jueves, 29 de julio de 2021

LA ESPANTOSA HISTORIA QUE LOGRARON CONSEGUIR....EL MUNDO NARCO


Bucear en las profundidades de la violencia narco

Germán de los Santos


La pandemia logró que lugares absurdos se transformen en un peligro latente. El eslogan “quedate en casa” encerró una trampa mortal en la geografía narco de Rosario. Claudio Magris escribió que “la casa es donde corremos los mayores riesgos”. Lo decía porque es el lugar “expuesto al conflicto, al malentendido, al error…al naufragio”. Lo contraponía al ejercicio de viajar, de moverse. No lo pensaba por el peligro de las balas sino por la “intensidad doméstica”.
En Rosario esa metáfora se embebe de una literalidad desaforada, que hace pedazos el alivio que al principio tenían los funcionarios cuando pronosticaban en rondas de café virtual: “Por lo menos en medio de la pandemia bajarán los crímenes”. La violencia es una epidemia anterior al covid. Se volvieron a equivocar. Los sicarios usan barbijo y disparan con distanciamiento. Matar es aún más fácil con las víctimas encerradas por la cuarentena.
Aunque esa ironía resulte cruel no pierde sustento en esa realidad que se hace viable cuando el crimen se transforma en un escenario “naturalizado”. Evitar que la muerte se convierta en una exposición cotidiana de cuerpos tendidos en charcos de sangre es un desafío para sobrevivir. El periodismo hace el trabajo que a la justicia le cuesta ordenar: entretejer historias para buscar una mínima explicación, para escalar en la profundidad del porqué.
Pero a veces no hay misterios qué revelar, porque la muerte se transformó en un recurso pueril para ordenar uno de los pocos negocios prósperos como es el narcotráfico. El romanticismo de las series de TV se estrella cuando escuchás el sonido seco y hueco de un disparo. Se terminaron las historias de ladrones épicos que planean el golpe de su vida, como reseña Osvaldo Aguirre en Leyenda Negra, sino un territorio donde impera el westerm punk.
Los sicarios montan motitos y usan pistolas que se transforman en ametralladoras con cargadores largos de 30 disparos, que desnaturalizan las 9 mm. No hay puntería, sino balas en exageración y dolor entre los vecinos cuando se impone el error, la equivocación, cada vez más frecuente, aunque todo quede cubierto de sospecha y pocos parezcan inocentes.
"El periodismo hace el trabajo que a la justicia le cuesta ordenar: entretejer historias para buscar una mínima explicación, para escalar en la profundidad del porqué."
Desde la cárcel un exsicario delinea en una charla el crudo escenario con banalidad, cuando me sugiere que si esta gente te quiere matar te mandan el delivery. “Quedate tranquilo que no te vas enterar. Pum. Chau”, dice por experiencia. No hay mensajero sino verdugo. Las amenazas que se inscriben con balas en las paredes terminan siendo al final una garantía de supervivencia, una oportunidad.
Gladis rompe la somnolencia de la siesta de invierno y no para de hablar mientras caminamos por un entretejido de calles de tierra que algunas no tienen salida.
Ella quiere que mire con mis propios ojos algo que pocos ven de cerca. Construí una relación y se transformó en una fuente importante desde hace tiempo. Antes de meternos en ese universo descarnado de seis manzanas, desde donde se ven los buques que pasan por el Paraná, donde hay tres búnkeres por cuadra en ese recoveco maldito de la ciudad, se pone un guardapolvo y toma un portafolios. Es mi escudo, advierte para convencerme. Las escuelas están cerradas pero la maestra es la única que puede caminar con confianza por allí.
Los soldaditos en moto empiezan a dar vueltas, a merodear ante la presencia de un desconocido sin pasaporte. “Brian llevaste la nena al médico”, pregunta la maestra. El rostro fracturado del muchacho se enciende y responde: “Me colgué”. Y rápidamente la maestra expone su poder: “No seas pelotudo, nene. No se juega con la salud”. Ella parece mandar en ese lugar, donde el Estado sólo entra con la policía a cobrar la “protección” –simplificada en “la prote”- los domingos al mediodía.
Ella sabe a quién le toca el turno para el cementerio. Es como una pitonisa de ese mundo narco. “Ves aquella mujer rubia que se lleva una garrafa. Se está yendo de su casa porque esta noche le van a tirar”, apunta. Describe un interminable trasfondo de deudas y drogas. Al otro día me envía la foto del cadáver. Las historias se cruzan, se enredan, como un tejido que a veces se hace difícil desentrañar con esa pregunta que nos alienta en este oficio: ¿Por qué?

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