martes, 29 de marzo de 2022

HABÍA UNA VEZ EN EL FÚTBOL


Aquel Ferro Carril Oeste, reflejo de la clase media
Un club de barrio puede ser muchas más cosas que un equipo de fútbol Por Fernando García

Nada se puede leer igual después de la legendaria escena de la magdalena postulada por Proust en el primer tomo de En busca del tiempo perdido. Nada, ni siquiera un libro sobre fútbol. Ni siquiera un libro sobre un club de fútbol sin barras bravas ni peñas repartidas en distintas ciudades del mundo. Ni siquiera un libro sobre el modesto club Ferro Carril Oeste, desde hace más de veinte años sumergido en las arenas movedizas del descenso, puede escapar al efecto proustiano que, en la Argentina, tuvo a Juan José Saer como su máximo instigador. Saer, sí, escribiendo desde Rennes, Francia, pero siempre con los sentidos puestos sobre las orillas del Paraná, a la altura de los suburbios de Santa Fe. 

Así es como manifestaba, inolvidable, el efecto proustiano en el comienzo de
La Mayor (1976): “Otros, ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en la cocina, en el atardecer, en invierno, la galletita, sopando, y subían, después la mano, de un solo movimiento, a la boca, mordían y dejaban, durante un momento, la pasta azucarada sobre la punta de la lengua, para que subiese, desde ella, de su disolución, como un relente, el recuerdo”.
Así es entonces que en el libro Juega Ferro (Planeta), escrito por el abogado y periodista Pablo Abiad –erudito en el club fundado, se cree, por empleados irlandeses del futuro Ferrocarril Sarmiento– el autor evoca las torres blancas de Morixe. Unas moles blancas en el límite con las vías, que emergían como castillos abstractos por detrás de la antigua tribuna visitante, antes de tablón, ahora de cemento y ocupada por los sufridos hinchas locales. Antes de que el autor lo describa, sobreviene el mismo olor penetrante a cereal fermentado y caca de paloma que impregnó la infancia de muchos chicos de Caballito que pasaron como reclutas de las Vacaciones Alegres, la colonia de verano del club. Ese olor nauseabundo permanece en los sentidos aunque las torres blancas hayan sido reemplazadas por otras premium, descomunales, inadecuadas para el paisaje que tenía centro en la sede de inspiración inglesa espejada en casas de estilo Tudor que se recostaban en la otra vereda de la calle Cucha Cucha. Pero la gentrificación es así y se paga caro. Si el barrio no se parece a lo que era cuando estaba ese olor es casi una consecuencia natural que Ferro Carril Oeste tampoco sea ya su pulmón social traccionado por una ráfaga de éxitos deportivos que lo llevaron a ser campeón de fútbol en 1982 y 1984. Las torres estas no hacen juego con el estilo austero de Santiago Leyden, presidente del club entonces, ni mucho menos con la mentalidad de Timoteo Griguol, cuya estatua se deja ver ahora en la sede. El Ferro de Griguol se parecía al barrio que lo había parido: si habían individualidades se destacaban solo en función de ese mecano virtuoso que el técnico había dispuesto. Ferro daba clases de mecánica futbolística (un petit Ajax) porque en sus genes había mecánica de clase. De la clase media que lo transformó entre los años 50 y los 70, emigrando desde otros barrios. Mis padres, por ejemplo, llegaron desde San Cristóbal y Montserrat y los hicieron suyo, al barrio y al club, tal como cuenta Abiad que pasó con su familia en Flores.
La descripción minuciosa que Abiad hace de la campaña de Ferro en 1982 trae otros olores. En especial ese de las hamburguesas (todos decíamos Paty entonces) que se asaban al costado de los tablones. Nunca volví a sentirlo. Acaso porque nunca volví a tener 9, 10, 11 años o porque Ferro nunca volvió a jugar igual. Hay, entonces, conforme se avanza en las páginas con las que Abiad consigue que mi VHS retroceda en fast forward hasta cruzar las vías subiendo unas escaleras de metal chirriante, olores subalternos. El de la mostaza, por ejemplo. ¿Por qué nunca nunca nunca volví a sentirlo? Sí, otros olores a mostaza, pero no ese en particular. Vuelve el olor del cloro en la pileta y acaso el miedo al agua antes de que la insólita clasificación de la colonia me ascendiera de “cero cobarde” a “cero valiente” y después a “Pez volador” (no llegué a “Tiburón”). Vuelve el olor al patchouli que los más grandes se ponían para las fiestas de los sábados donde chetos y stones se disputaban la pista del gimnasio Etchart.
Ferro era un mundo en miniatura y su equipo de fútbol (también el de básquet, hockey, volley, handball, pero lo de Abiad y lo mío es el fútbol) era su representación en la cancha durante noventa minutos. Una obra de arte efímero que se hacía y deshacía frente a los ojos de hinchas entrenados en el cinismo. Acostumbrados a que los fotógrafos fueran en busca de los goles del equipo grande que venía de visita. Un entrenamiento que domestica acaso esa pasión que el marketing inflama pero de la que después hay que recular, frente a la evidencia de una violencia asesina. Y entonces aparece la metáfora consabida: fútbol, espejo de la sociedad. Zzz…
Leer (leer así como ha escrito Abiad) sobre Ferro es reparador. En 2021 el club fue privado del ascenso en un caso de mala praxis que favoreció a Barracas Central y Quilmes. He descripto los olores de la gloria, pero no podría decir cual es el olor de esa decepción. Hay veces que desconozco el barrio y Ferro, esta noche después de escribir, juega con Sacachispas.

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.