lunes, 26 de abril de 2021

EL ODIO POR LOS AGAPANTUS Y LOS JARDINES VERTICALES...KK..KK. DIXIT...ESTAMOS ORGULLOSOS DE LARRETA


El monje zen que desvela al kirchnerismo

Héctor M. Guyot

A juzgar por los acontecimientos de esta semana, pareciera que la calma zen que muchas veces se le criticó al jefe de gobierno porteño está empezando a tener efectos inéditos. Estos efectos podrían incluso sacudir una escena política donde las tensiones entre un oficialismo poco confiable y una oposición poco orgánica llevaron al país a una parálisis alarmante en medio de la escalada de la pandemia. Algo cambió. Déjenme hacer un pequeño rodeo para explicar esta impresión.
Los proyectos autocráticos suelen comenzar con la construcción de un enemigo al que se le atribuye la responsabilidad de todos los males. Además de cancelar el diálogo, la operación coloca la voz del líder como única fuente de la verdad. Mediante la propaganda y el relato, esa voz direcciona el resentimiento social (causado por carencias e injusticias reales) hacia ese demonio que conspira contra la felicidad del pueblo, canallada que justifica el odio que se le prodiga. Por derecha o por izquierda (los populismos reducen a la irrelevancia estas categorías), megalómanos tan variopintos como Silvio Berlusconi, Hugo Chávez, Donald Trump, Rafael Correa o Recep Erdogan han apelado a este ardid tan explotado por los fascismos del siglo pasado. En la Argentina, Cristina Kirchner usó términos probadamente efectivos como “oligarquía” o “poderes concentrados” para cargar contra quienes obstaculizan su pulsión hegemónica o ponen en evidencia la falsedad de su relato. Principalmente, la oposición, la Justicia y la prensa. Los populismos necesitan de la división para cancelar todo aquello que no los confirme en el ejercicio autoritario del poder.
Sirva lo anterior para trazar la siguiente hipótesis: la grieta nacional modelo siglo XXI es creación del kirchnerismo, pero acaba tragándonos a todos. Una vez abierto ese abismo, la dialéctica del enemigo impuesta en forma unilateral fortalece la pretensión populista en tanto contamina la convivencia política, exacerba los extremos y acrecienta la adhesión emocional de los que se han rendido a la palabra del líder. Esta dinámica ha planteado un dilema para la oposición e incluso para la prensa crítica, quienes al cumplir con su deber de denunciar los atropellos del oficialismo contra la ley o el sistema republicano a veces atizan sin querer, en un efecto colateral, el fuego de esa dialéctica perversa que a la larga solo beneficia al populismo. Sin la grieta, sin un enemigo a quien atacar y a quien culpar, la falsa épica con la que el kirchnerismo disfraza la corrupción y el ataque a las instituciones se resquebraja.
Esta semana, los cañones del oficialismo apuntaron a Horacio Rodríguez Larreta. Representa una creciente amenaza política y hay que cortar su vuelo incipiente, pero es un blanco difícil. Hasta aquí ha esquivado o asimilado los golpes casi sin acusar recibo. No responde a los ataques. Incluso reincide en su actitud dialoguista respecto de quienes lo han esquilmado en su buena fe. Todo esto no es nuevo. ¿Qué cambió, entonces? Rodríguez Larreta se plantó. Por fin, dijo basta. Al afirmarse en su decisión de mantener la presencialidad en las escuelas ante los aprietes políticos y judiciales del Gobierno, el alcalde porteño demostró que es posible sostener una defensa firme de la ley y de sus propias posiciones sin entrar en la confrontación verbal, fango al que el kirchnerismo busca empujarlo con el despliegue de su artillería. Pareciera que Rodríguez Larreta ha encontrado el modo de evitar la trampa de la grieta, pero sin bajar la cabeza. Una diagonal difícil, aunque posible.

Esta es la novedad. Ante ella, el oficialismo, a falta de otro recurso, aplica la fórmula de siempre: ataque discursivo de los altos mandos y operaciones en el terreno de sus soldados desde lugares estratégicos. Sin embargo, este fuego a discreción podría producir efectos contrarios a los buscados y acabar fortaleciendo la figura impasible de aquel a quien se busca demonizar.
Incapaz de ejercer la autocrítica, y en la necesidad de socializar sus errores en la gestión de la pandemia ante el electorado, el kirchnerismo ha encontrado un nuevo culpable y va por él, así como va por una ciudad que, en muchos aspectos y por contraste, deja expuesta la precariedad de los sectores más degradados del conurbano, bastión histórico del peronismo. También por eso es culpable esa ciudad “opulenta” en la que “hasta los helechos tienen luz y agua”.

Para ser claros: la presencialidad en los colegios dependerá de la evolución de la pandemia. Y es siempre, de acuerdo con las circunstancias, un asunto discutible que requiere de diálogo y no de decisiones
intempestivas desprovistas de marco legal. La autonomía porteña, en cambio, está amparada por la Constitución. En esa convicción, en el gesto firme pero no confrontativo con que la defendió, Rodríguez Larreta parece haber encontrado un posicionamiento que abre un espacio nuevo. Una dimensión que depende menos de lo que haga un oficialismo previsible que de las actitudes propositivas que se asuman de cara al futuro. Abandonar la reacción, pasar a la acción. Y dejar que ladren.

Con su defensa firme y no confrontativa de la autonomía porteña, Rodríguez Larreta encontró el modo de evitar la trampa de la grieta, pero sin bajar la cabeza

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