martes, 1 de junio de 2021

BENJAMIN Y ADORNO. LECTURAS MUY RECOMENDADAS


Benjamin y Adorno: un diálogo epistolar al borde del abismo
Durante la década de 1930, mientras Europa se encaminaba hacia la guerra, los dos filósofos alemanes intercambiaron cartas que contienen claves para comprender el siglo XX y una era tan incierta como la actual
P. G. 
Walter Benjamin, quizás el crítico más importante de su tiempo

Las cartas que se escribieron y mandaron Theodor W. Adorno y Walter Benjamin son un ejemplo mayor de la literatura epistolar de la primera mitad del siglo XX. Lo son no tanto por la intimidad de lo contado y confiado (la falta de dinero, las mudanzas, las familias: las cosas de siempre; y las excepcionales: el exilio). Lo son porque por boca de ellos hablan ellos mismos, claro, pero también hablan fuerzas que los sobrepasan y de las que ellos no son más que portavoces.
Hubo pocos corresponsales así en ese tiempo. Podría pensarse en Hugo von Hofmannsthal y en sus cartas a Richard Beer-Hofmann, a Richard Strauss, o en las otras, más numerosas (casi toda una vida) a Hermann Bahr. Pero en algunos aspectos la de Adorno y Benjamin evoca más bien la correspondencia, apenas anterior cronológicamente, que mantuvieron Hofmannsthal y Stefan George. Esa correspondencia tuvo su primera edición en octubre de 1938. En una de las primeras cartas, respuesta al envío de un poema, le dice George a Hofmannsthal: “Únicamente quien puede admirar estará en disposición de crear una obra admirable”. Se infiere de eso que la sumisión precede a la conquista. En julio del año siguiente, Adorno le avisa a Benjamin: “Leí con gran interés la correspondencia entre George y Hofmannsthal y pienso escribir una reseña bastante extensa”. En febrero de 1940, le manda el que resultó por fin un ensayo al que dedicó “un esfuerzo quizás del todo desproporcionado”. Benjamin acusa recibo casi tres meses después y, entre otras consideraciones, hace notar lo siguiente: “La lucha por una posición literaria frente al interlocutor era, a fin de cuentas, un motivo que subyace a esta correspondencia, y el provocador fue y sigue siendo George”. Al margen de que Benjamin había tratado a Hofmannsthal y estaba en deuda personal con él (un apoyo académico y, más lejanamente, el Libro de los amigos, sin el que acaso no habría planeado nunca su propio Passagen-Werk) y de que el ensayo de Adorno está veteado de ideas afines a las suyas (por citar una: “En cada instante, la cultura de George se obtiene a cambio de la barbarie”), la frase tiene un giro reflexivo. De eso hablan también Adorno y Benjamin. No hay que pasar por alto que ese ensayo salió finalmente en 1942, con la dedicatoria “En memoria de Walter Benjamin”.
George era el maestro, y Hofmannsthal, el discípulo predilecto incomodado por la predilección. ¿Había lo uno y lo otro en la relación entre Adorno y Benjamin? ¿Quién era quién? A Adorno no le disgustaba la condición cerrada del círculo de George porque encontraba en ella un símil de la posterior relación de Arnold Schönberg con su escuela. No podría decirse que, como en el caso de los poetas, la amistad entre los filósofos empezara a decaer antes de realizarse. Por lo menos, a diferencia de los otros y después de una visita de Adorno a París hacia mediados de 1936, llegaron a empezar a llamarse por el nombre de pila.

Retrato de una época





Discusiones teóricas sobre problemas filosóficos o artísticos y sobre el estado de la cultura se entretejen con vicisitudes personales en Correspondencia.1928-1940. Theodor W. Adorno y Walter Benjamin. Esta flamante edición de Eterna Cadencia cuenta con un epílogo de Beatriz Sarlo y una nueva traducción a cargo de Laura S. Carugati y Martina Fernández Polcuch.

En el epílogo a la nueva traducción del epistolario de Adorno y Benjamin (de Laura S. Carugati y Martina Fernández Polcuch; la anterior, con el sello Trotta, había salido en 1998) que publicó Eterna Cadencia, Beatriz Sarlo dice, con el salvoconducto de una interrogación: “¿Por qué leemos estas cartas que no nos fueron dirigidas? ¿Qué ofrecen de más o de menos, comparadas con otros documentos escritos para la difusión pública desde el primer trazo de la pluma? En algunos casos, la respuesta es sencilla. Algunas cartas valen como ensayos”. Son estas las cartas que nos importan, las que no le dan excusa al filisteo para que hunda el hocico. Añade Sarlo: “El espacio es lo que convierte a un texto en carta. El tiempo es lo que lo convierte en documento de la historia personal, literaria, política o filosófica”. Para nosotros, indiferentes al espacio (lo mismo da Berlín, París, Nueva York o Skovsbostrand), lo que queda es el documento de una fricción filosófica.

Dialéctica epistolar
Adorno (que firmaba todavía con el apellido Wiesengrund) había conocido a Benjamin por intermedio del amigo común Siegfried Kracauer, hacia 1923, en Frankfurt. Escribió mucho después: “Veía a Benjamin frecuentemente; diría que por lo menos una vez por semana”. La primera carta (o la primera conservada) es del 2 de julio de 1928, y la última de Benjamin, con el anuncio del suicidio en Portbou, está fechada el 25 de septiembre de 1940. La lectura del epistolario despliega la asimetría entre la seguridad y la incertidumbre. Adorno escribe incansablemente y concluye aquello que escribe; Benjamin escribe y le cuesta terminar lo que escribe, entre otras porque Adorno le pone objeciones. Las objeciones no son recíprocas; para empezar, y para mayor penuria de Benjamin, varios de los ensayos remitidos por Adorno (su escrito sobre Franz Schubert, una primera tentativa del trabajo más extenso acerca de Richard Wagner) estaban casi completamente fuera de su alcance (cierto que, en 1925, asistieron juntos en Berlín a la segunda función de Wozzeck, de Alban Berg, y que Adorno elogia la comprensión cabal que Benjamin tuvo de la ópera, pero era una comprensión muy ajena a la intimidad del lenguaje musical que exigen los ensayos adornianos).
Adorno, de la Escuela de Frankfurt
Adorno, en cambio, es la autoridad ante la que debe comparecer Benjamin. Acerca de “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, Adorno reclama lo mismo que venía y seguirá reclamando: un incremento de dialéctica: “Usted subestima el carácter técnico del arte autónomo y sobrestima el del arte dependiente; esta sería, redondeando, mi objeción principal. Pero solo podría concretarse como una dialéctica entre extremos, que usted separa con violencia uno de otro”. Despunta la reserva de Adorno hacia el optimismo benjaminiano por la posibilidad de un arte de vanguardia que lo fuera también de masas, optimismo cuyo error se ocupó de sancionar la mera realidad. Benjamin agacha la cabeza.
Estos problemas habían aparecido ya en la discusión sobre el famoso exposé de 1935 del Libro de los pasajes. Todo lo que escribió Benjamin antes del Libro de los pasajes fue una preparación para ese libro inconcluso, y tal vez, por su amplia ambición, imposible de concluir. Eso explica el cambio que notó Adorno: el carácter esotérico de sus primeros trabajos, y el fragmentario de los últimos. Allí, en los techados pasajes parisinos, se encontraban el gusto surrealista por los objetos obsoletos y la alegoría, el materialismo y la teología. Del mismo modo en que había sido antes romántica, la filosofía debía volverse ahora surrealista, aunque esta pretensión nos resulte ahora tan ridícula como, entre líneas, le resultaba ya entonces a Adorno. Claro que más lesivo del pensamiento de Benjamin que el surrealismo juzgaba el influjo malsano del grosero marxismo del propagandista Brecht. Adorno trata a toda costa de inclinar para su lado el Libro de los pasajes, del que afirma ya en la carta sobre el exposé: “Considero la obra de los Pasajes no solo el centro de su filosofía, sino también la palabra decisiva que hoy puede ser pronunciada filosóficamente; la considero una chef d’œvre sin par…”
También podría decirse que ese libro, el de los pasajes, debía contener su filosofía y que esta, por eso mismo, quedó tan inacabada como el libro. Se lo dice Benjamin a Adorno y su mujer Gretel, excusándose una vez más: “Si Wiesengrund tiene reparos frente a la división en capítulos, ha dado en el blanco. A esta organización le falta el factor constructivo. Me abstengo de pronunciarme acerca de si ha de buscarse en la dirección que indican ustedes. Lo que es seguro es el que el factor constructivo significa para este libro lo que para la alquimia la piedra filosofal”.
Al amparo de esa filosofía surrealista, el Libro de los pasajes, obra maestra del montaje, usa la figura de la alegoría, emblema de la ruina en su temprano El origen del drama barroco alemán, para examinar el siglo XIX y entender el XX: la alegoría une la ruina barroca con los objetos obsoletos y deslucidos que se ofrecen en las vidrieras de los pasajes. Su último libro realizaba las ideas de uno de los primeros, del mismo modo que la prehistoria de la modernidad podía explicar su presente.
“A usted le gusta estar en los lugares que le producen vértigo y ama orgulloso el abismo que pocos pueden ver. Yo también puedo amar aquello que me asusta”, le escribió Hofmannsthal a George. La frase está coronada, renglón seguido, por un signo de interrogación.
Tal vez la esperanza de Benjamin en las promesas contenidas en los libros infantiles le impidiera también el miedo. El propio Adorno lo explicó con un recuerdo de primera mano: “Quien hablaba con Benjamin se sentía como un niño que percibe la luz del árbol de Navidad a través de las rendijas de la puerta cerrada. Pero la luz prometía al mismo tiempo, como la luz de la razón, la verdad misma, no su reflejo impotente

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