sábado, 31 de julio de 2021

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La ideología del prejuicio gobierna la Argentina
El discurso y la acción oficialistas parecen guiados por estereotipos, simplificaciones y categorías más cercanas a la caricatura que a la realidad

Luciano Román


Estela de Carlotto dice que el cacerolazo fue de "gente bien vestida, de clase media-alta"
Si hubiera que explicar, ante un auditorio de extranjeros, la ideología que hoy gobierna la Argentina, tal vez deberíamos concentrarnos en describir la psicología del prejuicio. Tanto el discurso como la acción del Gobierno parecen guiados por estereotipos, simplificaciones y categorías más cercanas a la caricatura que a la realidad, siempre mucho más compleja, heterogénea y diversa que la que el poder parece registrar.
El manejo de la pandemia y de la economía ha expuesto, en este año y medio, una colección de prejuicios que apenas parecen disimularse en el inicio de la campaña electoral. Todos expresan una marcada hostilidad contra la clase media, contra el que progresa, contra el que produce y defiende sus propios márgenes de autonomía y libertad. Todos apuntan, además, a generar divisiones, a simplificar y a crear enemigos y “culpables”. Cumplen, en ese sentido, el manual básico del populismo: pinta al mundo en blanco y negro; traza una línea gruesa entre “buenos y malos”. Desprecia los matices y las sutilezas, rechaza el análisis profundo de las cosas y reduce la realidad a categorías simplonas y esquemáticas. Es el mismo manual que, en uno u otro sentido, han usado Trump, Maduro y Bolsonaro.
Desde esa perspectiva, el Gobierno ha incentivado un reproche contra “los que viajan a Miami”, en la misma línea argumental con la que había estigmatizado a los runners en el inicio de la cuarentena. Se busca, así, exacerbar cierto resentimiento, sin hacer ningún esfuerzo por aproximarse a los fenómenos sociales con algún grado de rigor ni con vocación de comprenderlos. En esa visión maniquea, el que viaja a Miami es individualista, tilingo e insensible. Por eso, dejarlo varado es casi un acto de justicia. “Somos un gobierno que defiende a los débiles, no a los que se van a tomar sol a la Florida”. Con ese eslogan vulgar, se escribe una nueva página del relato.
Se trata de la misma matriz conceptual que generó, en su momento, el conflicto con el campo. Para la ideología del prejuicio, el productor agropecuario es un terrateniente que se sienta a esperar que crezca “el yuyo” y que las vacas engorden. Meterle la mano en el bolsillo es otro acto de justicia.
La ideología del prejuicio alienta esos estereotipos, tal vez porque debe inventar culpables que encubran sus propios fracasos. La estrategia parece demasiado rudimentaria: el problema no es la ineficacia del Estado para testear y garantizar el plan de vacunación, sino los que viajan y traen en sus valijas la variante delta. El problema no es el vacunatorio vip, sino el “tilingo irresponsable” que quería salir a correr o a remar en la soledad del río. El ideologismo, mientras tanto, demoró casi ocho meses la habilitación de las vacunas norteamericanas.
En esa línea, el Gobierno ha creado su propio código de culpabilidad: los padres que reclamaban la apertura de las escuelas eran militantes “anticuarentena” que no se bancaban a sus hijos en la casa; el que viajaba para vacunarse afuera era “un egoísta” que no aceptaba sufrir, como el resto, la demora en el plan de vacunación; el que pedía Pfizer era un caprichoso, y hasta merecía que Copani le dedicara una canción; el que se atrevía a discutir el manejo de la pandemia era un “negacionista”, y el que reclamaba libertad para trabajar y circular era “un antivacunas” o alguien que ponía “la economía por encima de la vida”. Los que se plegaban a los banderazos no eran “argentinos de bien”. Los que se oponen “al modelo” es porque “odian al país”.
La ideología del prejuicio se extiende más allá de la salud y la economía. El Presidente dijo hace unos días, al presentar los DNI no binarios, que “a los periodistas conservadores les molesta que yo me refiera a todes”. La sentencia quedó escrita: el que no utiliza el llamado lenguaje inclusivo, y mucho más el que lo cuestiona, es “antiderechos” y “conservador”. Están en la vereda opuesta a la de la amplitud y el progresismo. ¿Es progresista marcar con una X en el DNI a las personas que no se identifican como hombre ni como mujer? ¿Es progresista decir “todes” y subejecutar las partidas destinadas a la igualdad de género (como reveló Laura Serra en una investigación periodística sobre los fondos del Ministerio de las Mujeres)? ¿Es progresista haber cerrado las escuelas durante más de un año y provocado un “tsunami” de deserción escolar? ¿Es progresista avalar la opresión, la censura y la violación de derechos humanos en Cuba, Venezuela y Nicaragua? Tal vez en la Argentina haya que empezar a discutir qué es el progresismo. ¿Quién es más progresista?: ¿una funcionaria que evade los aportes de la empleada doméstica y le ofrece como compensación un plan social? ¿O un pequeño comerciante o productor que da trabajo, paga sus impuestos, corre riesgos y ahorra para hacer un viaje con su familia?
La ideología del prejuicio no nace de un repollo: germina sobre ideas y preconceptos que están en la sociedad. Busca exacerbar y estimular resentimientos. Pero hay otra pregunta que vale la pena formular: ¿no se habrá llegado demasiado lejos en la técnica de distorsionar las cosas para reducirlas a meros estereotipos? Quizá se esté pasando del prejuicio a la banalidad, en una fase aún menos sofisticada y más burda. Quizá eso implique, incluso, una marcada desconexión con la realidad.
Creer que los que se quejaban por las escuelas cerradas eran “padres opositores” es no comprender el impacto de esa medida en los sectores más vulnerables y la tragedia que eso ha implicado para chicos y adolescentes sin contención familiar. Es no calibrar, incluso, el efecto en los propios estudiantes, a los que la falta de escolaridad les amputó una parte de su juventud. ¿Alcanza un guiño impostado a L-Gante para interpretar a los jóvenes? Con la misma liviandad se ha asociado a “los que viajan a Miami” con un lujo de ricos y famosos, sin empatía por los que hacen grandes esfuerzos para viajar con sus hijos o con los que viajan por compromisos familiares, laborales o académicos. Creer, a esta altura del siglo XXI, que viajar es un lujo de ricos es mirar el mundo con anteojeras. El prejuicio, después de todo, es primo hermano de la incomprensión y la ignorancia.
Esta misma ideología es la que estigmatizó la meritocracia, confundiéndola con elitismo. Otra vez la incomprensión y la desconexión con la realidad: ¿no cree en el mérito el obrero que se sacrifica para que su hijo vaya a un colegio parroquial y acceda a una mejor educación? ¿No cree en el esfuerzo individual el pibe que recorre la ciudad bajo la lluvia en bicicleta, haciendo delivery para pagarse sus estudios? ¿En qué cree, sino en el mérito de su propio trabajo, el cuentapropista que cobra un trabajo grande y lo invierte en el revoque de su casa? ¿Qué motiva, sino la confianza en el mérito y el esfuerzo, a los deportistas olímpicos que hoy representan a la Argentina en Japón?
En el afán por simplificar y crear estereotipos, quizá el Gobierno haya perdido hasta el olfato y la sensibilidad para interpretar al que todos los días madruga para trabajar. En 2008 confundieron al chacarero de piel curtida con el estanciero de la vaca atada. Con la misma ligereza hoy se estigmatiza a los que viajan a Miami, cuestionan los cepos a la libertad y reclaman colegios y negocios abiertos. “Biden es peronista y Cuba, la revolución”. Todo se mezcla en ese engrudo de prejuicios y esnobismo pseudoideológico que divide entre “argentinos de bien” y “de mal”. ¿Quién será el próximo culpable?

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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