sábado, 31 de diciembre de 2022

Pelé El rey inolvidable


Pelé El rey inolvidable
El artista del fútbol que llevó a Brasil a la cima del mundo y decidió sentarse allí
Textos Ariel RuyaPelé con una imagen para siempre: con las tres copas del mundo que conquistó en 1958, 1962 y 1970
Para muchos, el mejor futbolista de todos los tiempos; el hombre que hizo del deporte un arte. El brasileño Edson Arantes do Nascimento, Pelé, falleció ayer en San Pablo a los 82 años, como consecuencia de un cáncer de colon. Jugador del Santos y también del Cosmos de Nueva York, Pelé fue tricampeón mundial con el seleccionado de su país: en 1958 (a los 17 años), 1962 y 1970.
Embajador deportivo, con vínculos políticos y empresario, su deceso conmovió al deporte.
Murió Pelé. La noticia recorre el mundo con una velocidad supersónica, reflejo de la grandeza de una personalidad que trascendió las fronteras de su ámbito: el fútbol. Ganador de tres mundiales con Brasil (Suecia 1958, Chile 1962 y México 1970), su selección le debe buena parte del estatus que todavía la acompaña. Bautizado como Edson Arantes do Nascimento, O Rei está sentado en la mesa de los mejores de su deporte en toda la historia, un espacio que disfrutó ocupar hasta sus últimos días. Murió ayer, a los 82 años, en un hospital de San Pablo, al que había ingresado repetidamente en los últimos meses para que lo trataran de un tumor de colon que padecía desde hacía años. Había nacido el 23 de octubre de 1940 en Tres Corações, estado de Minas Gerais.
El niño que limpiaba zapatos
Tenía 10 años. Hacía calor en Três Corações, un municipio ubicado en el sur de Minas Gerais. Siempre hacía calor, entre las malezas, la tierra, un par de vasos vacíos, trozos de comida de ayer y una pelota de trapo. En una casilla sin futuro, Celeste Arantes, su madre, estaba cansada de tanto fregar, de tanto pelotazo. Y lo mandó a un rincón: el pequeño Edson –un homenaje a Thomas Edison, porque cuando nació se prendieron las primeras luces en su barrio–, se iba a perder la final entre Brasil y Uruguay, un choque de guapos en Río de Janeiro.
Atorrante y habilidoso, espió lo que iba a marcar su vida: al rato, Dondinho, su papá, se puso a llorar como nunca antes. Había una radio a todo volumen: las voces decían que el milagro se convertiría, para siempre, en el Maracanazo.
Ese día, el 16 de julio de 1950, Edson Arantes do Nascimento cambió la historia, de una vez y para siempre: decidió que iba a ser futbolista. Y se convirtió en uno de los mejores de todos los tiempos. O Rei. La primera camiseta número 10. No habrá otro igual en Brasil: fue el genio de la sonrisa infinita.
Aquel niño limpiaba zapatos, un modo de ayudar económicamente a su papá, que había sido un fugaz futbolista en Fluminense y Atlético Mineiro; una fractura desbarató su carrera. Había que arremangarse y, en el mientras tanto, escuchaba y aprendía: a lustrar botas, primero, a gambetear al destino, tiempo después. En casa lo llamaban Dico, “el hijo de un guerrero”. En la escuela le decían Pelé, de modo despectivo. Lo cargaban por su tamaño, lo señalaban porque no hablaba con fluidez. El martirio del sobrenombre se convirtió en una bandera: había nacido Pelé. Aunque nadie lo sabía.
Le habría gustado ser piloto, pero el sueño duró poco luego de ver, en vivo, un accidente de aviación. La pelota tuvo una relación hipnótica con el crack universal: siempre hizo lo que le sugería. De derecha, de izquierda, de cabeza, con clase, con potencia. “El Santos de Pelé” convirtió al fútbol en magia y, de las tres Copas del Mundo alcanzadas –algo que parece imposible de replicar–, la de 1970 fue el fútbol total. Fue una época dorada: casi todos los equipos jugaban con cinco delanteros.
Tenía 17 años y estaba lesionado en Suecia 1958. El adolescente, el fenómeno, iba a escribir la primera revolución. “Cuando fui al estadio Nya Ullevi de Gotemburgo, había 50.000 personas con ganas de ver al pequeño niño negro que llevaba el número 10. Muchos me vieron como una especie de mascota”, contó alguna vez. Con Garrincha y Didí crearon un festival de toques, amagos y goles, más propios de un ballet que de un campo de juego. A los diez minutos de la segunda parte, se estableció la obra cumbre: recibió dentro del área un pase desde el sector izquierdo; con un “sombrero”, dejó a un lado a Gustavsson y sin dejar caer la pelota marcó el 3-1. El niño –era un niño–, selló el resultado final (5-2) con un cabezazo demoledor en el último minuto. En andas, reía y lloraba con la copa entre sus manos.
Eran otros tiempos. Al cumplir 18, tuvo que prestar servicio militar como recluta en el Sexto Grupo de Artillería Motorizada de Santos. Marcó goles, ganó partidos. Y dio la vuelta olímpica también en el ejército de Brasil.
México ‘70, su obra más grande
Más modesta fue su participación en Chile 1962, pero le bastó para marcar dos tantos y replicar la gloria. México ‘70 fue la cumbre: ya nada fue igual. El 4 a 1 sobre Italia fue un canto de sirenas y estableció otros nombres que lo arroparon para ser cada día más grande: Carlos Alberto, Gerson, Jairzinho, Rivelino y Tostao. La maravilla de los cinco 10: allí se convirtió en el Rey, un déspota del gol. No corría: levitaba. No gambeteaba: era un bailarín. No fue a Europa: su casa fue Santos, una garantía para los ojos y las estadísticas –fueron 25 títulos– entre 1956 y 1974. Tiempo después, acabó la faena en Cosmos, un invento norteamericano para no quedase lejos del fenómeno. Jugó su último partido en Nueva Jersey el 1° de octubre de 1977, luego de haber anotado 1284 goles en su carrera, según sus propios registros. Sin embargo, para la
Federación Internacional de Historia y Estadísticas de Fútbol (IFFHS) las anotaciones oficiales fueron 757.
Las polémicas también fueron parte de su historia. Primero, Maradona. Más tarde, Messi. Su verborragia estuvo a tono con su grandeza. Allá arriba, desafiante, luminosa. “Cuando Messi haya marcado 1283 goles y ganado tres Mundiales, hablamos”, llegó a decir. “Los récords están para romperse, pero va a ser difícil superar los míos. La gente me pregunta todo el tiempo cuándo va a nacer otro Pelé. ¡Nunca! Mi padre y mi madre cerraron la fábrica”, solía contestar, tantas veces desafiante. “Conmigo, nadie sabía con qué pierna iba a tirar, jugaba con las dos. También metí muchos goles de cabeza”, recordaba, de modo risueño.
Sus ocurrencias llegaron al cielo mucho antes. “Hoy los jugadores mandan besitos a las cámaras y aparecen en el mundo entero. En mi época, teníamos que ir a todos los países para ser conocidos. Sólo me faltó jugar en la Luna para conquistar la fama”, advertía. Su –a veces, simpática– soberbia, alcanzaba la estatura de su magia sobre el césped. Y no ofrecía comparaciones: “Diego fue un gran jugador, pero apenas tenía pie derecho y no cabeceaba bien. Y Messi es casi una copia de Maradona”.
Más allá de los títulos, de la polémica de los 1000 goles, de Cruyff y Diego, de Di Stéfano y Leo, al final de la historia, Pelé fue único. Alguna vez, llegó a elogiar al rosarino: “Me hubiera gustado compartir equipo con Messi. Es el jugador más completo de la actualidad. Tiene talento, da asistencias, pasa la pelota, convierte goles y esquiva bien. Si estuviéremos juntos en un equipo, los rivales deberían preocuparse
por dos jugadores en vez de uno”. Años atrás, se cantaba en las canchas argentinas: “Maradona es más grande que Pelé”. Era un grito de guerra, más allá de la genuina admiración por la Perla Negra, otro de sus apodos.
Su vida fue una película. Tuvo tres parejas estables –la última, a los 75 años–, mantuvo una relación con Xuxa, tuvo 8 hijos, fue actor y cantante. “Escape a la victoria” (ver pág. 11) es un film de culto, ícono del deporte en la pantalla grande. Osvaldo Ardiles fue parte de él, con estrellas como Michael Caine, Max Von Sydow y Sylvester Stallone. Tocaba muy bien la guitarra y se inclinaba por los automóviles de alta gama. Su hijo Edinho (Edson Cholbi Nascimento), ex arquero de Santos, fue detenido en junio de 2005 por su participación en el tráfico de drogas; en mayo de 2014 fue condenado a 33 años y cuatro meses de prisión por lavado de activos provenientes del narcotráfico. Sandra Regina Machado, otra de sus hijas, murió víctima del cáncer el 17 de octubre de 2006. Los dolores de la vida no lo quebraron.
La “ley Pelé”
En 1977 fue nombrado embajador de las Naciones Unidas y le fue entregada la condecoración “Ciudadano del Mundo” por parte de la ONU. También fue incluido en el Comité de Juego Limpio de la FIFA y fue Embajador de Buena Voluntad de la Unicef. Logró que la FIFA se uniera con Unicef para organizar la Copa del Mundo de 2002 en Corea y Japón, para dedicarla a los niños. En 1994 fue nombrado como asesor ejecutivo en Santos y hasta Ministro de Deportes; se promulgó en Brasil la “Ley Pelé”, que suscribe que en cuanto se acaba el contrato de un jugador con su club, debe renovarse automáticamente o dejarlo en libertad de acción.
Siempre le susurraron al oído. Y la verdad, lo merecía. Fue un imposible. Los más grandes lo arroparon con frases poco convencionales. Dijo Franz Beckenbauer: “Es el jugador más completo que jamás he visto”. Dijo Bobby Charlton: “A veces siento que el fútbol se inventó para este jugador mágico”. Dijo Johan Cruyff: “Pelé fue el único futbolista que sobrepasó los límites de la lógica”. Dijo Alfredo Di Stéfano: “Maradona, Messi y Cristiano Ronaldo son grandes futbolistas, pero Pelé era el mejor”. Dijo Michel Platini: “Está el Pelé hombre y el Pelé jugador. Para jugar como Pelé hay que jugar como Dios”. Y César Menotti resumió el asunto con su pluma: “El mejor de todos fue Pelé. Una mezcla de Cruyff, Maradona, Di Stéfano y Leo Messi”.
Tuvo depresión: en los últimos años, sufría de serios dolores de cadera, le costaba caminar, se sujetaba a una silla de ruedas –“mi nuevo coche”, sonreía– y no salía de su casa. “Es como si Dios ya me estuviera pidiendo la cuenta”, asumía, jamás indiferente. Y hasta se le extrajo un tumor en el colon, la herida que resultó el golpe definitivo. Cuando flaqueaba, se arropaba en la nostalgia de su padre, el que quiso ser un jugador famoso y acabó envuelto en lágrimas. “Estaba en casa con otros jugadores para escuchar el partido, ya que no teníamos tele. Entonces, vi a mi padre llorando. No entendí por qué lloraba, porque siempre me habían dicho que los hombres no lloran. Le dije ‘Papá, no llores. Voy a ganar la Copa del Mundo por vos. Por favor, no llores...’”.
Pelé no inventó el fútbol, una tarea de un grupo de ingleses de otro siglo. Hizo algo superador: lo convirtió en una obra de arte. El vacío que deja es para siempre.ß

“Antes de Pelé, el fútbol era apenas un deporte. Pelé lo transformó en arte. Se ha ido, pero su magia permanecerá. ¡Pelé es ETERNO!
NeyMar
brasileño, jugador del Psg y del seleccionado
“Un adiós al eterno Rey Pelé nunca será suficiente para expresar el dolor que abraza al fútbol. Una inspiración, un referente ayer, hoy y siempre”
CriStiaNo roNaLdo
Portugués, disPutó cinco mundiales
“Descansa en paz, @Pelé”
LioNeL MeSSi
argentino, jugador del Psg y camPeón en Qatar 2022
“El rey del fútbol nos ha dejado, pero su legado nunca será olvidado. RIP REY.”
KyLiaN MbaPPé
francés, jugador del Psg y del seleccionado de su País

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LA SEPARACIÓN


PISTAS SECRETAS SOBRE LA SEPARACIÓN DE MARIO VARGAS LLOSA
La ruptura con Isabel Preysler sorprendió a los ambientes sociales y culturales de España; un cuento ofrecería claves sobre el desgaste del vínculo.
Martín BianchiMario Vargas Llosa e Isabel Preysler
MADRID. – “Todas las noches, parece mentira, desde que cometí la locura de abandonar a mi mujer, pienso en ella y me asaltan los remordimientos. Creo que solo una cosa hice mal en la vida: abandonar a Carmencita por una mujer que no valía la pena (…). Todas las noches pienso en ella y le pido perdón”, dice Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 86 años) en “Los vientos”, un cuento con tintes autobiográficos que escribió hace más de dos años y que publicó en Letras Libres en 2021. En ese relato, el premio Nobel de Literatura cuenta la historia de un hombre que está llegando al crepúsculo de su vida, un hombre desilusionado que se arrepiente de haber dejado a su esposa por otra. “Ya me olvidé del nombre de aquella mujer por la que abandoné a Carmencita. Nunca la quise. Fue un enamoramiento violento y pasajero, una de esas locuras que revientan una vida. Por hacer lo que hice, mi vida se reventó y ya nunca más fui feliz (…). Fue un enamoramiento de la pichula, no del corazón. De esa pichula que ya no me sirve para nada, salvo para hacer pipí”, continúa el escritor hispanoperuano en su relato.
La publicación de “Los vientos” pasó inadvertida para el gran público, pero no para el entorno íntimo del autor de obras como La fiesta del chivo y La tía Julia y el escribidor, que vio en este cuento señales de la aparente fatiga que ya sentía entonces Vargas Llosa tras siete años de convivencia junto a Isabel Preysler (Manila, Filipinas, 71 años). El relato de ficción está sembrado de pistas que conducen a la realidad. Están las reiteradas referencias veladas a su exesposa: Carmen es el primer nombre de Patricia Llosa, la anterior mujer del Nobel y madre de sus tres hijos. También pueden leerse entre líneas las críticas a cierta alta sociedad frívola y farandulera: “Es imposible gozar de un concierto, o de una ópera y hasta de una comedia ligera, rodeado de gente que no hace más que teclear o acariciar las tabletas que tienen bajo los ojos”. Se palpa la incomodidad del escritor frente a la sobreexposición mediática y a lo que él mismo llamó, siguiendo la estela del filósofo francés Guy Debord, “la civilización del espectáculo”: “A veces pienso que, sin darme cuenta, lo que ocurre a mi alrededor me va contaminando a mí también y ya no sé realmente distinguir entre lo que es cultura y eso que hace sus veces en el mundo disparatado en que ahora vivimos”. Y su cansancio y hastío por una agenda social tan intensa como monótona: “La cena me impresionó mucho, es cierto, no por la comida, nada del otro mundo, sino por los hologramas. Toda la noche estuvimos rodeados de esos personajes fantasmales, duplicando a camareros o camareras, sirviendo la mesa, pasando las fuentes con bocaditos y bebidas”. En la ficción, el protagonista logra huir de ese mundo distópico y se refugia en su antigua casa, en la calle de la Flora de Madrid, que es la casa donde Vargas Llosa vivía con su prima y exesposa, Carmen Patricia Llosa.
“Cuando leímos ‘Los vientos’, vimos las claras referencias autobiográficas y también las referencias a su relación con Isabel, aunque por supuesto no utiliza su nombre ni mucho menos”, explica una persona del entorno más cercano de Vargas Llosa en conversación con
El País. “Este cuento lo terminó de escribir en diciembre de 2020, hace dos años. De modo que la crisis con Isabel viene de lejos. No ha sido algo repentino o inesperado, como se ha dicho. El deterioro de la relación, las dudas, el arrepentimiento, la insatisfacción... todo eso llevaba gestándose desde hace tiempo. La prensa rosa los ha presentado siempre como una pareja idílica, pero hace tiempo que pasaron de algo idílico a algo menos feliz y más complicado”, continúa la misma fuente.
En el mes de junio de este año, Mario Vargas Llosa y la viuda del ministro Miguel Boyer sufrieron su primera gran crisis. Según ha podido saber El País, a comienzos del verano él abandonó la casa que tiene ella en la urbanización Puerta de Hierro y volvió a su piso en el centro de la capital. Poco después, regresó a la mansión de la llamada “reina de corazones” en la avenida Miraflores. Entonces desmintieron los rumores de ruptura, pero las diferencias estaban ahí. “No hubo ataques de celos, como se ha dicho. Eso es falso. Esto ha sido la culminación de un deterioro”, insisten.
El País ha intentado contactar con Isabel Preysler. “La señora está fuera del país”, ha explicado un empleado que trabaja en una de las casas más famosas de España, tantas veces retratada en las páginas de ¡Hola!. “Mario y yo hemos decidido poner fin a nuestra relación definitivamente. No quiero dar ninguna declaración más”, dijo ella el miércoles a la citada revista, su publicación de cabecera desde hace 50 años.
En el círculo del escritor describen a la pareja como “dos personas de mundos muy distintos”. Y hablan de dos razones que precipitaron la ruptura. La primera, las discrepancias en sus intereses y estilos de vida, la falta de planes en común. “Eran incompatibles. A él le interesa la cultura y a ella el espectáculo. Hay un abismo entre ambos”. La segunda es más una impresión. “Él ya parecía sentirse incómodo viendo su imagen convertida en un adorno, en un reclamo para fiestas, eventos y hasta para el documental de la hija de Isabel, Tamara Falcó”, dicen.
Amigos de uno y otra coinciden en que ambos intentaron adaptarse a sus respectivos mundos. Pero la cultura y el espectáculo son universos antagónicos. “Al principio, a Mario incluso le divirtió desde un punto de vista antropológico, aunque nunca estuvo cómodo en ese ámbito”, reconocen. El premio Nobel llegó a decir que se sometía a los posados, las exclusivas y los photocalls “por amor”. “Si pudiera elegirlo no me gustaría aparecer en el ¡Hola!. Ahora aparezco en la revista por razones de tipo personal. Pero si usted tiene la receta para no aparecer, dígamelo”, pidió a un periodista en la rueda de prensa de presentación de su novela Cinco esquinas, en 2016. En ese mismo acto, definió a ¡Hola! como la novela por entregas del siglo XXI. “Es un fenómeno cultural de nuestro tiempo. Hay millones de personas que quieren algo que les haga soñar y que antes ofrecían la novela y la poesía. Ahora lo ofrece ¡Hola! con enorme talento”, dijo. Sus palabras sorprendieron a la prensa cultural que cubría el acto, que todavía tenía muy presente La civilización del espectáculo. En ese ensayo de 2012, el pensador definía al periodismo del corazón como una industria “frívola”, “sin valores estéticos”, dominada por “el carnaval de los embusteros”.
Durante estos años, esa misma prensa se empeñó en retratar al binomio Preysler-Llosa como una pareja feliz. O fue la propia pareja la que se empecinó en mostrarse así ante los flashes. Pero los indicios del desgaste llevaban tiempo asomando a la superficie. Ella no lo acompañó al último congreso literario sobre su obra, celebrado hace unos meses en la ciudad de Florencia, ni al reciente estreno de un montaje de Los cuentos de la peste en Catania, Sicilia. “Isabel prefirió irse a las islas Maldivas”, concluyen.
¡Hola! dice que Preysler está triste y convencida de que no hay marcha atrás. El entorno del Nobel dice que él está muy bien física, mental y emocionalmente. “Está de buen ánimo y trabajando en una nueva novela”. Vargas Llosa ha vuelto a escribir en su piso del Madrid de los Austrias. Al final de “Los vientos”, el cuento que publicó en 2021, el protagonista logra llegar a su antigua casa, la casa real de Vargas Llosa, “donde la calle de la Flora se encuentra con la de Hileras y toca la minúscula Plaza de San Martín, que se convertirá luego en la Plaza de las Descalzas”. “No tenía la llave que abre el gran portón donde vivo (…). Sin embargo, tuve suerte. A solo 10 o 15 minutos de estar esperando, apareció un señor con bastón, que reconocí a medias. Se paró junto a la puerta y sacó una llave y la abrió”. Como si Mario Vargas Llosa hubiera reconocido a Mario Vargas Llosa.
El Nobel publicó en 2021 el cuento “Los vientos”; hoy se lo lee como un anticipo de la ruptura con Isabel
“Creo que solo una cosa hice mal en mi vida: abandonar a Carmencita por una mujer que no valía la pena”

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Ileana Cabra.....ESCUCHALA


Ileana Cabra. De sus inicios en Calle 13 al elogio de Bob Dylan y su camino solista
La cantante volvió al ruedo con un disco delicioso, Nacarile, del que participan otras voces como Mon Laferte y Natalia Lafourcade
 Diego Mancusi ,Sony Music
Los filósofos estoicos de la Antigüedad acuñaron el concepto de amor fati (“amor al destino”) para hablar de la conveniencia de aceptar y abrazar lo que no se puede controlar. Ile (Ileana Cabra Joglar), a quien conocimos como la pata femenina de Calle 13 pero que -con tres discos editados- ya es un fenómeno de la música latina por mérito propio, tomó esta idea como guía para hacer Nacarile, el álbum que lanzó hace un par de meses: con una pandemia condicionando los planes de todo el mundo, eligió simplemente dejarse llevar. Así fue componiendo una canción tras otra sin saber en qué terminaría esa aventura, sin un hilo conductor, sin estrategias industriales. Cuando estuvieron listas, experimentó con ellas de acuerdo a lo que surgiera en cada sesión. Una vez delineadas se propuso sumarle algunos invitados al disco, pero sin presiones: quien se sintiera a gusto con colaborar sería bien recibido y quien no, no sería forzado.
El plan fue el no plan, pero funcionó: Nacarile es su trabajo más osado. En la lista de featurings quedaron nada menos que Trueno, Natalia Lafourcade, Ivy Queen y Mon Laferte. Su mensaje feminista llega más claro y más explícito que en cualquiera de sus obras anteriores y el universo se acomodó de tal forma que hasta terminó recibiendo un inesperado elogio de Bob Dylan.
–¿Fue una experiencia nueva para vos trabajar sin estructuras y sin tiempos por la incertidumbre de la pandemia?
–Sí, definitivamente no estaba acostumbrada a trabajar así. Siempre me gusta tener un sentido de dirección, aunque el principio no esté completamente formado, pero sí tener algo que yo sienta que me voy a ir encaminando. Siento que eso nunca pasó en el proceso de este disco: por eso digo que yo siento que fue al revés. Como que en vez de estar dirigiendo el disco, fueron las canciones las que me fueron dirigiendo a mí. Así que con eso me dejé llevar.
–¿Puede ser que en este disco te hayas permitido más experimentar con subgéneros del rock y del pop, sin tampoco dejar de lado los géneros de raíz latinoamericana?
–Quizás. No te puedo decir que todo lo hice desde un lugar súper consciente. Casi todo te diría que fue bastante intuitivo por alguna razón. Sí es cierto que con el tiempo voy practicando hacer menos juicio de mí misma y de las cosas que salen naturalmente; entonces sí, si siento que me conecta con lo que quiero comunicar: olvídate, eso ya está bien. Valorar y apreciar más lo que sale, aunque sea por impulso o desde otro sitio quizás más nuevo, pero que me enseña algo. Surgió así.
–¿Te dejás influenciar por tus contemporáneos? ¿Escuchaste últimamente algo que te pareció novedoso y que te inspiró incluso cuando no se pareciera a nada de lo que vos hacés?
–Yo siento que escucho mucha música pero sí me gusta mucho la salsa vieja de aquí de Puerto Rico. Y yo creo que me gusta que es bien pesada, bien agresiva, tiene mucha actitud. Pero obviamente no estoy buscando hacer algo como eso, sino detectar la energía que me gusta de las canciones, sin intención de imitar nada en particular sino de profundizar lo que provoca en mí. Desde ahí trabajo. No siempre estoy buscando algo tan específico sino una sensación, que me transmita algo musicalmente o con la letra.
–Otro rasgo compartido por buena parte del disco es una especie de psicodelia que tiñe todo. ¿En qué momento del proceso creativo surgió esa idea?
–Pues yo creo que era tratar de asociarlo a mi estado emocional durante la cuarentena. Estaba muy dispersa, como abrumada con todo lo que estaba pasando. Entonces me mantuve “flotante”: nunca me sentía segura ni firme en ninguna superficie en particular. Todo lo contrario: me sentía en otra dimensión, por decirlo así. Y yo creo que eso me llevó a explorar otro tipo de melodías, a jugar más con el aire de mi voz, a cosas que ni yo entendía en su momento. Decía: “alguna razón me lleva a estos sonidos y quiero esto”. Era esa sensación medio airosa y también acuática: sientes que vas a terminar en algún sitio pero no tienes idea de cuál va a ser ese sitio. Y aunque eso no tenga nada que ver con la manera en la que me gusta trabajar -me gusta sentirme más estructurada, me gusta sentir una base, segura- no me quedó otra más que fluir con esa inseguridad, esa incomodidad que estaba sintiendo. Así que todo se dio más o menos de esa forma.
–Se te nota más expuesta como cantante, más cruda. ¿Cómo viviste esto de estar tan al frente en lo vocal?
–Creo que fue algo de lo que aprendí trabajando este disco. Tuve que buscar la manera de enfrentarme con lados de mí misma que quizás no tenía muchas ganas de enfrentarlos. Eso se me hizo complicado en su momento, pero era buscar la manera de acoger esa rareza que estaba sintiendo y usarla a mi favor en vez de echarla a un lado o discutir o pelear con eso. Creo que por eso aprendí mucho y eso me llevó a intimidades que yo misma quizás inconscientemente estaba evitando llegar, y no fue hasta que traté de acercarme más a esa parte de mí que me lo iba disfrutando más. Entonces sí, este disco tiene mucho de eso. –¿Las colaboraciones iban apareciendo en tu mente a medida que ibas haciendo cada canción? ¿Llegaste a componer alguna con el featuring ya en mente? –Trato de prepararme para lo que sea y no me gusta ilusionarme con nadie en particular. Es “guau, estaría buenísimo” pero como en realidad todo es tan incierto, no sabés si la otra persona va a conectar con la canción, si le va a gustar tanto como a ti… como que hay un montón de factores que yo trato de que no me confundan. Se puede tener a alguien en mente o fluir con lo que pase. Pero cuando te empiezas a imaginar una voz, si en un momento no pasa es raro. Pero no llegó a pasar. Con Natalia ya me la iba imaginando. La canción [”En cantos”] era un poquito distinta pero me la iba imaginando con su voz. Hice el acercamiento, dijo que sí y súper bien, pero con los demás fue más espontáneo todavía. Y eso estuvo bueno: siento que no estaba necesariamente esperando nada de las otras personas. Era: “vamos a tratar esto, si te gusta y quieres ser parte, brutal. Vamos a hablarlo bien y ver qué sale de aquí”. Me gustaba más esa sensación “sorpresiva” del proceso.
–Las letras de “Algo bonito”, con Ivy Queen y “Traguito”, con Mon Laferte resignifican conceptos patriarcales. ¿Fue una decisión consciente esto de cargar sobre las formas del lenguaje?
–Sí, yo creo que se dio porque son temas que me llegan mucho y me parece importante hablarlo desde el contexto más grande, más explícito hasta el más desapercibido. Y yo siento que dentro del patriarcado, como es algo que lamentablemente está tan arraigado culturalmente en nuestra sociedad, es bien difícil sacar esa raíz por completo. No solamente debemos ver el macro sino también el micro, sobre todo en situaciones que normalizamos un poquito más fácil dentro del patriarcado. Entonces, el tema con Mon, por ejemplo: pues sí, estaba mirando más esos conceptos equivocados que nos llevan diciendo a veces desde que somos niñas y que sin querer nos los creemos de tanto escucharlos. Eso de que la mujer es difícil, es complicada, y yo me pregunto siempre lo mismo: ¿Difícil para quién? Nadie merece sentirse sometido a nada que no quiera hacer. De eso habla esa canción con Mon, que me gusta que encima sea de una mujer decidida de lo que quiere y de lo que no quiere. Y desde un lugar un poco satírico, también, en la canción, dentro de su borrachera. El tema con Mon es un poquito más agresivo, más directo. Y desde ese lugar, redefinir lo bonito para nosotras las mujeres, que no es dentro de los estereotipos sino desde los derechos que nos corresponden.
–¿Tuviste que repensar cómo decir ciertas cosas en este disco?
–Quizás me puede pasar en que se sienta todo más desmenuzado, más claro, más directo. Porque a veces siento que pude haber escrito cosas que para mí estaban claras pero no sabía si alguien que tuviese otra cabeza las iba a interpretar de la misma manera. Me pasó con eso: cada vez ser más directa, más clara, y que lo que yo quiero decir llegue lo más entendible posible.
–Bob Dylan elogió tu interpretación del himno de Puerto Rico en la pelea entre Miguel Cotto y Floyd Mayweather, en 2012. ¿Cómo viviste eso?
–Estaba durmiendo y de momento me despertaron con la noticia. Pero fue bien loco, porque Puerto Rico, al tener una realidad tan colonizada, tiene muchas complejidades. Una súper grande es que nosotros tenemos dos himnos: el revolucionario y el que usamos para todo, que yo digo que es el himno sumiso porque el revolucionario vino primero y, obviamente, se le llama revolucionario para desacreditarlo. Pero el que nosotros cantamos es muy sumiso, muy arrodillado. Incluso menciona a Cristóbal Colón. Entonces, para mí fue un momento muy duro porque sí, tuve que cantar ese himno que no quería cantar y se mezclaron muchas emociones dentro de mí. Acepté que en realidad no era un momento para mí y de cierto modo intenté vivírmelo lo más que podía. Pero de momento poder recibir eso de Bob Dylan fue bien loco porque para mí fue muy duro manejar esa situación, pero unos años después recibir esa noticia de alguien que no entendía nada de lo que yo estaba cantando, que le conmovió, pues fue de esas ironías de la vida. Creo que fue una lección. Fue muy loco y lo pude conocer personalmente a partir de eso. No me pude tomar fotos porque era parte de las instrucciones pero lo tengo muy vivo en mi memoria.

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¿POR QUÉ GUSTA TANTO?....GRAN HERMANO


De los “monitos” al sexo en la casa. ¿Por qué fascina Gran Hermano, el programa más exitoso de la TV?
Con más de 20 puntos de rating promedio, los números sorprenden en un contexto de bajo encendido en la pantalla chica; el reality cautiva a distintos perfiles de público: el segmento adulto también se sube al fenómeno; la “realidad” televisada funciona como un imán no solo en la Argentina
Guillermo Courau
No fue el primero, pero se lo considera el “padre de los realities”, aun cuando el uso del vocablo en inglés sea más bien una convención. En Gran Hermano no hay ni “realidad” ni “realidades”, pero sí una suma de conductas editadas y concentradas en un grupo de adolescentes tardíos que se adaptan a la pulsión social del momento, formando un reflejo más o menos parecido a lo que se supone es “la vida real”. Una de las claves parece estar allí: una ficción construida con personas comunes frente a las que la audiencia no puede evitar tomar partido.
Todo ello con el lenguaje y los límites propios de un programa de televisión, el mejor de todos de acuerdo a los más de 20 puntos de rating en promedio que cosecha en cada una de sus emisiones desde su estreno en octubre último. El mismo que cuando se presiente obsoleto vuelve, y otra vez pone en jaque las verdades reveladas sobre el futuro de la pantalla chica y el consumo de la audiencia.
Y por supuesto se trata también de un negocio formidable, que se va a exprimir hasta que no le quede ni una gota de sangre, sudor o lágrimas, a costa de la paciencia del público y de los jugadores, hartos de estar hartos de verse las caras 24 horas al día.
¿Alcanza lo anterior para responder por qué es el programa más exitoso de la TV argentina? ¿O por qué despierta la misma fascinación hoy que hace 21 años, cuando Telefe puso en el aire la primera edición con Soledad Silveyra en el rol que luego ocupó Jorge Rial, y hoy tiene a cargo Santiago del Moro?
Y siendo aún más específicos: ¿realmente es la actual la misma fascinación que aquella? Porque ni la audiencia ni la sociedad son las mismas y, sin embargo, ahí están los “valientes”, los “hermanitos” o los “jugadores”, listos para hacer más o menos lo mismo de siempre en un entorno con sutiles diferencias: donde antes había una vaca, ahora hay un gimnasio.
Se podría caer en la tentación de decir que su sostenido suceso se debe a la necesidad del televidente de refugiarse en la ficción para evadir su realidad, abrumada por aumentos de precios y tragedias por el estilo. Abonaría la teoría el hecho de que varias de sus ediciones más exitosas coincidieron con crisis económicas o sociales de la Argentina, pero esto no aclararía por qué tiene la misma repercusión en otras partes del mundo, con moneda más estable y mejor nivel de vida.
Tampoco ayuda a modo de explicación del fenómeno Gran Hermano atribuirlo a la (también criticada) “imagen hegemónica” que mostró el casting más reciente, ya que cuando en el pasado se intentó alterar el estereotipo -como en 2011 con la presencia de Alejandro Iglesias, un varón trans-, el rating acompañó de igual manera.
Evidentemente, el reality creado en Holanda es tan sólido en su estructura que soporta todos los climas, tanto meteorológicos como sociales, con el mismo estoicismo que en su debut en Países Bajos, en 1999.
Cada gesto o mirada de los participantes son analizados por los televidentes
Una “realidad” para los fanáticos
La camada 2022 de participantes es la peor en la historia del Gran Hermano nacional: son torpes para las estrategias, obvios en sus alianzas y complots, emocionales hasta el límite de lo tolerable y, lo que es peor, ni siquiera se dan cuenta. El ejemplo más reciente fue la expulsión de Juliana “Tini” Díaz, quien luego de volver al juego gracias a un repechaje incumplió tantas veces la regla fundacional de “no revelar información del afuera”, que GH se cansó de advertirla y la puso de patitas en la calle. Ella, por supuesto, nunca entendió qué había pasado ni por qué habían sido tan duros en la sanción. Esta expulsión, una rareza en la historia local del programa, fue el corolario de un sinnúmero de traspiés… por decirlo de alguna manera.
No había pasado la primera semana cuando un tal Juan ya había diseñado una táctica conjunta e infalible con un tal Holder, una tal Martina y un tal Nacho. Jamás se habían visto, no conocían sus gustos musicales, sus afinidades o pensamientos y, sin embargo, se sintieron mancomunados en imbatible alianza contra el resto de los también desconocidos que dormían a su lado. Hasta nombre se pusieron: “los monitos”.
Y ahí nomás, a días de haber comenzado el programa, apareció el primer intento de empatía con el público, y a la vez un rasgo que sin dudas marcará esta edición de Gran Hermano: la inmediatez como motor de todas las acciones.
Aquel “no sé lo que quiero, pero lo quiero ya” de la canción que, convertido en dogma, se alimentó con la virtualidad y se esparció como un virus en la sociedad actual, es en esta temporada el rasgo de comunión iniciático entre televisión y realidad. No hubo interés, tiempo ni espacio para la construcción de pactos, para “leer” al rival, para desarrollar un juego complejo que involucre a todos o a la mayoría de los adversarios, los resultados tenían que ser inmediatos. Y si no llegan los resultados, “será culpa del público que no me entendió”.
Los monitos no duraron. La desarticulación de esta S.L. (Sociedad Limitada) mediante el voto del público durante las primeras galas de eliminación fue tan veloz como su conformación. Y sus consecuencias se convirtieron en la segunda clave de lo que se podía esperar de esta 11va. edición del show -diez regulares y una especial con celebridades, emitida en 2007-, en relación al nuevo público que merodea este tipo de formatos.
El hotel de los famosos -propuesta de menor lustre pero similar audiencia- había avisado: el que se pasa de vivo se queda afuera. Las bromas preadolescentes de Martín Salwe o Emily Lucius no gustaron y sembraron de obstáculos el ascenso profesional que esperaban a partir de su participación. El locutor todavía hoy deambula por los programas de espectáculos quejándose de la intencionalidad de la edición, mientras busca la manera de reinventarse para reinsertarse en un medio que hoy le es más hostil que antes.
Y algo parecido pasó en Gran Hermano. Aquellos que en las primeras semanas buscaron aventajar al resto –robando comida y elementos de limpieza– o que se corrieron de un discurso de convivencia políticamente correcto, fueron sancionados por la gente antes que por el programa mismo, y expulsados uno tras otro.
Curiosamente o no, situaciones menos cotidianas y más significativas para la opinión pública, como las acusaciones de Walter “Alfa” Santiago hacia el presidente Alberto Fernández o episodios que rozaron lo homofóbico, y de los que la televisación de Telefe optó por mostrar poco o nada, no movieron el amperímetro interno, ni tampoco externo.
Como sucedió siempre, el inteligente diseño de los responsables del programa guiona una “realidad” a gusto y piacere de los fans, que lo consumen sin hacerse preguntas. En 2015 la casa se violentaba por no tener mancuernas a disposición, y un poco antes, el infierno en la tierra era la sobreabundancia de lechuga. Hoy, la masa crítica se indigna a la par de Julieta por un granito en la frente o una pollera manchada, mientras pasan por alto sucesivos ejemplos de violencia simbólica. Revolucionarios del “fuera malas vibras”, se podrían llamar.
Los comentarios de Alfa reciben duros cuestionamientos, sobre todo en redes sociales
Desenfreno hormonal y peleas
Si la política no les movió la aguja a los “hermanitos”, el sexo sí dividió aguas en la casa, delimitando una inesperada brecha generacional. Menos recatados que sus predecesores, los participantes de esta edición no tardaron casi nada en “hacer match” y entregarse a la pasión sin preocuparse por las cámaras: tres parejas se formaron al término del primer bimestre de aislamiento, y dos de ellas no tuvieron problemas ni pudor en tener relaciones sexuales -previo consentimiento a mano alzada, de acuerdo al nuevo reglamento- alrededor de sus compañeros de cuarto.
Es sabido por los analistas del formato que este tipo de intimidad suele ser un veneno para el rating, y esta vez no fue la excepción. Pero contra todo pronóstico, lo que rindió (y muy bien) fueron los coletazos posteriores al desenfreno hormonal. Y es que los mayores del grupo, cansados de intentar conciliar el sueño entre jadeos ajenos, hicieron sentir su bronca. Otro tipo de gritos invadieron una casa dividida, entre los más jóvenes defendiendo el derecho a su libertad sexual, y el resto pidiendo un código de convivencia para poder dormir tranquilos.
Cuando la situación se desbordó tuvo que intervenir la voz de Gran Hermano, que los amontonó a todos en el confesionario y les puso los puntos sobre las íes. La calma no duró, pero al menos las habitaciones volvieron a ser para el descanso. No faltaron tampoco los consejos morales y paternalistas de Romina y “Alfa” frente a la procacidad de sus compañeros, que aceptaron reprimir sus instintos. Al menos por un rato.
Este episodio, que se prolongó convenientemente por varias emisiones, hizo picos de audiencia y promovió un debate mediático que excedió los límites del programa. Parece que todos tenían algo que decir al respecto, elegir su bando, y levantar la bandera del recato o del deseo según correspondiera. Por primera vez en la historia del programa, el sexo midió, rindió y se convirtió en otro motivo de interés para juzgar las alternativas de la convivencia.
Adultos frente a la pantalla
No es sencillo delinear un perfil de la audiencia que sigue atentamente cada instancia de Gran Hermano. Porque no basta con leer o escuchar a los púberes fanáticos de Daniela, Coti o Agustín, siempre incondicionales y radicalizados, tuiteando del otro lado de la pantalla. Si solo de ellos se tratara todo esto, el número diario sería tan volátil como sus caprichos hormonales. Existe también un segmento adulto que suma puntos de rating, no solo al ciclo sino también a los numerosos programas satélite que se ocupan de reproducir su contenido. Lógicamente, la grilla de Telefe está supeditada a su buque insignia, pero también otros canales -América, El Nueve, etcétera- le regalan minutos de aire a lo que ocurre en “la casa más famosa del país”.
En este sentido, el reality ha logrado como ningún otro show que se hable de él sin importar canal o bandera; ni si se trata de un noticiero, un programa de cocina o la señal de ajuste. Una especie de ruleta rusa donde ganan todos: el resto de los programas evita que su encendido baje, mientras GH suma otros perfiles a su ya prolífico público objetivo. La semilla implantada germina y, de un día para otro, el profano se descubre entendiendo una conversación en la que se habla de “La Tora”, “El Cone”, “Frodo” o “Tini”. De ahí a “mirarlo un ratito” justo el día de la gala de expulsión hay un paso, enseguida vendrán los miércoles de nominación, los debates, la interacción en redes o las 24 horas en streaming. La tentación hizo lo suyo, de la adicción es el resto.
La realidad como enunciado, la ficción como construcción y el divertimento como imán son los tres pilares en los que se apoya Gran Hermano para erigir su torre de marfil. Este año, el mal llamado “experimento social” (porque de experimento no tiene nada, todo lo que sucede está estudiado y probado) sumó una nueva edición a su derrotero local, y con ella renovó el “placer culpable” del televidente voyeurista, que los mira por Pluto TV a las dos de la mañana con la misma perversión que espiaba las múltiples cámaras de DirecTV en 2001. Los participantes son otros, muchos de los espectadores también, pero la fórmula demuestra una vez más su infalibilidad. Le guste a quien le guste.

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LECTURA


Las huellas del mal, de Federico Andahazi
Un policial histórico, que deja huellas
Felipe Fernández

El asesinato de dos niños, ocurrido en Quequén en 1892, es un hecho verídico en el que se basa Las huellas del mal, la novela de Federico Andahazi. A ese pueblo bonaerense llegan el inspector Juan Vucetich (1858-1925) y su asistente, el grafólogo y filólogo Marcos Diamant, para colaborar en la investigación. Ambos han sido enviados por el presidente de la República, Carlos Pellegrini, para resolver el caso “con un método que prometía revolucionar la criminología”. Se trata, por supuesto, de la dactiloscopia, la búsqueda de huellas dactilares.
El marco histórico, bien delineado, se impone a la trama policial. Hay un perfil biográfico de Vucetich (nacido en la isla de Hvar, perteneciente al archipiélago de Dalmacia) y una exposición de los principios de la dactiloscopia. Al principio este sistema fue rechazado por varias organizaciones que “consideraban que obtener registros de la identidad de los ciudadanos era abusivo y contrario a los derechos y garantías civiles”. Entre estas organizaciones hay grupos anarquistas que se manifiestan en repudio a la llegada del inspector portando carteles que dicen “No queremos que nos marquen” y “Abajo la policía represiva”. Uno de sus miembros, una misteriosa muchacha, aportará una cuota de suspenso y de romanticismo.
Al comisario Blanco, jefe de la regional Necochea, tampoco le resulta grata la presencia de Vucetich y Diamant. Siente que esos dos agentes enviados por el Ministerio del Interior de la Nación menoscaban su propia autoridad. Su intención es cerrar el caso lo más rápido posible y para hacerlo cuenta con un sospechoso al que intentará arrancarle una confesión por todos los medios.
El Hotel Balneario Victoria, “un gigantesco palacio entre las dunas”, emblema del potencial turístico de la naciente ciudad de Quequén, sirve de escenario para un episodio incidental, y el tema de la dactiloscopia también da pie para una pequeña trama secundaria: una intriga internacional en la que intervienen un espía francés y uno británico: un país quiere impedir que el mundo adopte el sistema de Vucetich y el otro quiere robárselo.
Las huellas del mal entretiene con lo justo. A diferencia de muchas novelas que incursionan en el género policial, se abstiene de rellenar páginas y páginas con información insustancial y, por el contrario, dosifica con equilibrio, toques de humor y timing el material del argumento.
Otro acierto de Andahazi es el paralelismo que traza entre el asesinato de los niños y una de las tragedias de Eurípides a través de la figura de Diamant, un entusiasta traductor de las obras del dramaturgo griego, que descubre que para resolver el crimen hay “que interpretarlo de la misma manera que una tragedia griega”.

Las huellas del mal

Por Federico Andahazi

Grijalbo

191 páginas, $ 3299

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