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domingo, 31 de enero de 2021

BIOGRAFÍA RECOMENDADA


Una figura amada y odiada por igual
El nombre de Manuel Dorrego continúa suscitando discusiones, adhesiones o impugnación apasionada; para la mirada actual, fue un hombre atravesado por su época, en cuyas acciones políticas podrían encontrarse algunos aspectos claves de los difíciles comienzos de nuestro país

Manuel Dorrego. Vida y muerte de un héroe popular (Edhasa, 2014) Autor: Gabriel Di Meglio
Esta biografía, de la que puede leerse un fragmento en esta página, bucea en los claroscuros del personaje histórico, y ubica su derrotero en el contexto de la historia nacional
Manuel de Rosas llora. No oculta sus lágrimas, todos pueden ver que el gobernador está llorando. La voz vibra mientras alaba la trayectoria del difunto y arroja una guirnalda sobre su tumba para concluir la ceremonia. La multitud observa, rodeada de banderas enlutadas. Los uniformes del ejército y la milicia otorgan alguna regularidad a una imagen variada, ya que cientos de personas, hombres y mujeres, ricos y humildes, se apretujan sin orden en el cementerio del Norte para este acto final de la larga jornada. Antes, algunos ciudadanos condujeron a pulso el carro con el féretro desde el fuerte hasta la catedral; dos caciques llegados de la frontera y cincuenta mendigos –que el gobierno vistió para la ocasión– lo escoltaron en el breve periplo, mientras cañonazos y descargas de fusil creaban una atmósfera solemne. En el interior, la orquesta ha interpretado el Réquiem de Mozart. Termina la misa y luego sí, en marcha hacia la Recoleta para el último homenaje. Nunca, lo destacan todos, se ha visto algo así en la ciudad. Es el 21 de diciembre de 1829 y Buenos Aires saluda a quien ha sido su gobernante, asesinado un año antes. Se despide del líder federal, del “padre de los pobres”. Le dice “adiós, adiós para siempre” a Manuel Dorrego.
Indudablemente, solo un personaje excepcional puede generar semejante conmoción en sus exequias. Y eso fue Dorrego: revolucionario, guerrero de la independencia, promotor del republicanismo, exiliado, dirigente popular, demócrata convencido y referente del federalismo. Impetuoso en sus actos, provocador en sus escritos y discursos, querido y odiado como pocos de sus contemporáneos. Dejó su impronta en un país que se estaba formando. Vivió su vida a puro vértigo, por sus rasgos personales y porque la época, marcada por la revolución, lo empujó a hacerlo. Arriesgó permanentemente, ganó y perdió. Su fusilamiento provocó una guerra decisiva. Su recuerdo fue cantado en los fogones. Su vida, y su muerte, apasionan todavía hoy.
Dorrego es uno de los pocos personajes federales que ingresaron en el panteón de héroes nacionales. En todas las principales ciudades del país, por ejemplo, hay desde hace décadas calles con su nombre, lo cual no ocurrió con otros paladines de ese movimiento. Su figura ha estado muy presente en la memoria pública, en los discursos de distintas fuerzas políticas y también en el arte a lo largo de la historia argentina, con mayor o menor intensidad de acuerdo al momento.
Por supuesto, también los historiadores le dedicaron una atención considerable. Desde el siglo XIX se publicaron al menos 26 biografías –ya un año después del fusilamiento su compañero político Pedro Cavia escribió la primera– y recopilaciones documentales centradas en él. Existen además otros 14 libros y numerosos artículos que abordan aspectos parciales de su vida, lo cual lo convierte en una de las figuras argentinas más visitadas por la historiografía, porque además todas las historias generales del país o de esa época le dedican unas páginas. De aquellos 40 libros que lo tienen como protagonista, nueve fueron publicados entre 1998 y 2011, lo cual muestra que el interés por Dorrego se ha mantenido e incluso incrementado.
¿Por qué escribir otra biografía, una más, sobre un personaje que ya fue tan discutido, tan explorado? Considero que faltan elementos por esclarecer de su trayectoria y espero que esta obra ayude a conocerlos. Asimismo, se presentan aquí hipótesis nuevas sobre algunos aspectos centrales de la vida de Dorrego. Finalmente, creo que como dijo un gran historiador, “la historia tiene que ser reescrita en cada generación porque, aunque el pasado no cambia, el presente sí lo hace”, y entonces las preguntas se transforman. Analizar a Dorrego desde la actualidad es estimulante tanto por el regreso de debates acerca del siglo XIX argentino en la escena pública, como porque es posible revisar su vida a la luz de distintos hallazgos que hicieron los historiadores en los últimos años sobre su época, que permiten pensarla de modos novedosos.
No oculto mi simpatía por Dorrego –me parece difícil investigar una vida en profundidad sin sentir atracción o rechazo por la persona estudiada– pero este libro no es una hagiografía, una celebración, como ha ocurrido con antiguas obras que lo plantean como un héroe sin mácula, buscando disimular los hechos menos felices que protagonizó o justificándolos para defenderlo. Mi intención, en cambio, es comprender a Dorrego en la sensibilidad y las luchas de sus días, recobrar su intensidad como individuo, explorar cómo combinó sus ambiciones personales con causas colectivas, cómo percibió la revolución que condicionó su existencia y también qué le aportó a ella; explicar cuáles fueron las experiencias en las que modeló sus ideas y sus formas de hacer política, por qué fue tan querido y tan detestado, cómo se convirtió en un líder, cuáles fueron las causas de su fusilamiento y por qué su muerte tuvo tanto impacto. Seguirlo en su permanente movilidad, aprovechándola para iluminar brevemente cómo eran los escenarios en los que le tocó actuar: de Buenos Aires –ciudad natal y eterno punto de retorno– a Santiago de Chile; Tucumán, Salta y Jujuy; la Banda Oriental y Santa Fe; Jamaica y Baltimore; Santiago del Estero y la recién nacida república de Bolivia. Entenderlo en su época. Y dilucidar aspectos de ella a través de su derrotero vital.
Para lograr esos objetivos tomé, por supuesto, información presentada en varias biografías anteriores y también acudí a los aportes de textos sobre aspectos más específicos de Dorrego.intenté asimismo corregir ciertos datos erróneos que fueron repetidos de libro en libro. [...]
Al comenzar a investigar a Dorrego fui incorporando otros aspectos de gran interés, como la relación con su padre portugués, su opción por la revolución, su papel de militar exitoso en el combate, innovador en estrategia e indisciplinado con sus superiores, su responsabilidad en los desmanes porteños cometidos en la Banda Oriental y Santa Fe, lo que ocurrió en su poco conocido exilio estadounidense y la influencia que recibió de las ideas jeffersonianas que allí primaban, sus diferentes posicionamientos en los escenarios políticos porteños, su concepción de la república y de la democracia, su liberalismo y su defensa de un proteccionismo agrario, su anticlericalismo y su recelo hacia los extranjeros, su actuación parlamentaria y periodística, su relación con personajes clave como Belgrano, San Martín, Pueyrredón, Rosas y Bolívar, sus dificultades económicas, lo poco que se puede reconstruir de su vida familiar, y los pequeños episodios que protagonizó cuando intervino públicamente. Y, de modo central, qué concepciones sobre el federalismo defendió cuando lo propuso como régimen alternativo al unitario para organizar el país.

G. D. M. 
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martes, 26 de enero de 2021

BIOGRAFÍA RECOMENDADA


San Martín: un héroe de la patria, para armar



De las ilustraciones de Pablo Bernasconi y el relato del autor está hecho este libro rompecabezas para repasar cómo encajan las piezas en la vida del Libertador



por Daniel Balmaceda
El calor era agobiante aquel día de febrero. Apenas se oía el agua del río Uruguay correr por su cauce y el viento del nordeste soplar sin ganas. Y algo más. También podían oírse los pasos firmes del teniente Juan de San Martín entre el suelo de tierra y el piso de ladrillos de la casa. Entraba y salía, nervioso. Su esposa, Gregoria, estaba en una de las habitaciones a punto de traer al mundo al quinto de sus hijos. Los otros cuatro, sin saber muy bien qué pasaba, pero intuyendo que era mejor no interrumpir ese momento, cruzaron la calle y fueron a sentarse bajo una higuera, que no abandonaba su tarea de dar sombra. María Elena, la mayor, cuidaba a sus tres hermanos, Manuel, Juan y Justo. De pronto, el llanto de un bebé interrumpió el murmullo del agua y el viento en Yapeyú, un pueblito de la gobernación de las Misiones Guaraníes, en el Virreinato del Río de la Plata. Allí vivían los San Martín y Juan era el gobernador.
Esto ocurrió el 25 de febrero de 1778. Al día siguiente, padres y hermanos se dirigieron a la iglesia del pueblo para bautizar al recién nacido. Lo llamaron José Francisco.
Yapeyú era un lugar tranquilo. La mayoría de sus habitantes eran nativos guaraníes. Allí transcurrían los días de los San Martín.
Gregoria cuidaba de sus hijos y don Juan, del poblado.
Los chicos se entretenían junto con los vecinos de su edad, trepaban a los árboles y sacaban los frutos de los naranjos, que vestían de colores las calles. Les gustaba mucho jugar con boleadoras, lanzarlas al aire y atraparlas. Esto enojaba un poco a Gregoria, ya que José Francisco, que era pequeño, corría tras sus hermanos Manuel, Juan y Justo tratando de imitarlos, y ella temía que una boleadora cayera sobre su cabecita. Los chicos también andaban a caballo; José Francisco se convirtió en jinete poco después de abandonar la cuna.
Cuando José cumplió tres años, su padre fue trasladado a Buenos Aires. Todos empacaron y dejaron Yapeyú. La nueva ciudad fue una sorpresa para los cinco hermanos: aunque las calles también eran de tierra (y barro, cuando llovía), había techos de tejas, algunas construcciones de más de un piso, como el Cabildo y otras propiedades particulares, y además estaba la Plaza Mayor y el Fuerte. Todo era novedad para ellos.
Se instalaron en una casona en la calle de San Juan (que hoy se llama Piedras), a cinco cuadras del Cabildo. Mientras don Juan se ocupaba de sus asuntos y Gregoria de la casa, los chicos se entretenían con los juegos habituales de aquella época: la escondida y la mancha. Al igual que en nuestro tiempo, ellos también peleaban por ver quién era la mancha y, como suele ocurrir cuando hay muchos chicos, en general le tocaba al menor.
Los hermanos estaban encantados en la nueva ciudad. Pero Juan de San Martín extrañaba su patria, España, y quería volver. Por fin logró hacerlo en 1783. Había llegado a las tierras del Plata solo, en busca de una nueva vida, y ahora retornaba a su querido hogar casado y con cinco hijos.
La familia se embarcó en la fragata Santa Balbina a fin de año y partió rumbo a Europa. Nunca más volvieron.
Excepto José. Él sí volvió.

Fragmento de la biografía de José de San Martín incluida en la colección Puzzle Book, de editorial Catapulta.

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lunes, 25 de enero de 2021

BIOGRAFÍA RECOMENDADA


Paul Groussac, el intelectual francés que se radicó en la pampa
Es uno de los “pioneros culturales de 
la Argentina” reunidos en este volumen; así comienza el capítulo sobre sus inicios, antes de su desembarco en la Biblioteca Nacional


Retrato de Paul Groussac ilustrado por Max Aguirre
La figura de Paul Groussac se dibuja tensionada entre reivindicaciones y omisiones. Nacido en Toulouse en 1848 y afincado en la Argentina desde 1866 –donde falleció en 1929–, fue sin duda un políglota y un referente intelectual. Difícil es transitar la bibliografía sobre el cambio de siglo sin encontrar referencias y anécdotas centradas en su persona y en su desempeño en la vida letrada nacional.
Hombre de pluma versátil, publicó artículos en Revista Argentina, Revista de Filosofía y Caras y Caretas, entre otras. La Nación y El Diario lo tuvieron como columnista, corresponsal de viajes y crítico literario y musical. Dirigió diarios tucumanos –La Unión y La Razón– y el Sud-América de Buenos Aires. Fue responsable de Le Courrier Français y escribió en Le Courrier del Plata, periódicos destinados a la comunidad francesa en el país. Publicaciones extranjeras también dieron cabida a sus escritos: es el caso de La Revue, Revue des Deux Mondes, Revue politique et litteraire, Revue Blue, Le Fígaro y The Cosmopolitan. Como escritor, entre sus piezas ensayísticas se cuentan las reunidas en Del Plata al Niágara, las dos series de El viaje intelectual y el libro de misceláneas Crítica literaria; entre sus obras literarias se destacan Le cahier des sonnets, la novela Fruto vedado, la compilación Relatos argentinos y la obra teatral La divisa punzó. Como historiador escribió, entre otros textos, Santiago de Liniers, conde de Buenos Aires y Mendoza y Garay, las dos fundaciones de Buenos Aires. También, Ensayo histórico sobre el Tucumán, Historia de la Biblioteca Nacional y la compilación titulada Estudios de historia argentina.
Groussac fue un polemista incansable. Entre sus contendientes estuvieron Bartolomé Mitre, Miguel Cané, Calixto Oyuela, Manuel Láinez, José Manuel Estrada, Pedro Goyena, Eduardo Shiaffino, Norberto Piñeiro, José Ingenieros, Rómulo Carbia, Diego Luis Molinari y Leopoldo Lugones. Los debates le permitieron desplegar un tópico al que imprimió su acento personal: la inmadurez de los letrados argentinos para encarar actividades intelectuales. Fue director de la Biblioteca Nacional entre 1885 y 1929, donde llevó a cabo una meritoria labor: editó y dirigió La Biblioteca y Anales de la Biblioteca, e intentó posicionar a la institución como la más destacada de América Latina y obtener su reconocimiento en el escenario internacional.
Tuvo un rol bidireccional como “embajador cultural”. Las autoridades provinciales tucumanas y luego las nacionales lo convocaron para escribir obras destinadas a exposiciones continentales y nacionales. En el mismo sentido, en 1910 escribió un texto sobre las Islas Malvinas dirigido al mundo diplomático internacional. Fue delegado por la Argentina en el World’s Congress de Chicago de 1893, acompañó a la delegación del país en el Congreso de La Haya de 1907 y fue enviado especial en la Exposición Internacional de Roubaix de 1911. En sentido inverso, fue reconocido por autoridades políticas e intelectuales de Francia como un embajador de la cultura gala en las pampas. Así, Georges Clemenceau lo describió como un civilizador y bregó por su designación como Oficial de la Legión de Honor. En 1910, la Sorbona lo recibió afectuosamente para que dictara una conferencia sobre Santiago de Liniers, y en 1926 se realizó allí un homenaje para ensalzar su labor en la Argentina.
En la variada bibliografía sobre este intelectual polifacético se encuentran caracterizaciones múltiples: como miembro conspicuo de la “generación del 80”, introductor del método histórico, polemista implacable, estilista, ensayista y promotor de empresas editoriales, entre los perfiles más destacados. Aquí nos interesa dar cuenta de aquellos rasgos de su itinerario y su obra que revelan el perfil de un hombre de cultura singular para su época.
Génesis del héroe
Los motivos de la llegada de Groussac a la Argentina no son del todo claros. Algunos de sus textos sugieren un arribo fortuito; otros señalan que desembarcó con una carta de recomendación de Adolphe-Félix Gatien-Arnoult, profesor de la Facultad de Letras de Toulouse, para Amadeo Jacques, que ya había fallecido cuando Groussac arribó al puerto de Buenos Aires. A su llegada tenía dieciocho años, desconocía el idioma y no contaba con familiares ni amigos en estas tierras. Luego del desconcierto inicial, comenzó a trabajar en San Antonio de Areco como cuidador de ganado y fue un “gaucho en las praderas pampeanas”. Pese a esta pintoresca incursión, a instancias de su padre regresó a la capital porteña en 1867.
Dado que se aventuró a recorrer el mundo siendo muy joven, su formación europea comprendía el ciclo completo de liceo en Toulouse (con un breve paso por un colegio dominico de Sorèze, donde estuvo bajo la tutela de Jean-Baptiste Henri Dominique Lacordaire) y la asistencia, durante algunos meses, a los cursos preparatorios de la Escuela de Bellas Artes de Toulouse. A los diecisiete años rindió los exámenes del curso de admisión para incorporarse a la Escuela Naval de Brest, pero no estudió allí. Este hecho no impidió que, apenas terminada su estadía en Areco, obtuviera un puesto en el Colegio Modelo del Sud, ubicado frente a la Biblioteca Pública, y, posteriormente, una designación como profesor suplente en el Colegio Nacional de Buenos Aires. En esos tiempos frecuentó las reuniones de la librería de un compatriota, Paul Mortá, donde trabó amistad con varios extranjeros que se desempeñaban en el Colegio Nacional de Buenos Aires, como el alemán Bernardo Weiss y el inglés David Lewis. Fue, además, asiduo concurrente a eventos culturales, entre otros, asistió a las conferencias que José Manuel Estrada dictó en 1868 en la Escuela Normal.
En el transcurso de 1870 entabló amistad con José Manuel Estrada y Pedro Goyena, y en las tertulias que tenían lugar en el establecimiento en el que se imprimía la Revista Argentina pudo vincularse con varios jóvenes, como Ángel Estrada, Miguel Goyena, Eduardo Wilde, Lucio López, Carlos Guido y Aristóbulo del Valle. Durante ese año redactó un ensayo en francés acerca del poeta romántico José de Espronceda. Al leerlo, Goyena le insistió para que lo tradujera y el artículo apareció, en 1871, en la Revista Argentina, abierta a estimular la carrera de los hombres de letras prometedores. El artículo generó repercusiones favorables. Nicolás Avellaneda, ministro de Instrucción Pública en el gabinete de Sarmiento, no dudó en parangonar a Groussac con Sainte Beuve y Nissard. Años después, Martín García Mérou recordó que, al leer ese artículo, se percibía claramente “un espíritu original y luminoso”.
Luego de la publicación, Avellaneda hizo llamar al joven francés y lo recibió en su despacho. Al enterarse de que preparaba su regreso a Francia le propuso que, antes de partir, conociera Tucumán, y le ofreció solventar los gastos del viaje, además de asignarle dos cátedras en el Colegio Nacional de la provincia. Groussac quedó sorprendido por la convocatoria. Ya anciano, evocó con nostalgia: “¡dichoso país y años aquellos en que todo un ministro nacional y candidato a la presidencia se desprendía del tejemaneje político para atender a un pobre muchacho extranjero, recién salido del literario cascarón!”. [...]
En suma, a comienzos de la década de 1870 conocía la pampa y a su gente, por su trabajo en Areco, pero recién empezaba a transitar por la ciudad-puerto, frecuentar tertulias y trabajar en el Colegio Nacional. La estancia tucumana, que se extendió desde 1871 hasta 1882, lo alejó del principal foco de actividad de la nación, aunque el ámbito tucumano no era, por cierto, un espacio marginal para dirimir cuestiones nacionales. Un Groussac ya maduro recordaría estos años como aquellos en que letrados y políticos le abrieron las puertas de la sociabilidad y de sus despachos. En sus primeras reflexiones sobre el país, lo describía como un escenario de contrastes y oportunidades en el que un inmigrante podía amasar una fortuna “empezando como peón de saladero para concluir de rico cañero en la provincia azucarera”. De hecho, su propia trayectoria mostraba que un extranjero podía llegar a Buenos Aires sin demasiadas expectativas y ser bien recibido por el mundo letrado.


Fragmento de Pioneros culturales de la Argentina. Biografías de una época 1860-1910 (Siglo Veintiuno editores), de Paula Bruno. Incluye textos sobre Eduardo Wilde, José Manuel Estrada, Paul Groussac y Eduardo Holmberg.

P. B. 

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domingo, 24 de enero de 2021

BIOGRAFÍA RECOMENDADA


Eduarda Mansilla, una mujer entre dos épocas
Aunque hoy es menos conocida que su célebre hermano Lucio Victorio, fue en su tiempo una escritora alabada por Sarmiento, que logró hacerse lugar en un ámbito cultural todavía renuente a la presencia femenina
Retrato de Eduarda Mansilla ilustrada por Max Aguirre
Eduarda Damasia Mansilla nació en Buenos Aires en 1834 y murió en la misma ciudad en 1892. Perteneció a una familia prestigiosa, de gente llamativa: su padre fue el general Lucio Norberto Mansilla, guerrero de la Independencia y héroe de la batalla de la Vuelta de Obligado; su madre, Agustina Ortiz de Rozas, tuvo el raro privilegio de ser celebrada, aun por sus enemigos políticos, como la mujer más hermosa de su tiempo. Más tarde, su hermano Lucio Victorio –dandy, militar y escritor– cultivó el arte de la provocación con notorio éxito personal y literario.
Sin embargo, sobran los motivos para recordar a Eduarda únicamente por sus propios méritos. No exageraríamos al caracterizarla como la personalidad creadora femenina más completa y más compleja en la Argentina del siglo XIX. Fue una pionera tanto en la literatura como en la música: cantante lírica y talentosa compositora amateur (cuyas obras se estudian aún en el Conservatorio Nacional); intelectual y periodista aguda. Escribió ficciones que inauguraron géneros y tendencias en la literatura argentina. A ella se le deben los primeros relatos (Cuentos, 1880) para niños y jóvenes de nuestro país; ella es también la adelantada del gótico-fantástico, que tan larga descendencia (y en varios sentidos) tendría en la tradición rioplatense, y que plasmó en un libro excepcional: Creaciones (1882).
En su primera novela escrita, Lucía Miranda (1860), se ocupó de los pueblos originarios desde una valoración histórica y cultural que reconoce también el mestizaje como matriz fundadora de una nueva sociedad. El médico de San Luis, publicada en el mismo año, muestra una vida posible del otro lado de las tolderías para aquellos arrojados de la sociedad blanca por la violencia política. Con su novela de madurez: Pablo, ou la vie dans les Pampas (1869), elogiada por Victor Hugo, se propuso explicarles la Argentina a los franceses desde su propia lengua y, sin perder nunca el equilibrio, imaginó en ella a un villano unitario que balanceaba la entonces habitual demonización posrosista del federalismo.
Fue más allá del simplificador pensamiento dicotómico y desarmó en sus libros las antinomias ciudad campaña, civilización/barbarie. Antes que Lucio Victorio en una Una excursión a los indios ranqueles (1870) y antes que el Martín Fierro (1872) contó en esta novela y en El médico de San Luis las desventuras del gaucho perseguido. Se situó en la perspectiva de los llamados “bárbaros” para denunciar, desde ellos, las marcas de la opresión y de la exclusión. Dotó de una fuerte visibilidad reivindicatoria a los personajes afroargentinos que aparecen en sus libros.
Uno de sus aportes más singulares como narradora radica en haber enfocado desde adentro, en subjetividades plenas de matices, el otro lado de la épica gauchesca, del coraje viril: la lucha inadvertida de las mujeres del pueblo, condenadas al abandono y a la espera de los hombres que parten a guerras fratricidas, así como la ignorancia que las priva de la educación más elemental y las convierte –dice– en “parias del pensamiento”, “almas prisioneras”, “verdaderas desheredadas” sujetas a las “luchas desgarrantes de las pasiones humanas”, sin contar con las herramientas culturales para comprenderlas y dominarlas.
En general, su abordaje de la condición social femenina, ya sea en el paisaje rural o en el medio urbano, pone críticamente de relieve las limitaciones del papel impuesto por los mandatos imperantes, que las sofocan y las llevan a buscar vías de escape.
Como periodista, Eduarda Mansilla logró publicar en la prensa nacional de primera línea, no ya solo en las revistas femeninas (escritas por mujeres o para mujeres) que comenzaban a despuntar en la época. Dijo Sarmiento (que recomendó fervorosamente Cuentos): “Eduarda ha pugnado diez años por abrirse las puertas cerradas a la mujer, para entrar como cualquier cronista o repórter en el cielo reservado a los escogidos machos, y por fin ha obtenido un boleto de entrada, a su riesgo y peligro...” (El Nacional, 1885). En ese cielo, no fue un ángel sumiso, ni se limitó a opinar sobre los temas propios de su sexo. Habló de modas y de grandes fiestas, pero también de crítica teatral y musical (un rubro en el que era verdaderamente experta); analizó las costumbres, sostuvo posiciones políticas, debatió cuestiones educativas, sociales y religiosas, siempre sin abandonar las marcas de un estilo profundamente literario y un enfoque personal.
Fue una gran viajera y dio cuenta de esos periplos en sus artículos, en sus cuentos y en Recuerdos de viaje (1882), que relata su estada en Estados Unidos, donde conoció a Lincoln y asistió a los comienzos de la Guerra de Secesión. No pasó inadvertida en el país del Norte. Las crónicas de Washington describen a “Madame García” como un ícono de cultura y glamour. Brilló en todos los salones donde puso el pie y afinó la voz. Melómana desde niña, pudo luego estudiar en Europa con grandes maestros (Gounod y Massenet), conoció a Rossini y fue amiga de célebres cantantes como la contralto Marietta Alboni y el tenor Enrico Tamberlick.
Compuso y estrenó también obras de teatro, de las cuales solo se han conservado La marquesa de Altamira y Similia Similibus, una pieza que quedó integrada al libro Creaciones. En un caso (Los Carpani), ha quedado una crítica, no muy favorable, pero que demuestra algo: probablemente la autora había abandonado el romanticismo aún imperante en el teatro rioplatense, y estaba intentando (siempre a la vanguardia) una apertura aún incomprendida hacia el realismo que ya se imponía en Europa.
La intensa actividad social y cultural no le impidió dar a luz seis hijos (Manuel José, Eduarda Nicolasa, apodada Eda, Rafael, Daniel, Eduardo y Carlos), mientras acompañaba en sus funciones diplomáticas a su marido, el jurista Manuel Rafael García Aguirre. Conoció la corte de Eugenia de Montijo y Napoleón III. Residió también en Bretaña donde vivía Eda, su hija ya casada, y en Florencia y en Viena con su hijo Daniel.
Después de diecisiete años de ausencia volvió a la Argentina en 1879 (el mismo año del estreno de Casa de muñecas), acompañada por sus hijos menores, Eduardo Antonio y Carlos, y permaneció por lo menos hasta 1885 o 1886. El retorno le permitió reencontrarse con su madre y también afirmarse como intelectual y artista en una patria siempre presente en sus libros. Después de regresar a Europa se instaló en París con su hijo Daniel (entonces estudiante de Derecho y Ciencias Morales y luego diplomático al que Eduarda seguiría en sus primeros destinos), mientras que Eduardo y Carlos residirían con su padre en Viena.
En 1890 decidió establecerse en Buenos Aires junto con sus cuatro hijos menores, que habían pasado a vivir con ella después de la muerte de Manuel Rafael García en 1887. Sus últimos años fueron de casi absoluto silencio literario y de actividad musical privada, acompañada por algunos músicos notables como Alberto Williams y Julián Aguirre. Murió después de haber sobrellevado una larga enfermedad cardíaca, en 1892, dejando entre sus últimas voluntades el paradójico pedido de que no fuesen reeditadas esas obras por cuya difusión tanto había luchado. Las preguntas que desencadena esa extraña decisión final me llevaron a escribir la novela Una mujer de fin de siglo (1999), inspirada en su vida.
Eduarda Mansilla es un punto de cruce, una bisagra entre siglos y a la vez una síntesis. Heredera de la Ilustración, cultivada y erudita (incluso cuando escribe para los niños), es también una mujer romántica. Anticipa la mujer moderna a la vez que reafirma un legado de autoridad femenina. Descendiente de verdaderas matriarcas (su abuela Agustina López de Osornio, su madre Agustina Ortiz de Rozas), sobrina de Encarnación Ezcurra, prima de Manuela Rosas, no duda de la capacidad de su género para moldear la sociedad y la historia. Su fuerte carácter y la libertad de su conducta, a la vez que su protagonismo público, delinean un tipo de mujer que, en los comienzos del siglo XX, sería cada vez más resistido por la élite dirigente de la que ella misma era vástago.
Cosmopolita y criolla, porteña y universal, aún está esperando recibir el homenaje de sus conciudadanos: quizás una calle que la recuerde en el mapa de Buenos Aires.


María Rosa Lojo escribió la historia de Eduarda Mansilla en Una mujer de fin de siglo (DeBolsillo)

M. R. L.

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sábado, 23 de enero de 2021

BIOGRAFÍA RECOMENDADA


“La única marcha nacional” que Vicente López escribió aquel otoño
El fragmento de la biografía que se reproduce a continuación cuenta la trastienda del encargo y la aprobación de los versos patrios que redactó en mayo de 1813, a los 29 años
Retrato de Vicente López y Planes ilustrado por Max Aguirre
Los asambleístas del año 13 comprendieron que los himnos y canciones compuestos e interpretados hasta aquel momento no habían producido el entusiasmo esperado, bien fuera por la poca aceptación de sus versos o por la poca marcialidad de su música. De otra manera no se explica que, a poco de instalada la Asamblea, se encomendase la producción de otra marcha para la patria. (…) Y aconteció que en la sesión del 6 de marzo de 1813 se le encomendó al diputado Vicente López la formación de un himno o marcha patriótica. El poeta López era el miembro de valía de la Asamblea que podía alcanzar aquella responsabilidad cívica: su Triunfo argentino lo había destacado no hacía muchos años como inspirado cultor de la trompa guerrera. Y el canto a Balcarce por el triunfo de Suipacha lo colocaba a la altura de un vate de calidad no desdeñable.
Instalado en la segunda habitación de su casa de la calle Perú, López se entregó a la hermosa tarea de confeccionar la obra patria encomendada por sus pares. Había llegado para él, lo ha dicho [el musicólogo] Carlos Vega, “la coyuntura de la inmortalidad”. Sobre aquella mesita de caoba de abrir y cerrar, adquirida por su familia a los oficiales británicos en 1807, el poeta pedía inspiración a las musas. Corrían los últimos días del mes de abril y aquel sublime encargo tardaba en alcanzar su molde. Una atmósfera pesada “influía notablemente en su sistema nervioso” y “lo traía laxo y abatido desde días atrás, sin luz ni nervio en la mente”. Dejó incluso de frecuentar a sus amigos, a excepción de sus queridísimos Esteban de Luca y de sus condiscípulos del San Carlos, Manuel José García y Juan Ramón Rojas.
En la noche del sábado 8 de mayo, López, que cinco días atrás había cumplido 29 años, se dirigió a la Casa de Comedias para presenciar la tragedia Antonio y Cleopatra, de Ducis, el arreglador de Shakespeare. Lucía un frac de grandes cuellos y solapas, abierto sobre la pechera, y una capa roja.
Todos los pasajes patrióticos del drama eran de oportunidad y se aplaudían aplicados a las cosas y los sucesos –narró su nieto Lucio– Después del segundo acto, López, deshaciéndose de sus amigos, que procuraban retenerlo, salió del teatro con el cerebro ardiente, el corazón palpitante, el pecho henchido de inspiración. Puede decirse que el Himno había nacido desde aquel momento.
Con paso acelerado el poeta marchó a su casa, “porque las estrofas, unas detrás de las otras, se presentaban a sus labios, se amontonaban y desparramaban buscando la hoja de papel en que debían vaciarse”. Eran las diez cuando por fin penetró en la morada paterna. El domingo, López les leyó a los fraternales De Luca, García y Juan José Paso los borradores de su himno –los decasílabos pujantes– “arrancando en ellos las primeras lágrimas de entusiasmo que debía arrancar en rostros argentinos la canción patria”. El poeta había optado por trabajar las octavas italianas, agudas en el cuarto y octavo verso y acentuadas en la tercera, sexta y novena sílabas.
La Asamblea General Constituyente aprobó en su sesión del martes 11 de mayo de 1813 la Marcha patriótica del diputado Vicente López. Esa sesión no ha sido registrada en El Redactor y es de lamentar que la Historia no cuente con el diario de reuniones de aquel congreso. Dice la tradición que fray Cayetano Rodríguez, entusiasmado por el poema de López, hizo pedazos una marcha a él encomendada. “La leyenda de un certamen que probablemente nunca existió”, según Antonio Dellepiane. “El himno del sacerdote, se habrá leído, o no, en tal sesión, pero, eso es secundario”, comenta Luis Cánepa.
Muchos años más tarde, Vicente recordó que su composición, para fortuna personal, vino “a coronar la misión de propaganda que había contraído al partir en el primer Ejército Libertador”.
No se ha conservado el manuscrito original de la Marcha patriótica de López ni el decreto de aprobación de la Asamblea. Sólo ha permanecido la copia fiel sacada por el secretario doctor Bernardo Vélez para ser enviada al gobernador intendente de Buenos Aires. El trascendental documento debe ser transcripto en su totalidad, puesto que los versos que contiene constituyen la inmortalidad de Vicente López y Planes, su ingreso a la proceridad.
Hemos recibido con fecha de ayer la soberana declaración que sigue: “La Asamblea General Constituyente de las Provincias Unidas del Río de la Plata ha expedido el decreto siguiente: ‘Aprobada por esta Asamblea General la canción que por comisión de este Soberano Cuerpo en 6 de marzo último ha trabajado el diputado López, téngase por la única marcha nacional, debiendo, por lo mismo, ser la que se cante en todos los actos públicos y acompáñese en copia certificada al Supremo Poder Ejecutivo al efecto de lo prevenido en el presente decreto. Lo tendrá así entendido el Supremo Poder Ejecutivo para su debida observancia y cumplimiento. Buenos Aires, 11 de mayo de 1813. Juan Larrea, presidente. Hipólito Vieytes, secretario’”. Dirigimos a V. S. copia de la expresada canción para que transmitida a quienes corresponda en el territorio de su mando, sirva a los fines que dispone la Soberana Asamblea, a inspirar el inestimable carácter nacional y aquel heroísmo y ambición de gloria que ha inmortalizado a los hombres libres. Dios guarde a V. S. muchos años. Buenos Aires, mayo 12 de 1813. Antonio Álvarez Jonte, Nicolás Rodríguez Peña, José Julián Pérez. Juan Manuel de Luca, secretario de Gobierno interino.
Al gobernador intendente de la Provincia.
“Por decreto soberano de once del corriente se ha ordenado que la siguiente canción sea en las Provincias Unidas la única Marcha Patriótica.

Oíd, mortales, el grito Sagrado:
“¡Libertad, Libertad, Libertad” [...]
Música y tertulia
“No existe rastro alguno documental de encargo dado oficialmente a Parera para la composición de la música requerida por la Marcha Patriótica de Vicente López”. Esta afirmación de Antonio Dellepiane, debe llevar el relato a un salón de la hoy calle Florida donde, según la tradición, exquisitas damas y engalanados patriotas escucharon la primera interpretación de las notas de la canción patria.
El viernes 14 de mayo –día en que la Imprenta de Niños Expósitos dio en hoja suelta los primeros ejemplares de la flamante Marcha35 y fue circularizado a las provincias el decreto del 11 mayo– en el célebre salón de la señora Mariquita Sánchez de Thompson, el poeta Esteban de Luca leyó ante los tertulianos el himno de López: “Oíd, mortales, el grito sagrado”. Era la casa en cuestión, según la descripción que hizo Pastor Obligado, una mansión de tres altas ventanas enrejadas. La primera puerta de la derecha introducía al gran salón: muros tapizados de damasco de seda, techo de espejos, una araña de plata y la chimenea francesa. Los muebles eran de brocado amarillo, y sobre las mesitas o consolas de pie de cabra, descansaban altos espejos venecianos de marco plateado.
Aquella noche se encontraban reunidos Manuel José García, Juan Ramón Rojas, el presbítero José Agustín Molina, Vicente López, José Valentín Gómez, entre otros. El marino Martín Thompson, esposo de Mariquita, destacado porteño que ocupaba entonces la capitanía del puerto y era activo miembro de la Sociedad Patriótica, ejecutó en el piano un himno al rey David. El maestro Parera tomó luego asiento y, con “ese mismo aire marcial, preludió los primeros compases de un acompañamiento a los versos que tenía por delante”. La conversación general, la atmósfera entusiasta entre damas y caballeros, militares y sacerdotes, no permitieron reparar en algo que “solo y aislado en un rincón, piano piano, tarareaba don Blas sottovoce”.


Fragmento de Vicente López . Una biografía del autor del Himno Nacional Argentino (Sudamericana)

P. E. P.

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viernes, 22 de enero de 2021

BIOGRAFÍA RECOMENDADA


Mariquita Sánchez, protagonista de una época convulsionada
Fue una mujer que tomó la vida en sus 
manos, haciendo de la sociabilidad un espacio para la difusión de las ideas y el compromiso institucional17 de 
Retrato de Mariquita Sánchez de Thompson ilustrada por Max Aguirre
Promediando la década de 1860, es decir hacia el final de su vida y ya octogenaria, Mariquita Sánchez se decide a escribir un relato que, según ella misma asevera, venía siéndole reclamado por amigos y allegados desde hacía tiempo. Se trata de una suerte de crónica sobre el pasado colonial, sus costumbres, su anecdotario de la vida pública y privada que ella conoce bien, por haber nacido en 1786, un 1º de noviembre, y haberse criado en el Buenos Aires del último cuarto del siglo XVIII.
Hija de una criolla bien conocida en su medio y de un acaudalado comerciante español, María Josepha Petrona de Todos los Santos Sánchez de Velazco, más conocida como Mariquita, fue la niña mimada de sus padres que eran ya bastante adultos al verla nacer: su madre, doña Magdalena Trillo y Cárdenas, tenía entonces cuarenta y un años. Cuatro menos que don Cecilio Sánchez Ximénez de Velazco, con el que se había casado en segundas nupcias hacía quince años. Hija única de la pareja y heredera de toda la fortuna familiar tras la muerte de su medio hermano Fernando (fallecido a los doce años, fruto del primer matrimonio de la madre con Manuel del Arco y Sodevilla), Mariquita creció en la célebre casona de la calle del Empedrado, entre Cuyo y San Martín.
Allí se desarrollarían los acontecimientos más importantes de su vida: los días de la infancia y la primera juventud, el nacimiento de los ocho hijos que fueron el fruto de sus dos matrimonios, las tertulias que alimentaron el clima revolucionario de 1810 y volvieron célebre a la anfitriona, la sociabilidad política que animó la residencia durante los años en que ésta fue sede del Consulado de Francia a fines de la década del veinte y comienzos de la siguiente, cuando Mariquita estuvo casada con Jean Baptiste Washington Mendeville. Se trata de la misma casa que en tiempos de adversidad política desafió, con su trajinar de visitas a veces “sospechosas”, la vigilante mirada de la mazorca; sobre todo en los años previos a 1838, cuando finalmente la dueña decidió secundar al exilio a muchos de los amigos ya emigrados. Con todo, Mariquita volvería a esa morada una y otra vez, ya sea para instalarse en ella esporádicamente –aun en tiempos de Rosas– o definitivamente hacia el final de su vida, cuando decidió pasar rodeada de los suyos y entre aquellas paredes que albergaban los recuerdos de la infancia, sus últimos años.
Pero de estos y otros asuntos personales la cronista habla poco o nada en las memorias que escribe hacia 1860; aún cuando, como veremos, la sensibilidad político partidaria que animó a Mariquita a lo largo de la vida se filtra en su visión del mundo y de las cosas al momento de escribir. En cambio, en esas páginas ella se dedica, sí, a trazar un panorama tan somero como incisivo del pasado colonial, que después de más de cinco décadas de convulsionada vida republicana comienza a resultar lejano para la conciencia de las generaciones más jóvenes, entre las que Mariquita contaba numerosos adeptos. Es precisamente esto último lo que la decide a escribir un cuaderno de memorias que –según se sabe por tradición familiar– estuvo originalmente dedicado a ilustrar la curiosidad de un joven amigo: don Santiago Estrada, porteño veinteañero (hermano de otro querido interlocutor de Mariquita: José Manuel Estrada) quien por esos días visitaba diariamente la antigua casona de la calle Florida. Él es el mentado lector de esa obra, al cual la memoralista se dirige en segunda persona desde los primeros párrafos:
Cuánto tiempo hace que me pides una noticia sobre lo que eran estos países antes de la venida de Beresford. No sólo tú, sino muchos de mis amigos han insistido con empeño sobre esto. Pero para escribir se necesita lo que no tengo, el espíritu libre, tranquilidad al menos para no ser interrumpido a cada momento y otro carácter que el mío. Pero cedo a tus reflexiones, y escribo sólo para ti, sin método ni orden; aprovecharé los pocos momentos de mi tiempo que me dejen mis ocupaciones y te contaré lo que crea te puede divertir o interesar.
El tono directo y a la vez confidencial de estas líneas iniciales que estuvieron extraviadas durante años –y que no están incluidas en la primera edición de los Recuerdos del Buenos Aires virreynal– introduce en el relato una cantidad de cuestiones que sin dudas estaban dando vueltas en la cabeza de Mariquita al momento de sentarse a escribir, y que ella pronuncia más o menos sesgadamente [...]
Pueden entreverse en estas líneas las autoexigencias y los temores, tanto como los pretextos que adopta la cronista para eludir los juicios severos que en su época todavía solían esgrimirse contra las mujeres que se atrevían a enarbolar la pluma en pose de escritoras: a ella le falta lo necesario para llevar adelante esta tarea que, bien hecha, requiere concentración y calma interior. De tal modo concibe Mariquita el oficio de escritora y, al menos en parte, habrá que creerle porque, efectivamente, esas condiciones resultan muy difíciles de conseguir para una mujer de trato como ella. Una mujer que aun anciana está siempre ocupada en organizar tertulias, en mantener relaciones con personalidades notables del ambiente local e internacional. A menudo asumiendo un rol de “mediadora” entre amigos o conocidos, para facilitar encargos o abastecer los propios intereses y los de su familia. Desde luego, una mujer así debe estar al día de todo lo que se escribe en los periódicos y lo que dicen los libros que comentan los amigos del círculo. También debe ocuparse de sostener una profusa correspondencia epistolar que a menudo la agota porque resulta interminable. Y de atender los compromisos institucionales con la Sociedad de Beneficencia, institución pública en la que Mariquita tiene desde su fundación un protagonismo decisivo, y en la que durante los últimos años de su vida se desempeña nada menos que como Presidenta (1866-1867). Todas esas son las “ocupaciones” cotidianas de Mariquita desde hace años: se trata, en suma, de un quehacer que acota el tiempo y la disponibilidad, que constriñe la escritura definiendo el tono sintético, panorámico de la narración. Es a esto a lo que alude subrepticiamente en la advertencia inicial que hace a Estrada.
Y aunque su interlocutor lo sabe de antemano porque conoce bien a la cronista, ella prefiere recordárselo y poner de relieve sus antecedentes personales, las condiciones en las que, no obstante, se decide a escribir el texto de las memorias. Lo hace para justificar las posibles falencias u omisiones pero también porque espera de su amigo un reconocimiento o una valoración justa por la tarea emprendida, que ella sólo se atreve a confiar a los más próximos. Es decir: desde la perspectiva de Mariquita, ese reconocimiento sólo puede dispensarlo un lector idóneo, capaz de comprender el verdadero sentido de esa frase inquietante, decididamente contradictoria, con la que arrancó el relato: “para escribir se necesita lo que no tengo”.


En Mariquita Sánchez. Bajo el signo de la revolución (Edhasa, 2011), de Graciela Batticuore

G. B. 
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