Un recorrido por todas las versiones de El Pingüino y su imagen más realista en la piel de Colin Farrell
El mítico villano de Batman es Protagonista de una prometedora producción con Colin Farrell; un repaso por los actores que lo interpretaron: Burgess Meredith, Danny DeVito, Robin Lord Taylor y Farrell
Sebastián Tabany

Bajo de estatura, regordete, con nariz puntiaguda, vestido de frac y boquilla, El Pingüino, uno los villanos más icónicos de la galería de Batman, ha estado siempre presente más o menos igual físicamente en sus más de ochenta años de existencia. A esa descripción se le agrega un monóculo y un paraguas que sirve como paracaídas a lo Mary Poppins y con capacidad de disparar balas, entre otras variantes que se la ha dado al objeto cotidiano.
Fue en 1992 con Batman vuelve, que Tim Burton diseñó él mismo un Pingüino deforme, alejado de lo humano, con baba negra y piel gris. Magníficamente interpretado por Danny De Vito y maquillado por Stan Winston –creador de Terminator y Depredador, entre miles de criaturas– ese Pingüino alteró su fisonomía y desde entonces los comics se permitieron más libertad de jugar con su mitología y apariencia hasta el día de hoy, con la serie protagonizada por Colin Farrell, cuyo personaje hiciera su primera aparición en Batman, la película de Matt Reeves de 2022.
El Pingüino, sin nombre aún, aparece en Detective Comics Nro. 58 en 1941 como un ladrón de arte, creado por Bob Kane y Bill Finger, los mismos de Batman, quien hiciera su debut en 1939. Finger fue el escritor y cocreador de la mayoría de los villanos clásicos del superhéroe, pero el dibujante Bob Kane fue más artero y negoció con la editorial DC que solo él aparecería en los créditos como único responsable. Fue recién en 2016 y catorce años después de la muerte de Finger que se puede leer en relación a Batman y varios personajes más los créditos: “creados por Bob Kane y Bill Finger”.

En el libro Batman: The Complete History, de Les Daniels se describen dos versiones sobre la creación del Pingüino. La de Finger dice que el villano está inspirado en los pingüinos emperadores y es una burla a la clase aristocrática. Según Kane, el personaje fue creado a partir de Willie The Kool Penguin, la mascota en los avisos publicitarios de Kool, los cigarrillos mentolados. Daniels no hace especulación sobre cuál es la verdadera historia, aunque conociendo la de Kane, a quien le gustaba fabular hasta apropiarse de la creación de Batman, la versión de Finger parecería ser la más favorable.
En una tira dominical de 1946 se revela que el verdadero nombre de El Pingüino es Oswald Chesterfield Cobblepot pero el origen del villano recién es explorado en The Best of DC Nro. 10, en 1981. Cuenta Mariano Cholakian, divulgador de comics en el podcast La Batea, que en ese especial “se dice que es hijo de un criador de aves que murió de neumonía por mojarse en una tormenta, todo por no llevar paraguas. Bastante absurda la idea, pero para esa ridícula primera etapa del personaje era dentro de todo verosímil. Poco tiempo después, en un especial sobre orígenes de villanos de Batman (Secret Origins Special Nro. 1, de 1989), se vuelve un poco más truculenta: el bullying por parte de sus hermanos en las escuelas de la alta sociedad de Gotham, convirtió al joven Oswald Cobblepot en una persona retraída y rencorosa.” De hecho, en Penguin: Pain and Prejudice, el villano termina vengándose y asesinando a sus hermanos mayores.
Como Joker (el Guasón) y el Acertijo, los principales villanos de Batman, y el mismo superhéroe, el Pingüino no tiene súper poderes. Y como ellos, también, se viste con colores. Su objetivo, al comienzo de la edad dorada de los comics es cometer robos, siempre haciéndose pasar por un miembro de la alta sociedad, posición que le permite entrar en la elite de Gotham. Autodenominado “El caballero del crimen”, Cobblepot llegó a estudiar ornitología y cometer fechorías relacionadas con aves. En 1992, con el cómic Penguin Triumphant, de John Ostrander y Joe Staton, el Pingüino se convierte en un criminal de guante blanco al manipular acciones en la bolsa y dar una imagen de hombre de negocios exitoso. Es entonces cuando comienza a cruzarse con Bruce Wayne en el ambiente de la elite de la ciudad, algo que al alter ego de Batman no le cae nada bien.

En esa historia, Cobblepot termina preso pero fue el comienzo de la transición del personaje de ser un ladrón colorido a un mafioso millonario con conexiones con el bajo mundo, especialmente con los gangsters Carmine Falcone y Sal Maroni, capos de familias italoamericanas, claramente inspiradas en los Corleone de El Padrino y la guerra turbulenta contra el crimen organizado que hubo en esa época en Nueva York. En esa década, en 1995, en Detective Comics Nro. 683, se presenta la guarida del villano que sería canon a partir de ese momento: “El iceberg lounge”, local nocturno que es fachada para todas actividades ilícitas del Pingüino.
En los últimos años, el Pingüino ha llegado a tener su propio cómic, la miniserie Batman: One Bad Day Penguin (2013) escrita por John Ridley, ganador del Oscar por Mejor guion adaptado por 12 Años de esclavitud. Según Roberto Rubiano, divulgador de cómics, “el relato nos demuestra que el Pingüino es una víctima más de la sociedad, que lo margina y discrimina por sus defectos físicos. En medio de todo este destrato, Oswald hace vínculos con aquellos que también sufren el mismo flagelo, aunque reacciona de la peor forma con el resto, devolviendo violencia extrema, cuando él solo quería pertenecer y ser uno más. Es muy fácil empatizar con su figura, y hasta entenderlo inclusive, porque a final de cuentas, como alguna vez dijo el Diego, “todos necesitamos cariño”.
En su recorrido por las viñetas, el Pingüino fue retratado por algunos dibujantes argentinos, entre ellos Eduardo Risso en Flashpoint: caballero de la venganza y Batman: ciudad rota, ambas historias editadas por Ovni Press en Argentina; Quique Alcatena en Batman Chronicles Nro. 11, de 1998, también por Ovni Press y Darío Brizuela en la serie The Batman Scooby Doo Mysteries, inédita en nuestro país.
La serie de Batman, tan querida y apreciada por los fans, lo presenta a El Pingüino en la interpretación de Burgess Meredith, actor en ese momento con más de 30 años de trayectoria en teatro y cine. El Cobblepot de Meredith, con su sombrero de copa violeta, masticando la boquilla y con una interpretación clownesca fue un éxito instantáneo. Apareció veintiún veces durante las tres temporadas de la serie y fue uno de los villanos principales de la película. Diez años después, Meredith se haría popular con otro personaje icónico: Mickey, el entrenador de Rocky Balboa (Sylvester Stallone).
La serie lo tiene a Cobblepot obsesionado por postularse a alcalde de Gotham, algo que sería la primera vez y se trasladaría a los cómics y a las películas también. En el episodio dieciocho de la segunda temporada, el Pingüino y Batman debaten por televisión la candidatura a alcalde en una escena clásica por lo absurda y graciosa.
Con el éxito descomunal de Batman en 1989, Warner Bros. apuró una secuela. Su director les propuso hacer antes Edward Scissorhands [El joven manos de tijera], que el estudió rechazó. Burton se fue a filmarla con 20th Century Fox mientras Warner seguía avanzando con la secuela de Batman. Cuando Burton volvió, el tiempo lo apremiaba. El estudio había puesto fecha de estreno y necesitaba filmar ya. El guionista Wesley Strick fue el encargado de maniobrar la historia mientras se construían los decorados y se acercaba la fecha de comienzo de rodaje. En Batman vuelve habría dos villanos principales: Gatúbela (Michelle Pfeiffer) y el Pingüino (Danny DeVito).

La idea de que el personaje fuera tan desagradable e irredimible no vino de Burton sino del propio actor. “Danny no quería un villano querible”, comentó Strick en esa época. “Su enfoque era más de un espíritu virulento”. Desde el comienzo su personaje es de una película de terror, no de una de superhéroes para toda la familia.
En Batman vuelve, el Pingüino se postula también como alcalde, impulsado por Max Shreck (Chritopher Walken), el manipulador hombre de negocios. Termina secuestrando bebés y adosando cohetes a pingüinos para destruir la ciudad que le dio la espalda.
En Gotham, la serie que cuenta el origen de Jim Gordon (Ben MacKenzie) y un adolescente Bruce Wayne (David Mazouz) antes de ser Batman, se relató durante cinco temporadas y cien episodios varios génesis de personajes, entre los cuales se encontraba el Pingüino. Interpretado por Robin Lord Taylor, Oswald Cobblepot comienza como adlátere de la mafiosa Fish Mooney (Jada Pinkett Smith) y asciende de a poco en las filas del mundo criminal de Gotham. Narigón y más estilizado, el Pingüino de Taylor finalmente llega a ser alcalde en la tercera temporada aunque una guerra con el Acertijo termina con su mandato. En Gotham, el personaje de Cobblepot no es tan maquiavélico sino es más un alma torturada por su madre y un amor no correspondido con el mencionado Acertijo, interpretado por Cory Michael Smith.
En la nueva versión dirigida por Matt Reeves con Robert Pattinson como Batman, Colin Farrell aparece como el cuarto y último actor en interpretar al personaje. Lo hace como Oz Cobb, un mafioso de poca monta dueño del Iceberg Lounge, pero bajo las ordenes de Carmine Falcone (John Turturro). Este pingüino es el menos súper heroico y más realista de todos. Farrell, bajo el impresionante maquillaje de Mike Marino y un traje inflado, interpreta a Oz con un acento de New Jersey más parecido a uno de Los Sopranos que a un delincuente de la alta sociedad. Tiene una cicatriz que se asemeja a un pico, al igual que la nariz y unas cejas similares a las de un pingüino. Su andar es como un vaivén, como el ave, producto de una talonera de metal que usa en uno de los pies.

El único dejo colorido que tiene de sus versiones anteriores es un traje violeta que usa cada tanto y un Maserati del mismo color. El personaje fue tan bien recibido que enseguida de estrenarse Warner y Reeves se pusieron de acuerdo en hacer una serie sobre el personaje. Reeves produce y la showrunner es Lauren Lefranc, escritora con vasta trayectoria en televisión, como la serie Impulse.
Según Lefranc: “como escritora, la perspectiva de todo esto era estimulante, y sin embargo había una pregunta que me seguía carcomiendo. ¿Por qué queremos ver a este tipo? ¿Un hombre blanco de mediana edad, volátil y narcisista que quiere poder? ¿No hemos visto suficientes de ellos? Pero luego miré a mis dos hijos pequeños, estas dos mentes jóvenes y maleables, y pensé: ¿en qué podrían convertirse? ¿Los hombres malos nacen? ¿O se hacen?”
“Así, comencé a pensar en esta serie menos como una historia tradicional de ‘ascenso al poder’, y más como el origen de un monstruo, y una oportunidad –a lo largo de ocho episodios– de explorar la psicología de Oz, mostrando su lógica perversa y su historia sin glorificarla -explica-. Sin eludir el costo brutal y desgarrador que conlleva el deseo inquebrantable de poder de un hombre. Esto, para mí, es lo que hizo que valiera la pena contar esta historia. A pesar de nuestro título de cómic, como la película de Matt, nuestra serie refleja el mundo en el que vivimos: a quién cuidamos y a quién condenamos. Profundizamos en temas relacionados con el trauma, la masculinidad, la identidad, el narcisismo, la riqueza y la disparidad de clases. Es esta exploración sin filtros de una ciudad rota y su gente, espero que deje una impresión duradera.” El Pingüino, la serie, que se estrena el jueves 19 de septiembre por Max –con un episodio por semana–, retoma los sucesos de la película una semana después.
Cobb comienza a navegar entre la rivalidad de los Falcone, especialmente la hija de Carmine, Sofia (Cristin Milioti) y Sal Marino (Clancy Brown), que maneja los negocios desde la cárcel. Este año, además, el personaje por primera vez ha sido presentado como una mujer, Oswalda, en la serie animada Batman Caped Crusader de Prime Video. Creada por Bruce Timm, el mismo artista del icono de la serie animada de los noventa, Caped Crusader, decidió cambiarle el género al Pingüino.
Según James Tucker, el coproductor ejecutivo, “cuando me dijeron que tal vez pudiera ser mujer, me vinieron a la mente una avalancha de ideas. Estaba pensando en Marlene Dietrich con su esmoquin y en Cabaret, el musical, y en la forma de arte del cabaret, y comencé a dibujar. También estaba pensando un poco en Harvey Fierstein, Hairspray y Divine. Fue como si supiera al instante lo que podría ser”.
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El lugar fue testigo del crecimiento del rock nacional y de grandes obras. Un libro reúne las voces de quienes allí grabaron y su fundador aporta anécdotas imperdibles
Damián Damore

Si el rock nacional se define a sí mismo como un movimiento, en el que el factor aglutinante de sus miembros es una cultura compartida, el estudio Panda podría ser el parque de diversiones en el que se reúnen para jugar un rato largo. Su estatura de mito se elevó hasta compararse con el efluvio fantasmal que produjo el nombre Patricio Rey —por Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota—, un vapor que desprende popularidad y se corrige sí mismo con un halo de misterio. Para decirlo de manera brutal: Panda representa a la cultura rock tanto como Obras, el Luna Park o Cemento.
Miguel Krochik es su propietario, pero las estrellas que lo habitaron lo convirtieron en una marca tan volátil que —para darle su dimensión profana— hasta él podría ser un producto más de la factoría del estudio. Son tantos los nombres tallados en su Hall of Fame que tomó vuelo propio. Tal vez sea el motivo principal por el que no fue descabellado pensar en un libro que recopilara anécdotas de su historia viviente. Charly García, Los Twist, Soda Stereo, Andrés Calamaro, Fito Páez, Sumo, Los Fabulosos Cadillacs, Los Redondos y Babasónicos son algunos de los que grabaron allí; aunque también hubo artistas de música tropical como Gilda, Ráfaga, Antonio Ríos o Sombras. De todos hay historias en Grabado en estudios Panda. Historia de una fábrica de hits (1980-2020), que escribió el periodista Nicolás Igarzábal y que publica editorial Gourmet Musical.
La música en la sangre
Krochik empezó a tocar en 1972 apadrinado por el grupo Arco Iris y trascendió como músico gracias a su participación en el disco Acusticazo, el registro en vivo del festival en el que participaron Litto Nebbia, León Gieco, Raúl Porchetto y Edelmiro Molinari, entre otros. Eran los primeros años de lo que con el paso del tiempo se llamó rock nacional o, algo que lo define mejor, rock argentino.
Luego de aquella participación grabó su único álbum, titulado Guilmar, pero su difusión fue casi nula. Su poco alcance desilusionó al artista que, desmotivado por la demanda escasa de shows y con un segundo trabajo cajoneado en alguna compañía, abandonó su incipiente carrera como músico. En 1979 se casó, tuvo hijos y se puso a vender sábanas. Como comerciante se instaló en un local de la calle Segurola, en Floresta, que pertenecía a su abuelo.

Un día fue de visita al estudio Microfón para mostrarles unas canciones nuevas al director, pero en los idas y vueltas que dan quienes deben pagar derecho de piso lo derivaron con un tal Rubén Lotes. Lotes fue un músico que continuó su carrera como productor. Fue el autor de la canción “Cara de gitana”, un hit del pop melódico que hizo popular Daniel Magal (los fanáticos del fútbol la tienen en la punta de la lengua) y que los hinchas argentinos revivieron en el Mundial de Rusia 2018 alentando a la selección de Jorge Sampaoli. Con el dinero de las ganancias Lotes montó un pequeño estudio cerca de la casa donde vivía Krochik. Cuando Miguel vio eso quedó alucinado. La foto que se le grabó fue la de ver una de las naves de Star Wars en el fondo de la propiedad. Fue el resorte que lo devolvió a aquello que se guardó secretamente: volver a la música, aunque sea de otra forma.
Llegó a su casa de la calle Segurola, se escondió en un cuarto y llamó por teléfono a su abuelo Bernardo: en voz baja, le pidió dinero prestado. Tras recibir la ayuda económica comenzó un proceso de transformación del local de la calle Segurola con el asesoramiento técnico del productor Carlos Píriz. Sin decirle a su esposa, comenzó la remodelación en 1980, que se extendió por el lapso de un año y medio. Krochik se mostraba como un ingeniero eficaz –se volvió un estudioso del tema leyendo revistas como Mix y pidiéndoles consejos a los sonidistas amigos; se compró equipos–, pero en el mismo acto un mago que hacía aparecer y desaparecer cosas como para que su mujer no se diera cuenta de lo que estaba haciendo o, en el mejor de los casos, creyera que estaba remodelando el local de venta de sábanas: “Todo el tiempo me decía que hacía esto para mí, pero al final me respeté tanto que nunca grabé nada. Después me metí en la cabeza que quería levantar el Abbey Road argentino y no me detuve hasta lograrlo. Sobre el nombre, la primera imagen que se me cruzó fue la de un oso panda. Es un animal carismático y decir panda llena la boca. Charly García me decía que se llame Palta. Aparecieron varios negocios llamados Panda: una radio para chicos, un antivirus, una banda mexicana, una revista de España”, se jacta ante LA NACION revista del brío corporativo que acuñó con la elección.

-¿Panda existe hoy? ¿Cómo está…
-[Interrumpe]. La pregunta piola sería: ¿abrirías Panda hoy? No, estaría en el horno. No quiero decir nada que me mande al muere [se retira de una polémica que ni siquiera comenzó]. Los tiempos son más rápidos, cuando aparece un estilo musical, ni siquiera se desarrolla y ya hay uno nuevo. No hay tiempo de asimilación. Si un músico no mete un tema, dos temas al comienzo, no le dan más oportunidad y afuera. Sandro clavó una definición que me quedó grabada para siempre: “Un músico es como un futbolista, empieza por la novena, luego va a octava, séptima y así hasta llegar a primera”.
-Siempre hubo músicos de todo tipo en distintas épocas y si se refiere a presiones de los estudios, tampoco es una novedad. ¿Cuál la diferencia con la década de los ochenta?
-En la Argentina de los setenta y ochenta fluía el folklore, el rock y la música popular. El ochenta por ciento de los músicos estaban formados, escuchábamos buenas cosas que venían de otros países, la gente se instruía con los programas de radio. ¿En qué radio se escuchan Los Beatles o el mejor jazz del mundo? Mi nieto Joaquín, de doce años, ayer me dijo que el rock, la música clásica y el jazz están muertos.
-¡Es una linda discusión musical!
-Hay que ver si me da el tiempo, porque anda siempre con la Play Station [risas].
-Volvamos a Panda. En el libro lo definen como alguien demasiado presente. ¿Había un te amo, te odio con los músicos?
-Yo trabajé mucho en Panda. Hacía muchas cosas porque el estudio funcionaba las veinticuatros horas. Y a mí nunca me gustaron ni el alcohol ni las drogas. La única que vez que me mandé algo raro fue en una grabación. Resulta que estaban grabando Los Siete Delfines y en el estudio estaban Richard Coleman y Gustavo Cerati. De pronto veo en la calle un payaso. Y se me ocurrió, no sé con qué sentido, que le iba a dar color invitarlo a la grabación. Lo meto en la cabina del operador cuando los chicos estaban grabando. Y de pronto se produce un choque de planetas. Cuando el payaso ve a Cerati se queda estupefacto –no podía creer que tenía enfrente suyo a la máxima figura musical de Argentina–. Cerati también se queda tieso, pero el efecto fue el contrario. Entró al estudio y me gritó: “Boludo, ¡¿qué hace este payaso de mierda acá?! Nos cagaste la toma”. Siempre pienso qué le habrá quedado en la cabeza de todo eso al payaso.

-¿Tuvo problemas con los músicos?
-Problemas, no; yo lo llamo despertadas. Recuerdo tres. La primera con Charly, con quien tuve una relación increíble: nunca me mangueó un hora gratis. Fue una persona muy ubicada. Pero era muy travieso. Se quedaba cinco días en el estudio. Un día me llama a las seis de la mañana la señora Lidia, la encargada de la limpieza: “El señor García quiere que le grabe yo”. Se habían ido todos y se le ocurrió eso. Otra que recuerdo es una con Pity Álvarez, de Intoxicados. Me llama Cristian Ruiz, el encargado de la recepción, bien entrada la madrugada: “Venite urgente que Pity está zapateando arriba del piano de cola”. Lo convencí de bajar explicándole, como en un exorcismo, cuáles eran los cuidados que había que tener dentro del estudio. Al final se bajó. Y la última fue un llamado de Afo Verde, gran productor y gran persona, para mí un visionario: lo conocí en su época de músico en La Zimbabwe. Me dice: “Miguelito, estoy con Joaquín Sabina e Iván Noble y quieren grabar una canción ahora”. Venían del centro. A las cuatro de la mañana me fui al estudio y los grabé con Afo. Llegaron los dos con varios amigos y con varias botellas de whisky. Pero lograron su cometido.
Una búsqueda minuciosa
Nicolás Igarzábal consiguió con su libro una cartografía completa (y compleja) del nuestro vernáculo. Antes de este libro publicó otros dos: Cemento, el semillero del rock (1985-2004) y Más o menos bien. El indie argentino en el rock post Cromañón (2004-2017), también editados por Gourmet. Los une un tono sostenido por una cronología que le permite al autor encasillar la perspectiva de su mirada, una mirada que sin invadirlo todo logra encapsular el espíritu del momento, un halo vector. Igarzábal cuenta cómo fue el proceso de elaboración del libro.
-¿Es más valioso hablar con los músicos ahora o recoger sus testimonios de aquel momento?
-Me interesó más buscar información del músico anunciando la salida de un disco más que la historia de cómo lo había grabado. Era de las cosas más frescas que le pude encontrar a la cronología del libro, porque esos músicos hoy no se acuerdan tanto de algunas cosas. Comencé el trabajo en 2018, y en 2020, con la cuarentena, aprovechamos con la editorial para editar y redondear el libro. Fueron tres años de trabajo.
-¿Cuál fue la mayor dificultad?
-No encontrar una agenda dentro de Panda, es decir, algún registro que indicara día a día quiénes grabaron allí. Hubo que armar ese rompecabezas. Lo mismo me pasó con el libro que hice sobre Cemento. Rastrillé en la hemeroteca del Congreso y en la de la Biblioteca Nacional en busca de las revistas Pelo, Canta Rock y Expreso imaginario para los álbumes editados en la década de los 80; Suplementos Sí de Clarín y No de Página/12 para la década de los 90; Madhouse y otras revistas para los años siguientes. Así armé un gran mapa con las noticias de la publicación y salida de los discos.

-¿Cómo fue el mano a mano con Krochik?
-Con él me puse de acuerdo con los discos que quería que estén. Me ayudó con muchos contactos, fotos. Fue el Omar Chabán de este libro (comparando con el de Cemento). Es el gran rostro de esta historia. Colaboró mucho, llamó gente y estuvo muy presente.
-Los técnicos de grabación son tan protagonistas como los músicos en el libro. ¿Qué tan importante eran para la investigación?
-Muy. [Fueron] Tan importantes estas historias como la de los músicos, empezando con Amílcar Gilabert y Mario Breuer, que trabajaron con bandas desde la década de los setenta y marcaron, como bien dice Mario, la huella sonora del estudio. Conseguir los testimonios de los técnicos de audios, ingenieros de grabación y ayudantes y seguir ese hilo fue clave para entender el pasaje de los analógico a lo digital con los más nuevos que graban con ProTools. El libro reproduce toda esa adrenalina, ese vértigo: los nervios, las peleas, las canciones que creían que no iban a pegar y pegaron entrando por la ventana; aquellas que no tuvieron letras hasta el último momento. En fin, fueron más de cien entrevistas. Están todos los que debían estar, nadie quiso quedarse afuera. Incluso hubo músicos que se contactaron conmigo ofreciendo su testimonios cuando se enteraron del libro, como Chizzo, de La Renga, y Ricardo Iorio, los dos fanáticos del estudio.
En octubre de 1973 apareció Artaud del grupo Pescado Rabioso, aunque en realidad se trató de un disco solista del “Flaco” Luis Alberto Spinetta. En una nota publicada en este diario el pasado año, el periodista Fernando García hizo referencia a la historia del nombre del que es “considerado el mejor álbum del rock argentino”. “Antonin Artaud (Marsella, 1896; Ivry-sur Seine, 1948) –escribe García– aparecía en la tapa del disco en una foto tipo DNI y para entenderlo había que sumergirse en sus textos que formaron parte del grupo surrealista original y que terminaron en una idea de arte total a la que llamó Teatro de la Crueldad. La editorial porteña Argonauta había editado en setiembre de 1972 la primera versión en español de su libro
Heliogábalo o el anarquista coronado (1934), donde Spinetta leyó: ‘Y la música que surge de esto va más allá del oído para alcanzar el espíritu sin instrumentos y sin orquesta’”.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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