sábado, 31 de diciembre de 2022

DEGRADACIÓN INSTITUCIONAL


Fernández-Grabois o la Constitución
Desconocer un fallo judicial y ocupar impunemente una propiedad privada son ejemplos de la cultura de la prepotencia y el atropello a las normas en el oficialismo
Luciano Román
Hace 21 años, el poder en la Argentina quebró un principio básico de las sociedades civilizadas: el que indica que las deudas deben ser honradas. Lo hizo con una estruendosa ovación con la que festejó el default decretado por un presidente. Jóvenes que todavía no habían nacido en ese diciembre aciago de 2001 hoy siguen pagando las consecuencias de aquella irresponsabilidad.
Ahora el poder acaba de romper otra viga fundamental del sistema republicano: la que establece que las sentencias deben ser cumplidas. Lo ha hecho también con el aplauso ruidoso y obsecuente de muchos gobernadores. Tal vez cueste verlo e imaginarlo, pero es probable que jóvenes que todavía no nacieron carguen con la hipoteca de este atropello institucional. La política, una vez más, desafía las normas básicas del sistema sin medir las consecuencias de largo y mediano plazo.
Basta tomar una mínima perspectiva para advertir que lo que ocurre en estos días no es un mero tironeo por los recursos ni tampoco una simple batalla entre el oficialismo y la oposición. Se ha puesto en juego la confianza misma del país, el acuerdo básico de una sociedad en torno a la legalidad y la Justicia, y el valor que les da el poder a la institucionalidad y las normas.
Con la decisión de desobedecer un fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, aun cuando quede en un amago, el Gobierno refuerza una cultura de la prepotencia y de la ausencia de límites. Lo que dice es “yo hago lo que quiero”, “no reconozco arbitrajes ni barreras”. Consolida así un estado de incertidumbre y desapego a la ley que ya está enquistado en muchos sectores de la sociedad. Lo que hace el poder es convalidar con sus actos y sus gestos una anomia generalizada y rifar, en el camino, su propia autoridad moral. ¿Con qué legitimidad exigirá el gobierno que empresas o individuos cumplan sus resoluciones cuando él mismo no cumple las que debería?
Horas después de que el Presidente amenazara con desobedecer a la Corte, un hombre del oficialismo, Juan Grabois, ingresó por la fuerza y en forma ilegal a una estancia en la Patagonia para montar, con violencia, un campamento piquetero. Según su delirante argumentación, lo hace para “reivindicar la soberanía” en la zona de Lago Escondido. ¿Es una simple casualidad? En la cultura de la prepotencia, tanto vale desconocer un fallo como violentar la propiedad privada en una suerte de “arrebato justiciero”. La actitud del Gobierno de alguna manera avala y justifica, con sus propios actos, esos brotes de anarquía y de violencia. Se rompen así acuerdos esenciales de toda sociedad civilizada.
Los efectos más profundos suelen ser invisibles, pero un país donde el gobierno se rebela contra la Corte y donde la propiedad privada se vulnera con pasmosa impunidad es un país que dilapida los presupuestos mínimos de confianza, de seguridad y de previsibilidad que son indispensables para la convivencia y la vida en sociedad. Por este camino es imposible crecer y generar empleo. Es imposible, también, que el mundo nos mire con respeto. Es, sí, la mejor manera de espantar a potenciales inversores que se arriesguen a posar su mirada sobre el país.
Cuando se habla de seguridad jurídica no se habla de una abstracción ni de un concepto teórico. Se habla de las condiciones básicas para que los jóvenes encuentren oportunidades de progreso, para que el comercio se pueda ejercer con reglas claras, para que el ahorro tras largos años de trabajo no se evapore por un lado o por el otro. Aunque Axel Kicillof alguna vez definió a la seguridad jurídica como un concepto “horrible”, de ella dependen, en definitiva, el futuro de las nuevas generaciones, la dignidad de los jubilados, la calidad de vida en las ciudades y las posibilidades de desarrollo colectivo. Contra todo eso atenta un gobierno que un día se levanta y decide desobedecer un fallo porque no le gusta.
Hay dos conceptos elementales que el poder parece haber extraviado: el de la ejemplaridad y el de las consecuencias de sus actos. Una colección de antecedentes muestra al Presidente como un mal ejemplo y hasta una influencia nociva para la sociedad: desde el festejo en Olivos en plena cuarentena hasta el vacunatorio vip; desde el abrazo a Milagro Sala hasta los alegres feriados por decreto en un país que tuvo las escuelas cerradas por dos años. Muchas de sus decisiones han tenido un impacto difícil de dimensionar: ¿cuántas empresas decidieron irse después de asistir al intento de estatización de Vicentin? ¿Cuántas están revisando sus planes después de haber visto al Presidente utilizar contenidos del espionaje clandestino en una cadena nacional para atacar a jueces y empresarios? Son efectos difíciles de medir, pero que alimentan un proceso de deterioro económico, ético e institucional que, más tarde o más temprano, se mete en los hogares de todos los argentinos. ¿O la disparada del dólar, los precios y el riesgo país no tiene nada que ver con los desvaríos políticos? La respuesta la dio ayer Carlos Melconian en una columna publicada
“Hoy tenemos el dólar que nos merecemos: el de un país con inestabilidad macroeconómica e incertidumbre política”.
El presidente Alberto Fernández no parece consciente de que sus actos, sus palabras y sus gestos tienen un efecto simbólico en la sociedad, a pesar –incluso– de que su liderazgo ya se encuentre completamente desdibujado. Empeñado en hablarle a su jefa, parece olvidar que hay una sociedad, un mercado y un mundo que lo observan. Un país donde el poder no da el ejemplo es, en el actual concierto internacional, un país extraviado y sin destino.
Esta vez, frente al alzamiento gubernamental contra la Corte, ha habido, sin embargo, una sana reacción de la sociedad civil, como la hubo también ante la avanzada contra Vicentin. Intelectuales y académicos salieron a cuestionar con énfasis el intento de desacato del fallo contra el recorte de fondos a la ciudad de Buenos Aires. Hubo planteos en la UBA para suspender al Presidente en sus funciones docentes y hasta se elevaron voces desde el Conicet para cuestionar, con valentía, este peligroso desvío institucional. Es más que un dato auspicioso: es la confirmación de que la sociedad aún conserva, a pesar del contexto político dominante, anticuerpos de una conciencia republicana y democrática que no está dispuesta a mirar para otro lado ni a convalidar cualquier cosa.
Hay síntomas de un saludable aprendizaje social que funciona, al fin y al cabo, como una barrera de contención frente a groseros desbordes autoritarios. No es casual que el Presidente haya tenido que retroceder con Vicentin como intenta retroceder ahora con la desobediencia a la Corte. La reserva institucional que anida en la propia sociedad debe lidiar, sin embargo, con los sectores que se sienten autorizados y hasta incluso incitados desde el poder a desplegar su prepotencia. Esa tensión entre institucionalidad y anarquía tal vez defina el nudo del gran conflicto argentino.
Cuesta conectar la foto de un joven que hoy se lleva su talento y su esperanza fuera del país con la de aquella ovación de diciembre de 2001 con la que se celebró el default. Existe, sin embargo, un hilo invisible que vincula ambas imágenes. La desesperanza de hoy es hija de la irresponsabilidad de ayer. Dentro de veinte años, este diciembre será recordado –con justicia– por el rutilante triunfo de la Argentina en el Mundial de Qatar. Es probable que pocos se acuerden de que un presidente intentó desobedecer un fallo de la Corte. Pero si no cambiamos el rumbo de degradación institucional, seguiremos expulsando a nuestros hijos. La desesperanza del futuro se conectará con las irresponsabilidades del presente.
La reacción de la sociedad civil nos recuerda que todavía estamos a tiempo de cortar esos hilos invisibles que tejen la trama del fracaso argentino.
¿Seremos capaces de reconstruir los acuerdos básicos de una sociedad civilizada? Honrar las deudas, respetar la norma, cumplir los fallos judiciales. Es, ni más ni menos, lo que dice nuestra Constitución.
Por este camino es imposible crecer y generar empleo. Y que el mundo nos mire con respeto
De la seguridad jurídica depende el futuro de las nuevas generaciones

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