sábado, 30 de julio de 2022

INFLACIÓN Y EDITORIAL


Un país de pobres millonarios
Mario Augusto Fernández Moreno
En términos monetarios, hoy somos un país de millonarios. Cualquiera que tenga su casa y un auto puede considerarse, además de afortunado, un magnate cuyo patrimonio se valúa en millones (de pesos). El tema es que el peso no vale nada, generando la paradoja económica de encontrar “pobres ricos” y, paralelamente, “ricos pobres”, que se mezclan en nuestra sociedad y buscan “ganarle a la inflación”. Competencia perdida de antemano, porque por más entrenados que estemos, la carrera que propone nuestro “sistema” es de largo aliento, y desde hace años nos falta aire.
La inflación que nos aqueja desde hace décadas no tiene color político partidario, es responsabilidad de todos (y todas) y responde a la desconfianza que genera lo que aceptamos como parte de nuestra idiosincrasia, lo que nos caracteriza ante el mundo: la imprevisibilidad. Cuando la ley no se cumple, cada vez que aparece una norma de dudosa constitucionalidad, en cada oportunidad que un decreto pone en ciernes el ejercicio de los derechos; cuando se cuestiona la propiedad privada o la carga impositiva opera como única variable de ajuste para el desfase presupuestario; si se consagra la impunidad de algunos o se hace la vista gorda por la persecución arbitraria de otros; con los diferentes vaivenes político-partidarios, los cambios de gabinete y los giros inesperados o desesperados para conseguir consensos o boicotear acuerdos; al verificarse la ausencia de claridad en políticas económicas a (cuanto menos) mediano plazo; incluso con las chanzas, desplantes y tejemanejes políticos de cualquier espectro, aunque algunos parezcan inofensivos, se genera un combo que produce más desconfianza y, con ella, más inflación. Ni hablar cuando, en ese contexto, se ataca sistemáticamente al Poder Judicial y se critica a la Corte Suprema de Justicia de la Nación (una de cuyas funciones es, justamente, garantizar la seguridad jurídica).
Respecto de esto último, tómese nota de que las empresas importantes y los grandes inversores (generadores de trabajo genuino y capital real), antes de pisar un destino, observan, primero que nada, qué confianza les merece ese lugar y especialmente a quién van a recurrir en caso de que el gobierno –cualquiera sea– no cumpla con las pautas que ellos tuvieron en cuenta para invertir. Confianza y seguridad jurídica; si alguna de ambas no les cierra, no invierten y buscan otro destino. Así de fácil se pierde la posibilidad de que nos crean y de crecer.
La confianza que acelera los procesos económicos favorables, tal como explicó Stephen M.R. Covey en La velocidad de la confianza se desarrolla a partir de: la confianza en uno mismo, que requiere integridad, intenciones claras, capacidad y la obtención de resultados concretos y ciertos; la confianza en las relaciones, que exige coherencia, claridad, respeto, transparencia, corregir los errores, enfrentar la realidad y también rendir cuentas; la confianza organizacional (vale para todas las estructuras del Estado, incluido el Poder Judicial), que supone innovación, colaboración, ejecución fluida y reducción de la burocracia; la confianza del mercado, porque los negocios se hacen a la velocidad de la credibilidad y la seguridad, y la confianza social, que se da cuando la mayoría de los individuos de una sociedad reconoce y actúa conforme las cuatro “olas de confianza” anteriores.
Los países desarrollados y las monedas fuertes lo son, en parte, gracias a la confianza que han sabido conquistar, con tiempo, paciencia y actitud. A nosotros nos queda solo esta última para revertir la situación que nos aqueja. La inflación es como un síntoma, nos muestra que estamos mal, pero la verdadera enfermedad es la desconfianza. Hoy, como pocas veces, existe un imperativo social y moral para que, ya, cada uno en la esfera de su competencia, procure generar más confianza, no menos.

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En manos de nadie
Frente a los violentos ataques de grupos autodenominados mapuches, la población patagónica asiste atónita a la cómplice inacción del Estado
En los últimos meses, la provincia de Río Negro ha sufrido numerosos ataques relacionados con grupos seudomapuches y, más concretamente, con la llamada Resistencia Ancestral Mapuche (RAM). La semana pasada, un matrimonio resultó herido tras el ingreso de encapuchados a su cabaña, cerca de la localidad de El Bolsón, en un asalto atribuido a esta presunta organización armada, vinculada con diversos actos de violencia en los últimos años.
Río Negro no es la única provincia afectada por estos ataques violentos: el mes pasado se produjo un incendio intencional en una delegación forestal de la Secretaría de Bosques en el paraje El Pedregoso, en la localidad chubutense de El Hoyo, donde también se hallaron panfletos de la RAM. Se trata de hechos que no ocurren en lugares que han sido históricamente habitados por comunidades indígenas que se encuentran integradas a la sociedad argentina y que desarrollan su cultura armónicamente y en convivencia con los habitantes de los pueblos o ciudades donde viven.
Lamentablemente, las autoridades no solo mantienen una clara inacción frente a los hechos relatados, sino que también colaboran con ellos. Pretenden confundir el cumplimiento del mandato constitucional del artículo 75, inciso 17, que reconoce la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos, así como la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan, con el inexistente derecho a delinquir indiscriminadamente, a usurpar cualquier propiedad pública o privada, a pisotear la soberanía y a extorsionar al pueblo argentino. Nuestros gobernantes se han volcado a amparar un dudoso indigenismo cuya violencia la sociedad rechaza.
Se arrogan la propiedad de áreas en las que se podrían desarrollar inversiones medulares para la República Argentina aun cuando hasta ahora no ocupaban las tierras, como requiere nuestra Constitución, afirmando ahora que integran su “territorio ancestral”.
Estas oportunistas intervenciones respecto de lugares como la Meseta de Somuncurá, un área remota en el centro de la provincia de Río Negro, no deberían tener cabida frente al proyecto de producción de hidrógeno verde. Lo mismo ocurre en Vaca Muerta, donde comunidades mapuches sin personería jurídica solicitan un resarcimiento para que las petroleras puedan atravesar el tendido del gasoducto por las que llaman “sus tierras”. Incluso más de una vez se han pedido sumas millonarias para que las empresas puedan realizar sus actividades sin contrariar a los “dirigentes” de las comunidades.
Resulta inconcebible que sea ahora el propio gobernador de Neuquén, Omar Gutiérrez, quien proponga a los líderes de grupos autoproclamados mapuches un “Protocolo de consulta” que otorga a estas comunidades, no registradas y con tierras no reconocidas, un derecho de veto al proyecto más importante de la Argentina.
En un país quebrado, renunciar a la capacidad de administrar nuestros propios recursos, pudiendo estar en condiciones de cubrir la demanda interna de energía y al mismo tiempo exportar gas y recibir divisas sin depender de su importación y consumiendo las tan necesarias reservas ante estos inéditos procederes, revela la gravedad de la situación alcanzada. Funcionarios locales y nacionales que proclaman a voz en cuello sus adhesiones al margen de la Constitución y las instituciones que nos unen solo confirman que oscuros intereses se alzan contra nuestra irrenunciable identidad nacional.
Hace años que los vecinos de la Patagonia vienen sufriendo los desmanes de estos grupos violentos, con parques nacionales ocupados parcialmente por encapuchados y autoridades que no reaccionan ni atienden a quienes solo reclaman el respeto de sus derechos. Coronando una preocupante secuencia, se plantea ahora un nuevo absurdo: quienes no tienen un reconocimiento en nuestro país ni tierras registradas a su nombre extorsionan a una sociedad atónita con que si no hay dinero, no hay gasoducto. Sin legalidad y sin justicia, no habrá república.

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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