Inspiración sin límites: la belleza perturbadora del hermafroditismo
La eterna discusión sobre dónde empiezan los géneros biológicos masculino y femenino se reavivó en los últimos tiempos. Ayer y hoy, han sido objeto de fascinación como de rechazo
Guadalupe Treibel

Fake news han vuelto a revivir el controvertido caso de Imane Khelif, la boxeadora argelina que, con sus durísimas piñas, ganó la medalla de oro en la categoría de 66 kilos en los últimos Juegos Olímpicos. Días atrás circuló en portales su supuesta suspensión de por vida en competiciones femeninas por orden de la Organización Mundial de Boxeo. ¿El motivo? La misma cantinela: que la deportista corría con ventaja al ser en realidad un joven fornido que se hacía pasar por atlética señorita. Pese a que el Comité Olímpico confirmó que, según sus parámetros, ella efectivamente es ella, el affaire Khelif prosigue en el candelero, avivando un debate eterno, que incomoda: ¿será que no la tenemos tan clara al momento de definir a hombres y a mujeres porque a veces los encasillamientos se quedan cortos?, ¿es posible que incluso a la biología a veces le resulte una tarea compleja?
Aunque el mundo está construido sobre un esquema binario desde el arranque de la civilización, esta creencia se sacude cuando cierta minoría significativa altera el orden y borronea los límites que parecían fijados con firmeza: personas que presentan variaciones hormonales, anatómicas o cromosómicas que les impiden pertenecer a uno de los dos compartimentos absolutos. Antiguamente se les decía hermafroditas, ahora prefieren ser llamados intersexuales. Ayer y hoy, han sido objeto tanto de fascinación como de rechazo en la historia del mundo y del arte.

“Sexo incierto, gracia segura, / pareciera que ese cuerpo indeciso se fundiera / en las aguas de la fuente…”, abre un encantador poema del escritor francés Théophile Gautier, publicado en su obra cúspide, Émaux et camées, durante el siglo XIX. Es decir, en el siglo en el que algunos médicos pedían la quita de derechos civiles para quienes escapaban de sus clasificaciones, además de arrogarse la capacidad de definir a qué género pertenecían y proponer tratamientos ultrajantes para “corregir” o “curar” sus presuntas enfermedades; en el que el célebre retratista Nadar se prestaba a tomar fotos humillantemente invasivas de una persona intersexual con el pretexto de ayudar a la ciencia.
En esa misma centuria, el citado Gautier se mantenía en sus trece: “Encantadora criatura, ¡cómo te amo con tu belleza múltiple!”, continuaban sus versos, sin duda refiriéndose al Hermafrodito durmiente, la famosa escultura que sigue intranquilizando a visitantes del Museo del Louvre. De erotismo acentuado, el cuerpo desnudo de esta figura de mármol reposa sobre un colchón en apariencia mullido. Visto desde cierta perspectiva, se aprecia su larga melena recogida, las caderas anchas, la cintura esbelta, las nalgas generosas.
En su rostro de rasgos delicados, los ojos permanecen cerrados, aunque su descanso no parezca ser profundo. Al rodear la pieza, el nuevo ángulo no solo revela la curva de uno de sus senos, sino también, entre los sinuosos muslos, un pene.
Estamos frente a Hermafrodito, pimpollo del mensajero de los dioses Hermes y de la diosa del amor Afrodita que, según el relato mitológico, pasó sus primeros años en los bosques del monte Ida, en Frigia, de los que partió al cumplir quince años con ansias de explorar el mundo. La travesía lo llevó hasta Caria, en la actual Turquía, a la vera de un lago donde moraba la ninfa Salmacis que, encandilada, intentó seducirlo.
“Si tu corazón ya está tomado, concédeme placeres furtivos”, le propuso la pícara náyade al muchacho que, duro de roer, rechazó todas sus insinuaciones. Ella fingió resignación y se retiró, espiando a la distancia al objeto de sus suspiros y fantasías. Pero cuando Hermafrodita –en ese entonces Hermafrodito– se desnudó y precipitó en aguas dulces, Salmacis se abalanzó sobre él, dándole un abrazo tenaz que devino infinito.
Sucede que la ninfa imploró a los dioses estar unida por siempre al renuente galán, y ellos le concedieron el deseo de caprichoso modo: fundiendo al muchacho y la náyade en un mismo ser dotado de ambos sexos. Et voilà el origen de este personaje mítico, cuya metamorfosis inspiró pinturas y dibujos de, por ejemplo, Jan Gossaert, Ingres, Delacroix, además de la famosa escultura antes mencionada.
Parece que el Hermafrodito durmiente cautivó tanto a Napoleón Bonaparte que lo hizo trasladar con sumo cuidado a Francia durante su campaña por Italia. Fue admirado también por Diego Velázquez, pintor español que mandó a hacer una copia para que engalanase el Palacio del Buen Retiro, cumpliendo así con el encargo que le había hecho el rey Felipe IV: encontrar obras de suma belleza.
La autoría de la obra suele endilgarse al temperamental escultor Gian Lorenzo Bernini quien, durante el siglo XVII, logró reiteradamente que la piedra cobrara vida artística (El rapto de Proserpina, Apolo y Dafne, El éxtasis de Santa Teresa...). Esta admirable figura, empero, data de la Roma del siglo II d.C. y está basada en un original helénico previo, de bronce, del II a.C.
Encontrada en 1608 mientras se excavaban los cimientos para la construcción de la iglesia Santa Maria della Vittoria, en Roma, fue llevada de inmediato al cardenal Scipione Borghese para que sopesara su valía y él, desarmado frente a la ambivalente escultura, se ofreció a costear la fachada entera del venidero templo a cambio de que le permitieran quedársela.
Aquí es donde entra Bernini en escena: Borghese le encomendó devolverle al Hermafrodito durmiente su gloria pasada y, de paso, esculpir un colchón de mármol que, completa la pieza y, en cierta forma, lo convierte en coautor de la obra.

Que hayan sobrevivido otras copias similares ha llevado a pensar a historiadores que esta clase de piezas acaso fuera moneda frecuente en casas y jardines de personalidades prominentes de la Roma antigua. Aclaran, sin embargo, que la popularidad de estas esculturas no puede leerse como símbolo de tolerancia, mucho menos de aceptación: las personas que portaban ambos sexos eran, para los romanos, un monstrum enviado por los dioses a los humanos por haber roto la pax deorum, es decir, el buen entendimiento entre ambos.
Presagiaban calamidades, producto de la ira divina, además de generarles confusión por difuminar la diferencia entre varones y mujeres. Por estos motivos, no dudaban en arrojar al mar a recién nacidos intersexuales en cestos para que se ahogasen.
Esto fue lo que pasó, según el filósofo Séneca, cuando una mujer dio a luz a un bebé de sexo incierto: los arúspices se convocaron de inmediato y ordenaron echar al agua al párvulo, pero no conformes con condenarlo a una muerte segura, dictaminaron que un grupo de vírgenes recorrieran la ciudad danzando y cantando para limpiar cualquier “impureza” que la criatura hubiese dejado.
Volviendo a la escultura considerada habitualmente de Bernini, el Hermafrodito durmiente también serviría de inspiración literaria para, por ejemplo, Henri de Latouche, periodista y escritor al que generalmente se lo recuerda por haber apoyado a George Sand en sus inicios. Fragoletta, su –hoy olvidada– novela de 1829, exitosísima en sus días, tiene por protagonista a un ser “inexpresable” de insinuado hermafroditismo, sobre el que, años más tarde, Balzac reconocería estar en deuda.
Leer Fragoletta lo llevó a imaginar la trama de Séraphîta, novela de tintes sobrenaturales sobre un ser andrógino cuasi celestial, de existencia solitaria y contemplativa, que sueña con el amor perfecto; en su caso, querer simultáneamente a dos personas de sexos opuestos.
Balzac parece haber tenido en cuenta también el discurso sobre el amor que, muchos siglos antes, cerca del año 216 a.C., diera el dramaturgo griego Aristófanes, transcripto por Platón en su célebre El banquete. Allí expone que la humanidad primigenia se dividía en tres sexos: el femenino, el masculino y el andrógino, y que esta última especie estaba formada por seres esféricos con cuatro pies, cuatro brazos, dos caras y dos órganos sexuales que, intrépidos, fuertes y acrobáticos, rebotaban de aquí para allá la mar de contentos.
Hasta que se les ocurrió intentar bajar de un hondazo a los dioses, lo que les valió el severo castigo de Zeus: los partió a la mitad, dejándolos así en eterna búsqueda de su media naranja para restituir la plenitud perdida.
Oscar Wilde definió alguna vez la ambigüedad de los sexos como “uno de los medios artísticos más sutiles y fascinantes”, y acaso estuviera en lo cierto. Para ejemplo, el film Muerte en Venecia, de Luchino Visconti a partir de la homónima novela de Thomas Mann, en el que la abrumadora belleza andrógina del joven Tadzio ejerce un embrujo –mortal– en Gustav von Aschenbach (Dirk Bogarde).

Ese hechizo saltó la pantalla, mal que le pesara con posterioridad al actor sueco Björn Andrésen, entonces un adolescente inexperto que no supo lidiar con el peso de su fulgurante estrellato.
Con su misteriosa e inclasificable hermosura, Tilda Swinton también interpretó un personaje universal que diluye las fronteras, habitando uno y otro sexo sin dejar de ser “la misma persona”. Tal la premisa de Orlando, adaptación al cine firmada por Sally Potter de la transgresora novela de Virginia Woolf; una sátira política, asimismo fantasía feminista, que hace poco fue reversionada por Paul B. Preciado en su documental Orlando, mi biografía política.
Mención aparte dentro de esta temática para una rara joya argentina, que representará al país en los Oscar: El jockey, obra cumbre, incatalogable de Luis Ortega, exenta de todo convencionalismo. Aquí un jinete siempre a punto de caerse (Nahuel Pérez Biscayart) alterna identidades con total naturalidad, con una fluidez que ningún personaje del film rechaza o pone en duda: es Remo Manfredini, el jockey; pero es también Lola, una amable peluquera que -en la cárcel- colorea las mechas de otros reclusos.
“¿Qué es la intersexualidad sino un tercer sexo?”, cuestiona la premiada socióloga francesa Michal Raz en su libro Intersexes, donde explica que la palabra hermafrodita resulta reduccionista y exotizante, demasiado imprecisa y cargada de estigmas. En la actualidad, el discurso médico suele referirse a “trastornos del desarrollo sexual”, una expresión que al activismo intersexual también le fastidia porque implica que necesariamente sufren una patología.
El libre albedrío y el respeto a la integridad física, la resistencia a la “normalización”, aludiendo a las penurias que provocan rumor social y la brutalidad de la medicina, fueron abordados con notable sensibilidad por un film argentino: XXY (2007), ópera prima de Lucía Puenzo, con Inés Efron y Ricardo Darín [Premio a Mejor Película Extranjera de Habla Hispana de los Goya y el Gran Premio de la Semana de la Crítica del Festival de Cannes].
Varios años antes, en 1985, estrenaba otra valiosa muestra sobre el tema: El misterio de Alexina, de René Féret, basado en una auténtica historia real: la vida de Adélaïde Herculine Barbin, nacida en Francia en 1838 y educada como niña, que recién descubrió a los 20 años que su morfología era más compleja, mientras daba rienda suelta a un romance con una colega en el internado en el que ambas enseñaban.
Angustiada, la piadosa institutriz se confiesa con un obispo que le recomienda pedir consejo médico. El galeno que la revisa la declara varón. Descorazonada y con nuevo nombre, Abel, se muda a París, donde trabaja como jornalero. Pero a los 29 años decide poner fin a su vida, incapaz de adaptarse a la nueva realidad. Junto a su cuerpo encuentran sus escritos íntimos, que terminan en manos de una eminencia en medicina legal, Ambroise Tardieu, quien toma extractos y los publica en una revista.
Esos diarios serían redescubiertos por Michel Foucault en los años 70, publicados por iniciativa del filósofo, conociéndose de este modo la tocante autobiografía de quien ha inspirado, por ejemplo, obras de teatro. Localmente, Hermafrodita, brillante espectáculo de Alfredo Arias, presentado en Buenos Aires en 2020.
O bien, en España, la ópera contemporánea Alexina B., de 2023, tan bien recibida que, para su compositora, la catalana Raquel García-Tomás, la acogida es signo de que los tiempos cambian.
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Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, la oposición a cualquier forma de discriminación es parte del consenso occidental; en este contexto, la RAE deberá resolver una cuestión que, ante todo, exige diálogo
José Claudio Escribano

Alguna vez tenía que ocurrir y ocurrió no más con la quinta acepción de la voz “judío”, a la que el Diccionario de la Lengua Española registra de persona “avariciosa, usurera”, haciéndose cargo de tal modo de los usos como lengua madre en una veintena de países.
El 28 de agosto, el apoderado de la Fundación del Congreso Mundial Judío y el presidente de la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA) denunciaron por incitar al odio, y por violación de la ley de antidiscriminación, que prevé penas de un mes hasta tres años de prisión, al presidente de la RAE, Santiago Muñoz Machado, y a cualquier otra “persona humana” que integre dicha organización. La RAE cuenta con 44 académicos cuyos nombres están anotados, según escrupuloso orden de antigüedad que se renueva con fallecimientos, retiros y nuevas incorporaciones, en los dos enormes percheros del guardarropa compartido en la calle Felipe IV, aledaña al Museo del Prado, sede de la institución.
Santiago Muñoz Machado preside la RAE desde 2019 y lo hará así, en principio, hasta 2027. Es jurista. Ha sido profesor titular en la Universidad Complutense de Derecho Administrativo y reconocido por su inmensa capacidad de trabajo. El hecho de que sea abogado lo ubica en el último de los tercios en que se divide de hecho la Academia.
Sin que el orden de mención implique una jerarquización en especial, el primer tercio es el de los filólogos en sus diversas materias aplicadas a la gramática, la lingüística, y demás; el segundo, a los creadores: los narradores, dramaturgos y poetas, y la tercera, a quienes se hayan destacado en disciplinas que resulten de interés para la Academia, como el caso de Muñoz Machado o, mucho antes, el de Pedro Laín Entralgo, médico y humanista.

La demanda recayó en el Juzgado Federal Número 12, nada menos que a cargo del juez Ariel Lijo, que está en el centro de la mayor controversia que se recuerde en la historia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación a raíz de la propuesta del presidente Milei al Senado de designarlo miembro de ese, el más alto tribunal del país. No es la primera vez que los académicos de la lengua, que según el Instituto Cervantes hablan más de 500 millones de seres dispersos por el mundo, se encuentran con reclamos por la hechura del diccionario. Un valenciano acérrimo lo tiraría por la ventana tan pronto saber que la definición de la lengua que habla es considerada, en una de las acepciones, no más que variante del catalán.
Con el correr de los años ha habido reclamos de todo tipo a la Academia, pero como me ha dicho Enrique Bacigalupo, el gran penalista argentino que integró el Tribunal Supremo Español, sería esta la primera vez que la justicia de otro país anuncia que se dirigirá a la de España para que intervenga en un asunto tan delicado como enojoso. Hasta el momento de escribir este despacho la única notificación que tenían los académicos españoles sobre la decisión adoptada por el juez Lijo en la causa abierta por los agravios denunciados por la “quinta acepción” ha sido por lectura concienzuda de la repercusión periodística del tema.
Después de las naturales intervenciones que toque realizar a las respectivas cancillerías de la Argentina y España para dar curso al exhorto que Lijo ha resuelto enviar a España, comenzarán aquí los trámites judiciales. Bacigalupo dice que corresponderá la intervención de un juzgado de primera instancia de la Audiencia Provincial de Madrid y que, en cuanto a lo demás, “puede ocurrir cualquier cosa, como sucede con la jurisprudencia cuando debe desenvolverse sin antecedentes específicos que la orienten”.
Los reclamos por las definiciones de cada vocablo entre los más de 92.000 que integran el corpus lingüístico de nuestra lengua han sido numerosos en la larga vida de la institución fundada en 1713 por Felipe IV a fin de conferir unidad al habla española en tierras que fueron o han sido de la Corona. Ninguno, que sepa, de las características de la medida cautelar dispuesta por el doctor Lijo. Este ha ordenado que Santiago Muñoz Machado, director de la RAE, suprima inmediatamente del diccionario la cuestionada quinta acepción sobre “judío”. De tanto en tanto, algunos nacionalistas japoneses presionaban en el pasado por la eliminación del concepto de “kamikaze” como persona que en la Segunda Guerra Mundial llevaba a cabo un atentado suicida contra objetivos precisos.
Se introdujeron modificaciones, después de debates en el plenario de la academia española, sobre la palabra kamikaze en nombre de la cultura y el patriotismo japonés, pero menos fortuna han tenido los jesuitas que con alguna regularidad han protestado, a título individual, por la acepción del vocablo que los caracteriza, en términos coloquiales, como “hipócritas, disimulados”. Hace diez años, a los gallegos les fue mejor todavía, porque la RAE eliminó las acepciones de “tonto” y “tartamudo” atribuidas en leyendas populares.
Juan Luis Cebrián, académico de la RAE y quien dirigió por más de treinta y cinco años El País, el diario más gravitante en su tiempo de España, me dice que siendo un pequeño, cuando hacía tal o cual travesura, la niñera lo trataba, en sincretismo inverosímil, de “jesuita y judío”. “Ya sabes, hemos echado de aquí a todo el mundo por problemas con la Corona, y entre ellos, a los judíos y los jesuitas”, bromea Cibrián, pronto a cumplir 80 años.
En el caso de la palabra “judío”, el diccionario aclara desde hace unos veinte años, dentro de la quinta acepción referida a quienes provienen de Judea, que se trata de calificaciones “potencialmente ofensivas”. Convengamos que la especificación está bastante morigerada para lo que realmente tiene de agravio para el pueblo afectado. Además, esa especificación devino después de que la RAE se hiciera cargo parcial de protestas reiteradas provenientes de aquella comunidad.

Uno de los lingüistas de mayor prestigio de la corporación, el expresidente Darío Villanueva, se anticipó en 2015 a nuevos reclamos sobre el contenido del diccionario, diciendo que la academia no estaba dispuesta a consagrarse a la censura. El criterio de siempre en su seno, y hasta estos días, es que la RAE no crea palabras, sino que recepta el uso que a ellas se confiere en las sociedades hispanohablantes. Lo hace con la condición de que estén vigentes por un tiempo suficientemente prolongado y en un espacio geográfico razonablemente extenso.
Cuando el uso de las palabras está circunscripto a un territorio limitado por algún fenómeno geográfico y poblacional, como el del Río de la Plata, el diccionario registra voces como “pibe”, acuñada por el dialecto napolitano. Lo hace con la aclaración, además, de que su uso es propio de los rioplatenses. Cualquiera sea su origen y las razones de existir, las palabras configurativas de un léxico son una creación eminentemente popular y, por lo tanto, un cuerpo vivo en relación con el cual la RAE se limita a tomar nota del uso y desuso de los vocablos, de la riqueza de sentidos en que circulan por calles, hogares, aulas, laboratorios o espacios deportivos, y a legitimar su uso incorporándolas al diccionario. No más que eso.
Por lo menos en el propósito de preservar la unidad de la lengua allí donde se la hable, el genio de Felipe IV fue continuado por sus sucesores, al punto de que a partir de la fundación de la RAE fueron constituyéndose con el tiempo otras academias nacionales. Entre todas, hoy son veintitrés.
Lijo hizo partícipe a la Academia Argentina de Letras de su conminación, pero los alcances del aviso no llegan a comprenderse en Madrid con claridad. O sea, si lo ha hecho o no en el entendimiento de que desde hace un cuarto de siglo la RAE ha dejado de actuar como única autoridad normativa de la lengua. Todo lo realiza ahora en consulta permanente con el resto de las academias, entre las cuales figura la de Filipinas, que desde la ocupación por los norteamericanos en 1898 no ha hecho más que afianzar el uso del inglés, del tagalo o filipino, y de más de ciento cincuenta dialectos. Esto ha arrinconado a un punto extremo allí de inanición a la llamada lengua de Cervantes.
Como acertadamente dice la denuncia de las dos entidades de la comunidad judía acogida por Lijo, las academias han aceptado en el pasado correcciones en el registro de otras voces. Los gitanos, por ejemplo, lograron la eliminación de su registro como “trapaceros”. La lengua sorprende por tantas curiosidades que los lingüistas más eximios se preguntan quién fue el atrevido que se anticipó a aplicar al juez argentino interviniente en este complejo asunto el golpe bajo que denota la definición compendiada por el diccionario de lo que es “lijo”.
Vistos los antecedentes por los que la postulación del juez Lijo a integrar la Corte Suprema de Justicia de la Argentina ha encontrado una oposición de magnitud superlativa, habrá quienes asocien su resolución en estos autos con otra por la cual la DAIA se solidarizó tiempo atrás en público con su cuestionada candidatura a ese tribunal. Sin embargo, este no es un asunto ajustado a las querellas del presente, sino a protestas que han ido madurando con el tiempo y que la comunidad judía asocia con la discriminación sufrida después de su expulsión de las tierras que ocupaba en el Cercano Oriente hace dos mil años por los romanos y a la discriminación que la obligó a concentrarse con el transcurso de los siglos en ciertos oficios, privándoselos, por añadidura, de la propiedad sobre tierras agrícolas y ganaderas.
La cuestión que la DAIA y la Fundación del Congreso Mundial Judío judicializaron en agosto ya había sido ventilada en 2023 en los tribunales sin que prosperara la demanda de eliminar referencias discriminatorias y ofensivas que conciernen, más que al presente, al curso histórico del pueblo judío. Que debió concentrarse en no pocos casos en operaciones financieras que debían necesariamente apoyarse en algún tipo de interés que las justificara y que esto chocó en la Edad Media con la institución, por parte del catolicismo, del concepto de usura. Esto impulsó, por lo tanto, la impugnación por la Iglesia Católica de las actividades prestatarias, sin importar mayormente el porcentaje de las acreencias que se produjeran por ese tipo de operaciones.

De allí la acepción de un registro en el Diccionario de la Lengua Española que los judíos impugnan. Este conflicto antiquísimo se halla iluminado por diferentes luces según la generación a que se pertenezca. La Iglesia Católica azuzaba en el pasado, en púlpitos y aulas, esas diferencias con los judíos e insistía en que eran descendientes del pueblo que crucificó, que mató a Jesús, pero desde hace no menos de cincuenta años, en particular desde que la jefatura eclesiástica en la Argentina estaba en manos del cardenal Juan Carlos Aramburu, ha habido esfuerzos, novedosos al principio por su intensidad, de acercamiento no sólo a la comunidad judía, sino también a la religiosidad musulmana. De ahí se ha derivado un diálogo interreligioso que ha permeado hasta la actualidad a otras capas de la sociedad, al punto de que esa relación constituya en la Argentina un fenómeno religioso y social de paz y amistad compartidas, pero irreconocibles en muchas otras partes del mundo.
La lógica final sería que la RAE, en consulta con las otras academias nacionales de la lengua española, busque los procedimientos y la oportunidad para eliminar una acepción que por otra parte se halla latente en obras de la literatura universal, como el personaje de Shakespeare encarnado por Shylock, en El Mercader de Venecia. Más en tono directo con el contencioso en trámite habría que decir que no hace mucho tiempo la Real Academia Española deliberó sobre lo que correspondería hacer con uno de los tomos en elaboración de su antología de escritores clásicos, que estaba a cargo de Francisco Rico, el famoso cervantista recientemente fallecido, e incluye hasta aquí a obras de Cervantes, Rubén Darío, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges, Augusto Roa Bastos, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa. Se trataba de qué hacer con un tomo dedicado a la obra de Quevedo.
En las trifulcas entre Quevedo y Góngora, los próceres del barroco español, el primero se dirigía a este con ánimo de agraviarlo por su condición de judío y llevó el insulto a textos sobre los que cabía en un momento dado disponer su reedición o no. La Academia se abstuvo de aprobarlos y, si lo hizo de tal modo, fue porque percibe que los tiempos son otros que los del pasado.
Es verdad que la comunidad judía en España puede ser de no más de 20.000 personas, tan poco en relación con la suma de congéneres en Nueva York, París, Buenos Aires o San Pablo, pero el respeto por ella en la RAE se trasluce, de todos modos, por los vínculos que mantiene de forma oficial con la Asociación del Judeo Español (o ladino). Cebrián, voz gravitante en la RAE, como que fue hace años uno de los candidatos a presidirla, oficia en Madrid de patrono de la Asociación Hispano Judía. Él y otros académicos celebran la poesía de la mexicana Miriam Moscova, y de la novelista, de la misma nacionalidad, Sophie Goldberg, cuyos textos también se escriben y editan en ladino.
El debate abierto por la orden del juez Lijo es único. Nunca, que se recuerde, magistrado alguno se ha propuesto dirigirse a la RAE en los términos por él resueltos. También por la curiosidad de que eso sucede en medio de la coyuntura de gravedad histórica abierta por el atentado terrorista de Hamas en territorio israelí, del 7 de octubre del año último, y por las dimensiones de la respuesta del Estado agredido, con frentes abiertos en varias direcciones con sus enemigos del mundo árabe, y en el fondo, particularmente contra Irán, país tan en deuda con la Argentina por los atentados de los años noventa, y sus aliados. Israel ha retirado a su embajadora ante el Reino de España en protesta por la política del jefe del gobierno, Pedro Sánchez, en relación con la evolución de la guerra que libra.
No menos significativo, como parte del contexto en el que ha de situarse el conflicto sobre “la quinta acepción”, es que constituye una antigualla discriminatoria que ha ido perdiendo peso específico desde los grandes movimientos antisemíticos de fines del siglo XIX, particularmente en Francia, con los alegatos de Edouard Dumont y La France Juive, y el caso Dreyfus como manifestaciones supremas de un estado de cosas de permanente hostilidad, que culminó con el surgimiento del nazismo. Tuvieron el eco de su recreación en la Argentina desde comienzos del siglo XX hasta los momentos de mayor efervescencia con las ligas nacionalistas de los años veinte y treinta, y los primeros tiempos de la revolución de 1943. El auge en estos últimos tiempos en Europa de movimientos nacionalistas ha constituido, con todo, un llamado de atención, sobre todo por los rebrotes afines al nazifascismo, y por atentados terroristas y uso de las redes sociales con mensajes de odio a hijos del pueblo judío.

La expansión de la RAE en la enumeración de las acepciones que cabe a la palabra “judío” contrasta con la forma lacónica con la que define, por ejemplo, al nazismo: “nacionalsocialismo”. Si bien es verdad que han circulado en nuestras sociedades expresiones aun más abusivas de las que registra la RAE como definiciones de “judío”, no es menos cierto que el nazismo ha sido recipiendario de las más ominosas referencias que hayan cabido a un movimiento político y sus secuaces, y pareciera que su omisión reflejara un olvido imperdonable.
Más de cien investigadores trabajan con los académicos en el seguimiento de las cuestiones que conciernen a la lengua en el mundo hispanohablante. Disponen de un corpus colosal de 600 millones de formas de las palabras y de los contextos que les otorgan vida. Uno de los investigadores me expresó el desconcierto por la impugnación de la “quinta acepción” y no por la voz “judiada”, que figura en el registro oficial del español como “mala pasada que perjudica a alguien” y que ya ha tenido objetores ante la RAE por parte de miembros de la comunidad judía. También podría observarse que el diccionario incluya como sinónimo de judío a la voz “polaco”, en lo que podría ser un equivalente, con objetivos tan desdeñosos como amistosos como resultaba el de “ruso”, que tanto se ha empleado en la Argentina.
El mundo ha cambiado desde el holocausto del pueblo judío en Europa y el fin de la Segunda Guerra Mundial. Lo ha hecho en términos rotundos, desde la declaración de Derechos Humanos de 1948, de las Naciones Unidas, en una dirección cada vez más afianzada en oposición a cualquier forma de discriminación. Es en este contexto, y no en el de cien años atrás, que deberá resolverse una cuestión tan sensible no solo para los judíos, sino para todos quienes se sientan comprometidos con los más altos principios de la humanidad.
Ahora habrá que ver cuáles son los procedimientos más apropiados para el fin último que se persigue. En ese punto no he encontrado sino comentarios ponderativos de la posición del fiscal del caso, Franco Picardi, de abrir, antes de cualquier otro paso judicial, la alternativa de diálogo entre las partes que se hallan en un estado de tensión tal, que francamente no sé cuándo y cómo se resolverá este caso.
En el plenario de este último jueves, los académicos se mostraron en general más sensibles a una hipótesis como la planteada por el fiscal Picardi que a una conminación procedente, en definitiva, de un poder judicial extranjero. Volverán a abordar el tema en la semana entrante y ya se preparan para las repercusiones consiguientes del asunto en el encuentro que tendrán todas las academias de la lengua en noviembre, en Quito. Por ahora, de puertas a la calle, silencio, pues ninguna notificación oficial han recibido hasta estas horas.
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