martes, 16 de abril de 2024

LEER....LITERATURA GÓTICA


EN LAS TINIEBLAS DE LA LITERATURA GÓTICA
UNA INESPERADA CAMADA DE ESCRITORAS BRITÁNICAS CONTRIBUYÓ A CODIFICAR EL GÉNERO QUE FASCINA HASTA NUESTROS DÍAS 
Guadalupe Treibel —El cuadro La pesadilla, de Henry Fuseli, parece haber sido pintado a la medida de un género signado por lo siniestro y lo inexplicable
En la Inglaterra del siglo XVIII, existían numerosos manuales de conducta que instruían a las señoritas sobre cómo modelar su carácter y sus modales a la justa medida de las expectativas de la época. No había resquicio de la vida personal en el que no se inmiscuyeran estas guías –habitualmente escritas por varones–, que adoctrinaban a las chicas en la virtud, censuraban faltas como la inmodestia y cualquier “exceso”, por caso, reírse o hablar en demasía, cultivar compañías de reputación dudosa, proponiéndoles en cambio dedicarse a lecturas consideradas edificantes. Todo okey con la poesía de Milton, con salmos y sermones, con ciertas nociones de gramática y ciencias naturales, pero se desaconsejaban tajantemente novelas populares que pudiesen agitar emociones equívocas en la gentil platea femenina. Público que, en buena parte, esquivó esta recomendación volviéndose el principal consumidor de un género entonces naciente, cuyos negros tentáculos se extienden –afortunadamente– hasta nuestros días: la literatura gótica.
Pero ellas no solo leían estas historias que proponían inquietantes intrigas en entornos opresivos, sombríos: también las escribían. De hecho, ayudaron a marcar un estilo durante los siglos XVIII y XIX gracias al considerable número de autoras que hicieron sustantivos aportes, contribuyendo a codificar esta bestia literaria signada por lo siniestro y lo inexplicable, con sus castillos o abadías medievales como escenario favorito, la heroína confinada, el héroe taciturno, el vil malvado, las tormentas y tempestades reflejando estados de ánimo. Las escritoras góticas que sacaron a relucir sus destrezas para administrar osadamente la crueldad y lo sobrenatural fueron recompensadas con éxito popular y –muy esporádicamente– con el visto bueno de la crítica.
Jane Austen –gran observadora de su época– se hizo eco de la seducción que ejercían estos relatos en La abadía de Northanger (1817), cuya protagonista, la impresionable Catherine Morland, devora volúmenes de esta índole. “Pero ¿son todos espeluznantes? ¿Estás segura de que son tan terroríficos?”, le pregunta arrebatada a Isabella Thorpe, su nueva amiga, cuando ésta le dice que tiene varios títulos góticos para recomendarle. La joven confirma y enumera una serie de obras que, lejos de ser fruto de la imaginación de Austen, como se creyó durante décadas, eran trabajos existentes, que causaron sensación en sus días. Tal el caso de Castle of Wolfenbach

(1793), de Eliza Parsons, sobre una joven casta que escapa de su tío lascivo, encuentra refugio en un castillo “embrujado”, explora un ala prohibida y descubre un terrorífico misterio. O The Mysterious Warning

(1796), otra novela gótica de esta prolífica autora que tuvo que acelerar la pluma para poder alimentar a sus muchos hijos.
Eliza solía publicar sus obras por entregas a través de Minerva Press, una editorial que sacaba libros a granel y los vendía a precio módico por toda Gran Bretaña. Aunque su catálogo abarcaba una amplia gama de géneros, en ocasiones con ilustraciones, prácticamente devino sello de nicho a partir de 1790, por simple motivo: la gente prefería gastar sus monedas en novelas góticas. Y tenía sus preferencias; los éxitos comerciales más sonados de dicha editorial llevaban gancho femenino. La irlandesa Regina Maria Roche, por ejemplo, resultó una máquina de hacer bestsellers como The Children of the Abbey
(1796) o Clermont (1798), peripecias de la bella, nostálgica Madeline, muchacha que vive recluida con su padre hasta recibir la visita de una misteriosa condesa. Por su lado, la rendidora Elizabeth Meeke publicó en el mismo catálogo más de veinte piezas, algunas sin firma y otras bajo el seudónimo “Gabrielli”. Mineva Press dio cobijo a otras plumas laboriosas, hoy olvidadas: Eleanor Sleath, Isabella Kelly, Mary Charlton y Louisa Stanhope.


Madre, ¿hay una sola?
No cabe duda de que las damas antes mentadas leyeron a “la gran hechicera” –tal la definición de su devoto admirador Thomas De Quincey–, la muy talentosa Ann Radcliffe, en lo más alto de la literatura gótica. Hija de un padre comerciante y esposa del periodista William Radcliffe, esta londinense volcó en subyugantes páginas su atracción por las ruinas, los lugares laberínticos, los castillos, los paisajes sublimes. Los describía con tan maravillosa sugestión que, en sus relatos, estos escenarios oníricos se volvían el tenebrosamente perfecto preámbulo de los tormentos que sufrirían sus jóvenes heroínas.
Apreciada unánimemente por la crítica y el público, sus libros por entregas –en especial, Los misterios de Udolfo(1794) y El italiano (1797)– le reportaron fama y fortuna, pero llamativamente a los 32, en el apogeo de su carrera literaria, Ann decidió borrarse del mapa para ayudar en la empresa editorial de su marido. Sobra decir que, por aquellas fechas, el cotilleo repercutió frente a la repentina desaparición de semejante celebridad; hasta se rumoreó que se había vuelto loca por imaginar tantas historias pavorosas y, en consecuencia, estaba internada en un manicomio. Aunque se sabe muy poco de su vida privada, testimonios confiables indican que no estaba precisamente confinada, sino que solía caminar por el parque, ir la ópera, al teatro, viajar con su marido. Otras versiones sugieren que se le habría agotado la inspiración, que las musas del gótico le soltaron la mano abruptamente.
Hace una década, cuando se cumplieron 250 años del nacimiento de Radcliffe, el diario The Guardian la homenajeó con un artículo que destacaba hasta qué punto su obra ejerció una influencia notable en autores posteriores como Wilkie Collins, el Marqués de Sade, Henry James, Victor Hugo, Balzac, Lord Byron. “Hay rastros de su obra en
Jane Eyre y Cumbres borrascosas, de las hermanas Brontë; en El retrato oval, de Edgar Allan Poe, también en su cuento La caída de la casa Usher”, marcaba el periódico, y añadía que Rebecca, de Daphne du Maurier, magistralmente adaptada al cine por Hitchcock con Joan Fontaine y Laurence Olivier, también es de inspiración radcliffiana. Y no por azar, Mary Shelley estaba leyendo a Ann en el verano que empezó a imaginar Frankenstein.

La génesis se cuenta sola: Mary Shelley tenía 18 años cuando concibió Frankenstein en Villa Diodati, Suiza, donde pasaba unos días de recreo con su pareja, el poeta Percy Shelley, su hermanastra Claire Clairmont, Lord Byron y John Polidori. La estadía fue inesperadamente oscurecida por la erupción del volcán Tambora, que había cubierto los cielos de Europa de ceniza. Y a orillas del lago Lemán, mientras la lluvia no cesaba y los truenos estallaban sobre sus cabezas, el quinteto pasaba las horas charlando sobre los principios galvánicos que prometían curas milagrosas y las teorías de Erasmus Darwin –abuelo de Charles– acerca de la reanimación de los muertos; el grupo leía cuentos de fantasmas y, por sugerencia de Byron, encararon la escritura de cuentos aterradores. Allí Mary perfiló el futuro Frankenstein, y Polidori hizo lo propio con El Vampiro, una novela corta que Bram Stoker leyó atentamente antes de darle forma a su Drácula.
De regreso a Inglaterra, instalada a la sombra de una abadía gótica, ella siguió escribiendo sobre Víctor Frankenstein, el científico obsesionado por infundirle la chispa de vida a un monstruo hecho de partes humanas. Ambición que el hombre concreta, aunque el aspecto de su criatura lo espanta tanto que se arrepiente de haber robado el fuego sagrado. Repudia a su prodigioso monstruo, que cobra vida, inocente pero no desprovisto de inteligencia, y crece indefenso en un mundo que lo rechaza. Frankenstein o El moderno Prometeo (1818) da nuevos aires a la literatura gótica, tan nuevos que algunas voces la consideran más bien una historia de ciencia ficción que eventualmente, en el siglo XX, daría lugar a cantidad de films: desde la emblemática Frankenstein
(1931) de Universal, con Boris Karloff, hasta la comedia Abbott y Costello contra Frankenstein (1948) o la ópera rock de culto The Rocky Horror Picture Show (1975), sin desmerecer el jocoso Joven Frankenstein(1974), de Mel Brooks. El nuevo siglo trajo al mito aportes relativamente valiosos con Frankenweenie (2012), de Tim Burton, o Victor Frankenstein (2015), con James Mcavoy. Shelley creía que un buen cuento gótico debía “helar la sangre y acelerar los latidos del corazón”, y es lo que consigue al embarcarnos en esta novela epistolar sobre la manipulación del poder y el intento de igualarse con Dios, canalizando asimismo las inquietudes de la era en ciernes, el surgimiento de nuevas máquinas y los avances de la medicina. También logra su cometido de generar palpitaciones con otras historias góticas breves, menos conocidas. En Transformation, de 1831, narra de qué manera, a cambio de riquezas, un apuesto despilfarrador intercambia cuerpos en el siglo XV con un enano demoníaco, un pacto del que se arrepiente y trata de revertir. En The Mortal Immortal, de 1833, otro ejemplo, ella vuelve sobre el dilema que supone desafiar los límites naturales a través de la historia de un hombre que ha bebido un elixir que le dio vida eterna, lo que deviene una verdadera maldición.

Punto de partida
Incluso antes de Ann Radcliffe y Mary Shelley hubo otras precursoras como Clara Reeve, que ya en 1777 lanzó The Champion of Virtue, luego retitulada The Old English Baron, una de las primeras obras que publicó, pasados los 50 años. Hija de un clérigo y criada en la campiña, se la recuerda sobre todo por su papel de adelantada en el gótico, pero sus trabajos también incluyen la poesía experimental, un tratado de historia literaria. Su volumen más famoso es el antes citado que, según ella misma reconoció, está inspirado en El castillo de Otranto, de Horace Walpole; es decir, el primer libro que lleva oficialmente chapa de novela gótica.

El castillo de Otranto (1764) había aparecido en Londres una década antes, sin firma y con un subtítulo exiguo y aparentemente inofensivo: Una historia. Su trama sigue las maquinaciones de Manfredo, un príncipe italiano déspota, capaz de mandar a su esposa al calabozo para casarse con la prometida de su hijo muerto, en un descabellado intento por sortear un maleficio. Pasadizos secretos, apariciones espectrales, ruidos inexplicables se suceden en esta obra que, de tan exitosa, volvió a editarse al año siguiente; esta vez con el nombre de su autor y un subtítulo crucial: Una historia gótica. Con su libro, Walpole fijaba las primeras convenciones de un género al que, asimismo, le daba nomenclatura. Lo que difícilmente imaginase este rico dandi inglés –que vivía en un castillo que él mismo había mandado a construir al estilo de catedrales y abadías con ventanas ojivales y agudas torres empinadas– es que acababa de despertar una fiebre que no tardaría en propagarse.
A la sombra de la Ilustración –y su culto a la razón, que buscaba curar al mundo de las supersticiones–, estos relatos transgresores lograron su cometido: reconectar a lectores con el goce de las atmósferas ominosas y del miedo. Especialmente interesadas las lectoras, dicho está, que hicieron corte de manga a las admoniciones moralistas para dejarse perturbar por los estremecimientos de lo prohibido, por la seducción de la violencia y lo espectral, por la mezcla de romance y exotismo que le ofrecía esta literatura, en tiempos en los que las distracciones placenteras no abundaban. A estas alturas de las terapias psi, obvio es advertir que estas narraciones resonaban íntimamente en ciertas ansiedades femeninas provocadas por el obligado enclaustramiento en el hogar.
Hoy resulta fácil imaginar la conmoción que, en aquel contexto, habrá significado para mujeres lectoras tomar entre sus manos, acaso con disimulo, esos tomos y recorrer las páginas de El monje (1796), exponente máximo del gótico. Esta obra maestra de Matthew Gregory Lewis también marcó un camino al narrar la desenfrenada caída en abismos de perversión de un cura capuchino, en un viaje alucinatorio, quebrando todas las reglas morales de su religión. Vale remarcar que sus ingredientes –blasfemia, incesto, magia negra– impactaron fuertemente en su época, y en siglos posteriores: obra venerada por los surrealistas, Antonin Artaud la tradujo y Luis Buñuel trabajó en una adaptación que no llegó a filmar por falta financiación, luego llevada al cine por el actor y director Ado Kyrou (1973); el francés Dominik Moll realizó su versión en 2011.
Matilda se llama la víctima que seduce al monje Ambrosio y que, en el capítulo final, nos revela su verdadero rostro, el de Lucifer. Charlotte Dacre, otra autora gótica temprana, adoptó el apelativo del personaje como nom de plume al firmar la polémica Zofloya; or, The
Moor (1806) como Rosa Matilda, aunque en su ficción el mal paso lo de una antiheroína, la mimada y encerrada Victoria que, tras liberarse, va cediendo a sus deseos sexuales más profundos fogoneada por su sirviente moro, hasta cometer adulterio y asesinato.
Se dijo por ahí que, tras leer Zofloya, muchas mujeres casadas escaparon de sus hogares en busca de experiencias íntimas más gratificantes que las provistas por maridos demasiado prudentes. Dacre es parte de una primera camada sobre la que da para explayarse largamente.


http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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