miércoles, 28 de abril de 2021

LO BELLO ES...


Cambiar realidad por apariencia
S. S.


Vivimos en un mundo donde no importa lo que sos, sino lo que das a entender que sos. La apariencia desplaza al ser. En su libro más reciente, titulado Los narcisos han tomado el poder, la psiquiatra y psicoanalista francesa Marie-France Hirigoyen se aboca a desmenuzar este fenómeno. Y pone en evidencia el modo en que se ha naturalizado la obsesión por la imagen. 



Como si no hubiera existencia posible salvo en la mirada del otro. Pero no cualquier mirada, sino la que aprueba, la que provoca un like. Dime cuántos me gusta cosecha tu selfie en las redes sociales y te diré si existes o no. ¿Cómo cosechar esa aprobación? Convirtiéndote en producto, vendiéndote, haciendo un permanente marketing de vos mismo o misma. Transformándote en una marquesina o vidriera en la que se anuncia y exhibe ante todo un envase. El contenido no importa. Y el envase es tu cuerpo, tu apariencia. Selfies, tatuajes, piercings, demostraciones de supuesta felicidad. Llamar la atención, lucir, producir efectos. Diferentes tipos de gimnasia, prácticas deportivas extremas y extenuantes, cirugías. El cuerpo está permanentemente intervenido, bajo vigilancia y bajo sospecha, no debe apartarse ni un milímetro del modelo al que se le exige responder. El cuerpo ya no es la persona, en una existencia complementaria con la psiquis y el alma. Esa unidad holística está ahora disociada, dispersa, fragmentada.
Sin embargo, la verdadera belleza no se deja desvestir, como bien dice el filósofo coreano nacionalizado alemán Byung-Chul Han en su ensayo La salvación de lo bello. La exhibición total y permanente, la desnudez sin velos ni misterio es lo opuesto de lo bello. En la cultura narcisista, con la preponderancia de la exhibición y de la imagen, no hay misterio. Y, curiosa paradoja, cuando se depende desesperadamente de la autoimagen para existir, se corre el riesgo de pasar inadvertido. 
Es que el ruido visual superpone imágenes, las hace fugaces (hay que renovar las selfies todo el tiempo, refrescar permanentemente la marquesina), y al final la mayoría de ellas termina por parecerse, nadie se destaca, todos son iguales a todos y lo que es verdaderamente propio y único (en este caso la piel, la morfología original, el cuerpo inconfundible que expresa una identidad psíquica y espiritual esencial e intransferible) queda sepultado bajo la uniformidad.
Según Han, hay algo pornográfico en todo esto. Y no lo remite a lo sexual. Pornografía, explica, es el contacto directo entre el ojo y aquello que mira. Sin intermediación, sin sutileza, sin metáfora. El cuerpo está en crisis, añade, desintegrado en selfies y en series de datos digitales. Es una pantalla de exhibición, control y vigilancia. Está rechazado, manipulado, formateado. Todo debido a la angustia que provoca la incertidumbre sobre la propia existencia. Por mucho que sonría, escribe Han, el rostro de la selfie es vacío e inexpresivo. O, en todo caso, refleja el vacío interior del yo.
Por este camino, apunta Marie-France Hirigoyen, se construye un mundo de “falsos yo”, en el cual “no soy yo, sino lo que me conviene que piensen que soy”. Como si las personas tuvieran vergüenza de no ser como querrían ser. La euforia exhibicionista deviene así una permanente negación del propio ser. Y la existencia transcurre en una constante negación de uno mismo, en una angustiosa puja por ser visto como otro. En esa disociación, advierte la ensayista francesa, las personas terminan por no ser verdaderamente ellas mismas. La obsesión por pulir, transformar o exhibir lo que se ve no produce belleza, dice a su vez Han, porque es una obsesión utilitaria. Y ante lo realmente bello (conjunción de lo interno y lo externo) no hay utilitarismo, sino una serena contemplación que no es acosada por urgencias ni ansiedades. En lo realmente bello no hay apariencia ni necesidad de transformación. Lo bello es.

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