viernes, 28 de octubre de 2022

CRÍTICA DE CINE


Otra historia hueca sobre exorcismos
LA LUZ DEL DIABLO
Paula Vázquez PrietoPoseídas por demás que ya no asustan a nadie
(PREY FOR THE DEVIL, ESTADOS UNIDOS, 2022) / DIRECCIÓN: Daniel Stamm / GUION: Robert Zappia, Todd R. Jones, Earl Richey Jones. FOTOGRAFÍA: Denis Crossan. MONTAJE: Tom Elkins. ELENCO: Jacqueline Byers, Virginia Madsen, Colin Salmon, Nicholas Ralph, Ben Cross. DISTRIBUIDORA: BF Distribution. DURACIÓN: 94 minutos. CALIFICACIÓN: SAM 13 con reservas.
En el mes de Halloween todos los subgéneros del terror tienen su entrada para la fiesta. Pese a ese entusiasmo que define a octubre, no todos los invitados cumplen la promesa de un suculento bocado de horror. El estreno de La luz del diablo apenas recicla sin demasiada inventiva los tópicos del terror satánico que modeló William Friedkin en la seminal El exorcista (1973), y recoge algunos destellos de sus epígonos a lo largo de las décadas siguientes. Sorprende que ninguna de las películas que siguieron aquella estela resulte más terrorífica que la original, como si en esa apelación a los miedos más primitivos frente a la crisis de la razón y la reinvención de la creencia se haya alcanzado el rostro definitivo del Mal.
Con un prólogo sobre el aumento estadístico de las posesiones y la autorización del Vaticano a fundar nuevas Escuelas de Exorcismos fuera de Roma, conocemos a la hermana Ann (Jacqueline Byers), alumna aplicada de su convento y nueva incorporación de un monumental nosocomio en Boston, dedicado al rastreo de posesiones y su distinción de patologías físicas o mentales. Una enorme estatua del arcángel Miguel preside el lobby y allí Ann aspira a convertirse en la primera monja que conduzca un exorcismo, tarea reservada hasta ahora solo para los sacerdotes. Lo que distingue a Ann de sus colegas, además de su intensidad y perseverancia, es la convicción de que el demonio la persigue desde su infancia, cuando su madre mal diagnosticada de esquizofrenia luchó contra ese mal interior para salvarla.
El hilo personal que une a Ann con el pasado y con un olvidado futuro resulta una clave interesante hasta que la película se arrincona en la vocación de recoger todos los tópicos del satanismo sin hacer más que situarlos en la acción, acompañarlos con música estridente y hacer desfilar a los posesos con ojos extraviados, estigmas sangrantes, ascensos por las paredes y cabezas giratorias. El recuerdo inolvidable de Linda Blair confina a esas imágenes a una mera copia, sin la fuerza y la originalidad de aquella antecesora. Las tensiones entre ciencia y religión que parecen insinuarse en los primeros intercambios entre la Dra. Peters (un pobre regreso para Virginia Madsen) y la hermana Ann se diluyen en la decisión de escalonar sustos, despojar al conflicto de cualquier complejidad que no sea el enfrentamiento con Satán y concebir a los personajes como vehículos de un guion perezoso y efectista.
La puesta en escena de Daniel Stamm se restringe a ese escueto decálogo de lo ya visto, algo que por lo menos en su anterior película sobre clérigos y poseídos, El último exorcismo (2010), contaba con el aprovechamiento del found footage y alguna que otra humorada importada del falso documental. Aquí la solemnidad gana la partida, y tanto el cónclave de sacerdotes que dirime estadísticas y planea ganar la partida contra el ángel caído, como la beata Ann, consumida por pecados propios y heredados, parecen vestir la historia de una penumbra hueca, artificial, que se impone en calculados sobresaltos antes que en un subterráneo estado de tensión. La estatua de San Miguel todavía espera un verdadero desafío. ●

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