La sospechosa dictadura de los hábitos
Pablo N. Waisberg
Un hábito puede seducirnos desde las ventajas que conlleva ponerlo en práctica (una dieta equilibrada). Pero también puede cautivarnos desde una falsa situación de comodidad (una vida sedentaria), para terminar instalándonos en una zona de confort de consecuencias indeseables. Peor aún: los algoritmos agazapados tras el diseño aleatorio del contestador todo terreno de la IAG pueden también esconder el riesgo de contribuir a planchar el pensamiento y las costumbres, desde modelos caprichosamente acomodados para inducir respuestas más basadas en la tradición de ciertos reflejos condicionados que en el ejercicio de la libertad para cuestionarlos, reformularlos o sustituirlos con creatividad. Y, en cualquier caso, la adicción incondicional al respectivo catálogo de los malos hábitos –consciente o inconscientemente– aportará la mejor garantía de contar con un socio tóxico para repetir la historia. Cualquier historia. Como enganchada a un rulo de eterno retorno. Pero, claro: saber de esta amenaza sugiere también aceptar el desafío de enfrentarla. Porque siempre es uno el que decide si, desde una perspectiva estoica, cuenta o no con la capacidad para eludirla o modificar sus consecuencias.
Es cierto que no siempre es fácil estar lo suficientemente atentos como para identificar los hábitos adquiridos como una “segunda naturaleza” –en términos aristotélicos–, en tanto se los categorice como productos de la cultura, para diferenciarlos de los reflejos innatos. O, aun pudiendo distinguirlos, para reconocer si traen con ellos el virus de algún tipo de desajuste potencial, ya sea en el comportamiento, en lo orgánico, en lo emocional o en lo cognitivo. Es que, si, luego de crear, fortalecer y fijar en la conciencia nuevas conexiones neuronales, el hábito prende en nuestro sistema inconsciente, como asociado a una rutina aparentemente disfrutable que aporta más dopamina en el cerebro, es muy probable que busque ya su lugar en el software de cada uno. Y que se aloje en él, se acostumbre a operar en piloto automático y, con el uso, quede tan fuertemente soldado al sistema de creencias o a algún programa operativo que, con el tiempo, termine por desactivar las alertas que adviertan, por ejemplo, acerca de la progresiva desconexión del espíritu crítico o reflexivo. Es entonces cuando, cegado por la autoestima de un ego negador o de un sistema neuronal anestesiado, el software se consolida, desde una suerte de memoria implícita que lo supedita, como un eficiente repetidor automatizado de reflejos condicionados y, por supuesto, como un rechazador sistemático de personas, ideas, procedimientos o plataformas que no encajen a la perfección en el modelo más cómodamente reconocido y adoptado, cualquiera que sea el contexto de aplicación: la vida personal, el entorno organizacional o el universo de lo político.
Se desvanece, entonces, o desaparece, como es obvio, la capacidad de revisarlo o cuestionarlo, o el interés por hacerlo, desde miradas más flexibles o diferentes que intenten eventuales reformulaciones del hábito, para actualizarlo o para enriquecer cualquier paradigma alternativo que lo libere de efectos colaterales negativos. Sándor Ferenczi –médico y psicoanalista húngaro– escribía, en 1925: “El psicoanálisis puede ser considerado como una larga lucha contra ciertos hábitos de pensamiento”, con el fin de imprimir a esas conductas repetitivas que moldean nuestro destino una nueva dirección. El condicionamiento clásico, por extensión, derivado de las experiencias con perros de Iván Pávlov –un fisiólogo ruso clave en el desarrollo de la corriente conductista en psicología–, es el tipo de aprendizaje asociativo más elemental, en el que un organismo reacciona frente a un estímulo ambiental, originariamente neutro, con una respuesta automática o refleja.
Cuando nos proponemos vincular estas investigaciones con algunos de los hábitos o consecuencias asociadas del comportamiento humano, no es fácil eludir el peso relativo con el que, muy probablemente, los reflejos condicionados por actitudes repetitivas no sujetas a análisis estén operando, a menudo, empecinadamente, para frustrar la identificación de ciertas conductas fácilmente reconocibles como las generadoras automáticas e inconscientes de tantos daños colaterales, inspiradas
Cuando se omite la historia o sus penosas consecuencias, o se la olvida, o se la distorsiona, no hace falta demasiada sabiduría para imaginar que, como decía el filósofo español George Santayana en 1905, parece inevitable repetirla
en tantos malos hábitos que solemos resistirnos a revisar o modificar, tanto en lo personal, como en lo social o en lo laboral. Y, muy especialmente, también, por supuesto, en lo que concierne a nuestras maneras de actuar o reaccionar frente a los desafíos a los que nos somete la discusión política para armonizar nuestra vida en sociedad.
Cuando se omite la historia o sus penosas consecuencias, o se la olvida, o se la distorsiona, no hace falta demasiada sabiduría para imaginar que, como decía el filósofo español George Santayana en 1905, parece inevitable repetirla. A veces, el soberano se cansa de luchar contra cada uno de los protagonistas responsables de la injusticia, la mentira, la prepotencia, la desigualdad, la ignorancia, la enfermedad, la inseguridad o la corrupción. Y sin tiempo ni medios ni energía para un debate maduro y un reclamo potente, se abandona, finge amnesia y se deja ganar –una y otra vez, al borde casi de una forzada estupidez– por los desfachatados cantos de sirena de líderes sin vergüenza ni castigo, que solo usaron el poder para enriquecerse y someterlo. Y que, con un manejo maquiavélico del discurso, suelen acabar por cegar a votantes sin memoria, apelando a la familiaridad de ciertas voces, de ciertos gestos o de ciertas promesas sin sustento. Todo así percibido desde la mirada ingenua de una sociedad que, a menudo y huérfana de liderazgos ejemplares, se resiste, sin pensar lo suficiente, a cuestionar, modificar o abandonar los reflejos condicionados a que la somete la sospechosa dictadura de los malos hábitos.
Quienes no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo. Y quienes no están dispuestos a revisar sus hábitos, también.
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El campo frente al gobernador Kicillof
No debería sorprenderse el mandatario bonaerense cuando percibe los efectos de una rebeldía fiscal: su voracidad recaudatoria está cruzando todos los límites
Animados por el impulso de Cristina Boubee, productora de Azul, sesenta productores de la provincia de Buenos Aires interpusieron medidas cautelares contra el aumento del ciento por ciento en la cuarta cuota del impuesto inmobiliario en la provincia de Buenos Aires. Se han sumado ahora otros más, hasta llegar a cerca de cien: ganaderos y chacareros hartos de que el gobierno de Axel Kicillof –cuándo no– atropelle su patrimonio y capacidad productiva con impuestos inconsultos y abusivos.
Ha habido hasta ahora dos respuestas coincidentes, en diferentes juzgados de la provincia, haciendo saber a los presentantes que deben “redireccionar” la acción interpuesta en defensa de sus intereses, expoliados al punto de la confiscación. Es decir, no se ha rechazado en términos jurídicos lo alegado, pero en los dos casos los magistrados intervinientes consideraron que debían expresar las posiciones alegadas por otras vías abiertas por el orden normativo.
Los problemas del campo con el gobernador son de principios y fundados en hechos concretos. Si en los corrillos de su propio partido –el Partido Justicialista– se lo tilda de “el Comunista” en circunstancias en que libra un enfrentamiento con la expresidenta Cristina Kirchner, tal vez sea por los antecedentes doctrinarios con los que se sumó al movimiento fundado por Juan Perón. Allí dentro se conocerán mejor que en otros lados esos antecedentes y el espíritu que todavía rezuma de ellos. No hay razones para que se discuta aquel apelativo desde otras tribunas, más allá de la desconfianza natural que en la actividad agropecuaria se ha sentido de ordinario por este gobernador aspirante a presidir el país en 2027.
Lo cierto es que Kicillof, en violación del límite que la Legislatura bonaerense había impuesto a su política tributaria a principios de año, elevó el impuesto inmobiliario hasta el 300/400% y, en algunos casos, rozó el 700%. Vale decir que, por cuenta propia, vulneró el tope del ya por sí elevado 200% fijado por la Legislatura bonaerense y avanzó manifiestamente por encima del curso inflacionario. Si bien es cierto que de junio de 2023 a junio de 2024 el crecimiento inflacionario interanual fue del 271%, vemos también que la tendencia a la baja se expresó de noviembre a noviembre en términos incuestionablemente rotundos: 170%.
Se trata de números que reflejan uno de los resultados más positivos de la gestión presidencial de Javier Milei. Enero arrancó con el 20,6% de aumento de los precios al consumidor y los meses siguientes indicaron un descenso gradual, pero sostenido: 13,2 en febrero, ll% en marzo, 8,8 en abril, y así hasta el 2,4% de noviembre, con un índice interanual en los primeros once meses del 112%.
Lo natural hubiera sido que la impaciencia recaudatoria del gobernador bonaerense aguardara, según las mejores tradiciones, hasta comienzos de 2025 a fin de evaluar la situación fiscal de la provincia a la luz de los resultados finales del año por terminar en días más. Haber aumentado la cuarta cuota de lo que los especialistas denominan impuesto territorial, porque grava una alícuota del espacio correspondiente a cada uno de los 24 distritos políticos del país, equivale por magnitud a una quinta cuota.
Ya Buenos Aires figuraba entre los distritos donde este tributo tiene tasas más altas. Compite en ese sentido con Entre Ríos y Santa Fe.
Córdoba está ahora algo por debajo de lo que supo estar en el pasado y, bastante más aún, en cuanto a los valores que impone a los predios urbanos.
Muchos de los productores acaudillados por la señora Boubee actúan en la agrupación Soluciones de Campo, que ha sido crítica de entidades de antiguo arraigo en referencia a cómo respaldaron al sector agropecuario en la controversia con el gobernador Kicillof. Es cierto que la presión tributaria sobre el campo es absolutamente desmedida, además de discriminatoria, en relación con otros sectores por la magnitud de los derechos de exportación, vulgarmente conocidos como retenciones, que pesan sobre quienes producen materias y bienes con preponderante destino hacia el exterior. De modo que solo por una situación tan trabajada por la ansiedad en encontrar respuesta a demandas justas, y más en momentos en que la sobrevaluación del peso potencia los problemas señalados anteriormente, explica alguna agria alusión a entidades de tantas luchas encomiables por el campo como Carbap y las sociedades rurales que se han movilizado alrededor de estas cuestiones: las de Baradero, Rojas, Colón, Pergamino, Lincoln, y otras.
Otra vez nos encontramos, en el fondo, con asuntos derivados de la ausencia de una política debidamente concertada en materia de coparticipación federal, deuda que sucesivos gobiernos tienen con la reforma constitucional de 1994. Esta dispuso, por una cláusula transitoria, que debía dictarse en dos años –o sea, en 1996– una ley nueva en reemplazo de la que se había sancionado en 1988, en tiempos del presidente Alfonsín. Ha habido, como se sabe, demasiada discrecionalidad en la relación entre el poder central y las provincias a raíz de la forma antojadiza con la que el primero remite las transferencias no automáticas a las provincias y a la ciudad capital.
En Buenos Aires gravita, además, sobre los campos el impuesto a los ingresos brutos, que alcanza en casos de arrendamiento un absurdo 5% y un 1% cuando los ingresos son por resultados obtenidos en campo propio. Hablamos del más absurdo de los impuestos, como es común calificarlo entre profesionales especializados en tributos, pues se paga por añadidura a los de ganancias e IVA.
Si desde mediados de año el gobernador de Buenos Aires ha percibido los efectos de una silenciosa rebeldía fiscal no habrá tenido motivos para sorprenderse. Debe saber bien que las sociedades producen en determinadas circunstancias un efecto difícil de esquivar: cuanto mayor es una alícuota impositiva, o notoriamente grosera su demasía, eso se refleja directamente en un mayor porcentaje de contribuyentes que con razón no comparecen a pagar.
Haber aumentado la cuarta cuota de lo que los especialistas denominan impuesto territorial, porque grava una alícuota del espacio correspondiente a cada uno de los 24 distritos políticos del país, equivale por magnitud a una quinta cuota
Resulta pasmosa la discrecionalidad de la relación entre el poder central y las provincias a raíz de la forma antojadiza con la que el primero remite las transferencias automáticas
En Buenos Aires gravita, además, el impuesto a los ingresos brutos, el más absurdo de todos
Nos encontramos, una vez más, con asuntos derivados de la ausencia de una política concertada en materia de coparticipación federal, deuda que los sucesivos gobiernos mantienen desde 1996
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