Una invasión inadmisible y una matanza intolerable
Asistir a esta agresión brutal por parte de una potencia militar contra un país más débil genera una vivencia de desamparo y desprotección, así como una empatía con las víctimas
José Eduardo Abadi
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Una sorpresa trágica e impensable conmueve y enluta a gran parte del mundo. No se trata esta vez de un desastre natural o de una pandemia. No, esta vez, por decisión de ciertos hombres y principalmente de un presidente, un ejército de un país poderoso invade a uno más débil y pequeño, violando todos los acuerdos internacionales y provocando miles de muertes de ciudadanos inocentes, ante la consternación e indignación de todos.
La muerte, que los dos últimos años se había convertido en una presencia frecuente, vuelve a ser ahora, y de un modo cruel, criminal e inescrupuloso, un protagonista privilegiado.
Esta guerra forzada unilateralmente por una superpotencia militar para ocupar y someter a un país imposibilitado de defenderse de un modo simétrico genera una vivencia de desamparo y desolación. La empatía de todos frente al desasosiego de las víctimas nos atraviesa, y los reclamos de ayuda y asistencia al pueblo ucraniano se multiplican. La historia enseña, y todos lo hemos internalizado, que la agresión despiadada nunca se da por satisfecha. Entonces, la amenaza se generaliza y ya no es una geografía única y parcial la que corre peligro. El dolor, la tristeza, la indignación y la solidaridad se hacen presentes en el alma de tanta gente. La voracidad omnipotente, cualquiera sea su disfraz, no conoce límites. El sentido común parece ajeno al invasor y hace imposible la coexistencia y la convivencia.
"Sabemos que la tibia ambigüedad en momentos de urgencia se parece al abandono. Y que la indiferencia, vestida del modo que sea, se emparenta con el cinismo y la crueldad"
De ahí el desconcierto angustioso que se impone cuando fracasa el diálogo, la palabra, el cuidado de la vida; no olvidemos que cuando no hay escucha y las propuestas de negociación (reflexionar, acordar, renunciar y obtener) se estrellan con una muralla impermeable, el resultado es una total soledad del otro. La insólita crudeza de esta situación hace que el reclamo y el pedido de una ayuda concreta e inmediata se vuelvan desesperados.
La identificación con aquellos que se encuentran desprotegidos frente a la prepotencia salvaje del gigante es palpable en las intervenciones y participaciones de muchos en todas las áreas, salvo alguna excepción. Sabemos que la tibia ambigüedad en momentos de urgencia se parece al abandono. Y que la indiferencia, vestida del modo que sea, se emparenta con el cinismo y la crueldad.
Hay que subrayar la perplejidad que la invasión rusa ha suscitado. Los supuestos acerca de las fronteras entre lo posible y lo imposible han quedado disueltos. Lo que ha devenido real pulverizó la noción y la expectativa de que ciertas acciones radicalmente ajenas a los valores que compartimos nunca podrían suceder. “Lo que a nadie se le ocurriría que podía suceder, sucedió”. Lo que era inimaginable que un gobernante pudiera llegar a hacer, por más autocrático que fuera, ocurrió.
Por lo tanto, la ansiedad y el miedo se disparan. Y se fractura la estructura de contención y seguridad con que contábamos para frenar a cualquiera que pusiera en práctica conductas que, en su forma y contenido, fueran opuestas a los valores de la vida.
¿Putin lo repensará y se detendrá? Más en profundidad, los interrogantes son aún más angustiantes: ¿puede el sentimiento de culpa dejar de existir?
Si los impulsos destructivos corren descontrolados, ¿hay un último puerto? Consciente e inconscientemente, pensamos y tememos que no lo hay. La esperanza, la exigencia y la necesidad de que esto concluya es colectiva, porque también lo es el malestar y el padecer que produce.
Explícita o tácitamente, se multiplican las preguntas: ¿cómo pudo llegar a suceder esto? ¿Putin lo repensará y se detendrá? Más en profundidad, los interrogantes son aún más angustiantes: ¿puede el sentimiento de culpa dejar de existir? ¿No hay lugar para el arrepentimiento y la reparación? ¿La compasión, que nos permite estar juntos y sentirnos acompañados, está acaso totalmente ausente en este horror?
Por eso, más allá de la intención con la que se la enuncia, la evocación al nazismo se repite con asiduidad. ¿No estaba la barbarie afuera, y para siempre, del paisaje de la humanidad?
Hay otro aspecto importante a destacar entre los impactos afectivos que esta guerra ha producido. Tiene que ver con las dos figuras principales que ocupan el centro de la escena: Vladimir Putin y Volodimir Zelenski. Se trata sin duda de roles antagónicos, bien nítidos y diferenciados.
Uno, Putin, representa la ambición de conquista, el narcisismo superlativo, la ausencia de registro del semejante; no importa cómo, los objetivos son prioritarios y desconocen matices. Se lo asocia en el imaginario al poder inclemente y dictatorial, a la voluntad de dominio absoluto. Es un personaje blindado. Cuando ocupo solo yo todo mi espacio, no queda lugar para nadie más. Por lo tanto, como sucede en las euforias narcisistas, no hay capacidad de amar. Y no hay construcción ni lazos creativos sin amor.
Del otro lado, Zelenski, que en un principio proyectaba una imagen débil, se fue afirmando a diario como representante de la resistencia a perder la libertad, de la defensa de su territorio y, lo que es fundamental, del sentimiento de protección que sienten sus conciudadanos. Es capaz de imprimir una mística heroica a la decisión de no rendirse. Apela a un discurso donde los sentimientos que jerarquizan nuestra condición de personas prevalecen sobre los recursos convencionales de la política. Aparece así como símbolo de esa humanidad a la que aspiramos y que tantas veces nos resulta esquiva.
Esto despertó la admiración y el reconocimiento de tantos a lo largo del globo y desafió a la conciencia pasiva de muchos gobiernos que se decían aliados. En sus discursos, Zelenski denunciaba: “Nos dejan solos, en manos del enemigo, que nos quiere destruir por completo”. Y se preguntaba: “¿Hasta dónde llega el compromiso de nuestros supuestos aliados con lo justo, y más aún, con el derecho a la vida?”
Estas palabras conmovieron a todos, a nivel individual y grupal. Zelenski redefinió la condición de liderazgo. ¿En qué consiste? ¿Dónde radica la fuerza de un proyecto democrático? Apareció entonces la figura de un líder con coraje, pero no invulnerable. Tal vez sea esta una de las condiciones actuales de un verdadero líder. Aquel que requiere del otro para poder sentirse suficientemente consistente. Su estilo representa a los ucranianos e hizo que estos fueran registrados por el resto del mundo, no como números de una estadística, sino como padres, madres, niños, exiliados, todos expuestos y amenazados por una masacre injustificada e indecente.
La reacción contra la guerra, la muerte y la violencia, así como el heroísmo del que somos testigos a muchos kilómetros de distancia, ya es inherente a todos. Nuestro futuro va a estar afectado por lo que ocurre y ocurrirá en Ucrania. Se trata de una invasión brutal que, a diferencia de lo hasta ahora conocido, la gente presencia en su transcurrir, “minuto a minuto”. Está cerca y lejos, simultáneamente, y por lo tanto metaboliza este macrotrauma de un modo difícil de discernir.
Esta violencia a la que asistimos va mucho más allá de una contienda geopolítica, estratégica, ideológica; es en realidad un trauma mayúsculo que hiere el alma de todos, no solo de los millones de ucranianos y rusos. Se dice que viviremos un mundo distinto a partir de ahora. Es indispensable que no solamente lo habitemos y lo ocupemos, sino que seamos sus arquitectos. Y que las avenidas centrales sean la ternura y el esfuerzo, y no la violencia y el desamor.
Médico psiquiatra, ensayista, dramaturgo
Esta guerra forzada unilateralmente por una superpotencia militar para ocupar y someter a un país imposibilitado de defenderse de un modo simétrico genera una vivencia de desamparo y desolación. La empatía de todos frente al desasosiego de las víctimas nos atraviesa, y los reclamos de ayuda y asistencia al pueblo ucraniano se multiplican. La historia enseña, y todos lo hemos internalizado, que la agresión despiadada nunca se da por satisfecha. Entonces, la amenaza se generaliza y ya no es una geografía única y parcial la que corre peligro. El dolor, la tristeza, la indignación y la solidaridad se hacen presentes en el alma de tanta gente. La voracidad omnipotente, cualquiera sea su disfraz, no conoce límites. El sentido común parece ajeno al invasor y hace imposible la coexistencia y la convivencia.
"Sabemos que la tibia ambigüedad en momentos de urgencia se parece al abandono. Y que la indiferencia, vestida del modo que sea, se emparenta con el cinismo y la crueldad"
De ahí el desconcierto angustioso que se impone cuando fracasa el diálogo, la palabra, el cuidado de la vida; no olvidemos que cuando no hay escucha y las propuestas de negociación (reflexionar, acordar, renunciar y obtener) se estrellan con una muralla impermeable, el resultado es una total soledad del otro. La insólita crudeza de esta situación hace que el reclamo y el pedido de una ayuda concreta e inmediata se vuelvan desesperados.
La identificación con aquellos que se encuentran desprotegidos frente a la prepotencia salvaje del gigante es palpable en las intervenciones y participaciones de muchos en todas las áreas, salvo alguna excepción. Sabemos que la tibia ambigüedad en momentos de urgencia se parece al abandono. Y que la indiferencia, vestida del modo que sea, se emparenta con el cinismo y la crueldad.
Hay que subrayar la perplejidad que la invasión rusa ha suscitado. Los supuestos acerca de las fronteras entre lo posible y lo imposible han quedado disueltos. Lo que ha devenido real pulverizó la noción y la expectativa de que ciertas acciones radicalmente ajenas a los valores que compartimos nunca podrían suceder. “Lo que a nadie se le ocurriría que podía suceder, sucedió”. Lo que era inimaginable que un gobernante pudiera llegar a hacer, por más autocrático que fuera, ocurrió.
Por lo tanto, la ansiedad y el miedo se disparan. Y se fractura la estructura de contención y seguridad con que contábamos para frenar a cualquiera que pusiera en práctica conductas que, en su forma y contenido, fueran opuestas a los valores de la vida.
¿Putin lo repensará y se detendrá? Más en profundidad, los interrogantes son aún más angustiantes: ¿puede el sentimiento de culpa dejar de existir?
Si los impulsos destructivos corren descontrolados, ¿hay un último puerto? Consciente e inconscientemente, pensamos y tememos que no lo hay. La esperanza, la exigencia y la necesidad de que esto concluya es colectiva, porque también lo es el malestar y el padecer que produce.
Explícita o tácitamente, se multiplican las preguntas: ¿cómo pudo llegar a suceder esto? ¿Putin lo repensará y se detendrá? Más en profundidad, los interrogantes son aún más angustiantes: ¿puede el sentimiento de culpa dejar de existir? ¿No hay lugar para el arrepentimiento y la reparación? ¿La compasión, que nos permite estar juntos y sentirnos acompañados, está acaso totalmente ausente en este horror?
Por eso, más allá de la intención con la que se la enuncia, la evocación al nazismo se repite con asiduidad. ¿No estaba la barbarie afuera, y para siempre, del paisaje de la humanidad?
Hay otro aspecto importante a destacar entre los impactos afectivos que esta guerra ha producido. Tiene que ver con las dos figuras principales que ocupan el centro de la escena: Vladimir Putin y Volodimir Zelenski. Se trata sin duda de roles antagónicos, bien nítidos y diferenciados.
Uno, Putin, representa la ambición de conquista, el narcisismo superlativo, la ausencia de registro del semejante; no importa cómo, los objetivos son prioritarios y desconocen matices. Se lo asocia en el imaginario al poder inclemente y dictatorial, a la voluntad de dominio absoluto. Es un personaje blindado. Cuando ocupo solo yo todo mi espacio, no queda lugar para nadie más. Por lo tanto, como sucede en las euforias narcisistas, no hay capacidad de amar. Y no hay construcción ni lazos creativos sin amor.
Del otro lado, Zelenski, que en un principio proyectaba una imagen débil, se fue afirmando a diario como representante de la resistencia a perder la libertad, de la defensa de su territorio y, lo que es fundamental, del sentimiento de protección que sienten sus conciudadanos. Es capaz de imprimir una mística heroica a la decisión de no rendirse. Apela a un discurso donde los sentimientos que jerarquizan nuestra condición de personas prevalecen sobre los recursos convencionales de la política. Aparece así como símbolo de esa humanidad a la que aspiramos y que tantas veces nos resulta esquiva.
Esto despertó la admiración y el reconocimiento de tantos a lo largo del globo y desafió a la conciencia pasiva de muchos gobiernos que se decían aliados. En sus discursos, Zelenski denunciaba: “Nos dejan solos, en manos del enemigo, que nos quiere destruir por completo”. Y se preguntaba: “¿Hasta dónde llega el compromiso de nuestros supuestos aliados con lo justo, y más aún, con el derecho a la vida?”
Estas palabras conmovieron a todos, a nivel individual y grupal. Zelenski redefinió la condición de liderazgo. ¿En qué consiste? ¿Dónde radica la fuerza de un proyecto democrático? Apareció entonces la figura de un líder con coraje, pero no invulnerable. Tal vez sea esta una de las condiciones actuales de un verdadero líder. Aquel que requiere del otro para poder sentirse suficientemente consistente. Su estilo representa a los ucranianos e hizo que estos fueran registrados por el resto del mundo, no como números de una estadística, sino como padres, madres, niños, exiliados, todos expuestos y amenazados por una masacre injustificada e indecente.
La reacción contra la guerra, la muerte y la violencia, así como el heroísmo del que somos testigos a muchos kilómetros de distancia, ya es inherente a todos. Nuestro futuro va a estar afectado por lo que ocurre y ocurrirá en Ucrania. Se trata de una invasión brutal que, a diferencia de lo hasta ahora conocido, la gente presencia en su transcurrir, “minuto a minuto”. Está cerca y lejos, simultáneamente, y por lo tanto metaboliza este macrotrauma de un modo difícil de discernir.
Esta violencia a la que asistimos va mucho más allá de una contienda geopolítica, estratégica, ideológica; es en realidad un trauma mayúsculo que hiere el alma de todos, no solo de los millones de ucranianos y rusos. Se dice que viviremos un mundo distinto a partir de ahora. Es indispensable que no solamente lo habitemos y lo ocupemos, sino que seamos sus arquitectos. Y que las avenidas centrales sean la ternura y el esfuerzo, y no la violencia y el desamor.
Médico psiquiatra, ensayista, dramaturgo
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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