, pero al final salió todo bien”, recuerda Federica. Sin embargo, la salud de su tía no mejoraba y finalmente falleció en el verano de 2014. Antes de que empezara el siguiente invierno, sus tres sobrinos viajaron juntos a Bariloche para hacerse cargo de El Living.
La nueva generación
Silvestre y Federica estudiaron Hotelería. Hoy él se ocupa de la administración y de la proveeduría, mientras que su hermana toma las reservas y atiende las mesas. Jerónimo estudió cocina y es quien está detrás de los fuegos. “Al final todos hacemos un poco de todo”, asegura Federica, y agrega: “Yo renuncié a trabajo en una marca de ropa y me vine a vivir al cerro al igual que Silvestre. Jerónimo es el único que solo viene durante el invierno y después se vuelve a Punta del Este, donde vive y trabaja haciendo eventos privados durante el resto del año”.
El restaurante está abierto todas las noches desde que inaugura la temporada hasta que cierra, cuando ya no hay nieve. El ambiente relajado con mesas bajas, altas, sillón, y barra, hace que la gente se sienta como en el living de su casa. “A algunas personas eso no les gusta, prefieren la mesa clásica, pero en el balance son más los que lo disfrutan”, asegura Federica.
El almacén sigue funcionando al costado de la barra y vende de todo menos fruta, verdura y carne. En otro rincón está el canasto de “perdidos”, como en un refugio de montaña, en el que se acumulan guantes, gorros, y bufandas.
La carta es breve y reconfortante: sopa del día, goulash con spatzle, medallón de cordero, pastel de bondiola con puré de batata caramelizado con miel, malfatti de remolacha con salsa de queso azul, guiso vegano de lenteja, y la fondue “de Julie” que viene acompañada de papas, salchichas, pickles, tomate, manzanas y pan. Los postres son bien clásicos: almendrado o queso y dulce.
–¿Le hicieron algún cambio al restaurante desde la época de tu tía?
–Ella tenía un estilo más sofisticado: manteles con caminos, copas de vino de cristal de su abuela y cubiertos de plata. Era un poco más caro y tenía muy pocas mesas. Nosotros cambiamos el techo y agrandamos la cocina. Le dimos un estilo más descontracturado, pero mantuvimos el espíritu de Julie. Ella era muy divertida e invitaba a todos sus amigos. Bajaban de la montaña y se juntaban acá a tomar cócteles. El más famoso era su pisco sour, que nosotros lo volamos, pero todavía sigue viniendo gente que nos reclama que lo hayamos sacado. Ese ambiente familiar que se había generando, hoy lo seguimos replicando nosotros con nuestros amigos.
–¿Habían trabajado en un restaurante antes?
–Tuvimos un restaurante a puertas cerradas en Recoleta que se llamaba Pagano Club Social. Era en la casa de mamá, en el primer piso de un edificio francés al que se llegaba por escalera. Teníamos 6 o 7 mesas y la gente venía por el boca en boca. Servíamos un menú de cuatro pasos de cocina de autor. Cuando abrimos, Jero, quien además de cocina estudió teatro, me dijo: “¿Por qué no lo hacemos ‘a la gorra’ en vez de poner precios?. Que cada uno pague lo que considera que vale la comida”. A mí la idea me pareció un poco jugada, pero él insistió y la verdad es que el día que la probamos explotó. Yo iba a las mesas con un sombrero dado vuelta y lo dejaba ahí para que los clientes pusieran la plata. Después él tuvo durante dos años otro restaurante que se llamaba Pic Nic, en Manantiales, Punta del Este.
–¿Y cómo es tener un restaurante en la montaña?
–Tiene sus complicaciones. Se te corta la luz, el agua, y cuando llueve puede haber inundaciones. Lo más difícil son las grandes nevadas: hay que sacar los autos, ponerse a palear, y obviamente el camión con los productos no llega. Le tenemos que poner cadenas a las ruedas del auto e ir a la ruta a descargar lo que nos llegue. Todo es una aventura. Una vez estuvimos cuatro días aislados sin luz, sin agua caliente y sin calefacción.
–¿Cómo es la historia de Ricardo Darín y los malffatti de remolacha?
–El año pasado estuvo con su familia en el cerro y vinieron varias noches a comer. Florencia, su mujer, siempre pedía los malffatti y nos decían: “No les vamos a pedir la receta porque entendemos que es un negocio”. El último día, cuando se estaban yendo, Jero le dio un papel con la receta anotada y a la semana ella le mandó una foto con los ñoquis que había preparado. Después de eso un día nos explotó el teléfono con mensajes de todos nuestros amigos: Ricardo había mencionado a los malffatti de El Living en una entrevista en televisión.
–¿Qué es lo que más te gusta de tener un restaurante?
–Somos hoteleros gastronómicos y amamos este trabajo. La temporada es muy sacrificada: son tres meses en los que no tenemos ni un día libre. Empezamos a las 10 de la mañana y nos vamos a dormir a las 3 de la madrugada, todos los días. Hay mucho esfuerzo físico y cansancio, pero lo disfrutamos. Nos encanta cuando entra la gente y nos saluda por nuestros nombres, o ver cómo van creciendo los chicos que vienen todos los años. Se crea una comunidad.
–¿Cómo es trabajar los tres hermanos juntos?
–Es tanta la confianza que no tenemos filtro. Como a veces la gente nos veía discutir en la barra y no entendía puse un cartel que dice: “Somos hermanos” [risas]. Pero las peleas que se dan en el rush hour se disuelven al final del día. Realmente, nos tenemos que llevar muy bien para poder hacer esto desde hace 10 años los 3 juntos
En las noches de invierno en la base del cerro Catedral, la gran ventana iluminada de El Living del Almacén interrumpe el paisaje cubierto de nieve. Detrás del vidrio repartido se ven las mesas de madera alumbradas con velas y guirnaldas con lucecitas. De la cocina salen platos humeantes de ragú de cordero y una salamandra a leña calienta el ambiente. En las paredes cuelgan enmarcados paisajes del sur argentino, obras de la fotógrafa Julie Bergadá Mugica. Ella fue quien armó este restaurante en 2006, hoy comandado por sus tres sobrinos: Federica, Jerónimo y Silvestre, hijos de su hermano Gonzalo.
Pero la historia de la familia con esta montaña comenzó una generación antes. Héctor Bergadá Mugica, padre de Julie y gran amante del esquí, empezó a frecuentar el cerro en 1958, unos seis años antes de que se instalara la primera aerosilla. Intuyó que la zona tenía mucho potencial y en 1975 compró varios terrenos. Luego edificó un hotel y fundó el Mountain Club.
El Almacén nació en 1981 y era el único lugar en la base donde se podían comprar comestibles y tubos de gas. Lo construyeron Martín Seré y su mujer, Lola Ortiz Basualdo, sobre un terreno que pertenecía a Héctor. A cambio, lo explotaron hasta 1992. Más tarde sumaron a la venta equipos de esquí, y servicio de video y fotos que sacaban en la montaña. Incluso organizaron una carrera de esquí, bautizada “La carrera del almacén”, que tuvo varias ediciones.
El negocio pasó por distintas manos, pero nada parecía indicar que se convertiría en un restaurante. Julie se dedicó a la fotografía, viajó por el mundo y fue una de las fundadoras de la revista Lugares junto a Luisa Zuberbühler, que luego terminaron vendiendo.
Recién en 2006 se mudó a Barimi loche para hacerse cargo del almacén y abrió un bed and breakfast en un departamento en el cerro.
Como era muy chiquito y no tenía un lugar cómodo para darles de comer a sus huéspedes, armó unas mesas en un rincón de la proveeduría. Los clientes que pasaban a hacer alguna compra y veían que había gente disfrutando de un plato de trucha o de una fondue empezaron a preguntar si podían sentarse a comer. Tras la insistencia, Julie agrandó el local, hizo los baños y abrió el restaurante al que bautizó “El Living del Almacén del Mountain Club”.
Cuando en 2012 Julie se enteró de que estaba enferma, le pidió a su sobrina y ahijada que la reemplazara mientras ella volvía a Buenos Aires para encarar su tratamiento. “Me quedé acá yo sola con el equipo de Julie que me miraba mal. Se decían entre ellos: ‘¿Quién es esta sobrina?’ Fue difícil, pero al final salió todo bien”, recuerda Federica. Sin embargo, la salud de su tía no mejoraba y finalmente falleció en el verano de 2014. Antes de que empezara el siguiente invierno, sus tres sobrinos viajaron juntos a Bariloche para hacerse cargo de El Living.
La nueva generación
Silvestre y Federica estudiaron Hotelería. Hoy él se ocupa de la administración y de la proveeduría, mientras que su hermana toma las reservas y atiende las mesas. Jerónimo estudió cocina y es quien está detrás de los fuegos. “Al final todos hacemos un poco de todo”, asegura Federica, y agrega: “Yo renuncié a trabajo en una marca de ropa y me vine a vivir al cerro al igual que Silvestre. Jerónimo es el único que solo viene durante el invierno y después se vuelve a Punta del Este, donde vive y trabaja haciendo eventos privados durante el resto del año”.
El restaurante está abierto todas las noches desde que inaugura la temporada hasta que cierra, cuando ya no hay nieve. El ambiente relajado con mesas bajas, altas, sillón, y barra, hace que la gente se sienta como en el living de su casa. “A algunas personas eso no les gusta, prefieren la mesa clásica, pero en el balance son más los que lo disfrutan”, asegura Federica.
El almacén sigue funcionando al costado de la barra y vende de todo menos fruta, verdura y carne. En otro rincón está el canasto de “perdidos”, como en un refugio de montaña, en el que se acumulan guantes, gorros, y bufandas.
La carta es breve y reconfortante: sopa del día, goulash con spatzle, medallón de cordero, pastel de bondiola con puré de batata caramelizado con miel, malfatti de remolacha con salsa de queso azul, guiso vegano de lenteja, y la fondue “de Julie” que viene acompañada de papas, salchichas, pickles, tomate, manzanas y pan. Los postres son bien clásicos: almendrado o queso y dulce.
–¿Le hicieron algún cambio al restaurante desde la época de tu tía?
–Ella tenía un estilo más sofisticado: manteles con caminos, copas de vino de cristal de su abuela y cubiertos de plata. Era un poco más caro y tenía muy pocas mesas. Nosotros cambiamos el techo y agrandamos la cocina. Le dimos un estilo más descontracturado, pero mantuvimos el espíritu de Julie. Ella era muy divertida e invitaba a todos sus amigos. Bajaban de la montaña y se juntaban acá a tomar cócteles. El más famoso era su pisco sour, que nosotros lo volamos, pero todavía sigue viniendo gente que nos reclama que lo hayamos sacado. Ese ambiente familiar que se había generando, hoy lo seguimos replicando nosotros con nuestros amigos.
–¿Habían trabajado en un restaurante antes?
–Tuvimos un restaurante a puertas cerradas en Recoleta que se llamaba Pagano Club Social. Era en la casa de mamá, en el primer piso de un edificio francés al que se llegaba por escalera. Teníamos 6 o 7 mesas y la gente venía por el boca en boca. Servíamos un menú de cuatro pasos de cocina de autor. Cuando abrimos, Jero, quien además de cocina estudió teatro, me dijo: “¿Por qué no lo hacemos ‘a la gorra’ en vez de poner precios?. Que cada uno pague lo que considera que vale la comida”. A mí la idea me pareció un poco jugada, pero él insistió y la verdad es que el día que la probamos explotó. Yo iba a las mesas con un sombrero dado vuelta y lo dejaba ahí para que los clientes pusieran la plata. Después él tuvo durante dos años otro restaurante que se llamaba Pic Nic, en Manantiales, Punta del Este.
–¿Y cómo es tener un restaurante en la montaña?
–Tiene sus complicaciones. Se te corta la luz, el agua, y cuando llueve puede haber inundaciones. Lo más difícil son las grandes nevadas: hay que sacar los autos, ponerse a palear, y obviamente el camión con los productos no llega. Le tenemos que poner cadenas a las ruedas del auto e ir a la ruta a descargar lo que nos llegue. Todo es una aventura. Una vez estuvimos cuatro días aislados sin luz, sin agua caliente y sin calefacción.
–¿Cómo es la historia de Ricardo Darín y los malffatti de remolacha?
–El año pasado estuvo con su familia en el cerro y vinieron varias noches a comer. Florencia, su mujer, siempre pedía los malffatti y nos decían: “No les vamos a pedir la receta porque entendemos que es un negocio”. El último día, cuando se estaban yendo, Jero le dio un papel con la receta anotada y a la semana ella le mandó una foto con los ñoquis que había preparado. Después de eso un día nos explotó el teléfono con mensajes de todos nuestros amigos: Ricardo había mencionado a los malffatti de El Living en una entrevista en televisión.
–¿Qué es lo que más te gusta de tener un restaurante?
–Somos hoteleros gastronómicos y amamos este trabajo. La temporada es muy sacrificada: son tres meses en los que no tenemos ni un día libre. Empezamos a las 10 de la mañana y nos vamos a dormir a las 3 de la madrugada, todos los días. Hay mucho esfuerzo físico y cansancio, pero lo disfrutamos. Nos encanta cuando entra la gente y nos saluda por nuestros nombres, o ver cómo van creciendo los chicos que vienen todos los años. Se crea una comunidad.
–¿Cómo es trabajar los tres hermanos juntos?
–Es tanta la confianza que no tenemos filtro. Como a veces la gente nos veía discutir en la barra y no entendía puse un cartel que dice: “Somos hermanos” [risas]. Pero las peleas que se dan en el rush hour se disuelven al final del día. Realmente, nos tenemos que llevar muy bien para poder hacer esto desde hace 10 años los 3 juntos
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