lunes, 28 de septiembre de 2020

MANUSCRITOS


La vida en red
Con lo que me gusta ir al kiosco. Hace unos meses vi el video de una chica que mostraba cómo había hecho ella sola y en su casa una de esas golosinas que me encantan y decidí seguirla y hacer lo mismo. Mezclé primero varios gramos de chocolate negro derretido con dos cucharadas de pasta de maní, después chocolate blanco derretido con pasta de maní, armé tres capas, negra, blanca, negra, y las llevé a la heladera. No era tan parecido como esperaba, pero lo devoré en dos tardes y dije qué rico igual porque lo decían todos en Instagram, así que los imité como una más. Pero no funcionó.
Tengo 37 años, según algunas cuentas que chequeé en Google soy parte de la generación de los millennials (aunque muy justo, medio al límite), pasé más de la mitad de mi vida con acceso a internet y sin embargo no entiendo las redes sociales. Mark Zuckerberg tiene casi mi edad y por alguna razón me dejó afuera. O yo quedé allí, en ese lugar tan conocido, donde me parezco aún más a mi padre, quien se negó por años a comprar un freezer y un microondas para la cocina de la casa en la que crecí porque los avances de la tecnología no le gustaban, quien aún hoy incluso usa su máquina de escribir para alguna que otra cosa, por caprichoso o por nostálgico.
Tengo Facebook, Twitter, Instagram, no bajé Tiktok aunque a veces me meto igual, nunca usé Snapchat y sin embargo no me adapto. Estoy convencida de que las redes son el futuro en algún punto, aunque no puedo explicarlo bien, pero no posteo nada. Sí leo, paso horas al día leyendo, pero no hablo y muy dentro sé que así me estoy quedando afuera. Como aquellos días del pasado en la primaria, por alguna razón, mis compañeras jugando en medio del patio del colegio juntas y yo en el banco de cemento amarronado, o bordó, mientras lo que pasa pasa siempre donde no estoy.
No sé qué decir o qué mostrar. Mi vida es tan ordinaria que no encuentro motivos para compartirla, entonces callo y mientras lo hago miro. A veces pienso que soy una tramposa. Me quedo un rato largo en las flores blancas que crecen en los balcones sin importar el mes, en ese plato de porcelana pintado a mano en azul y repleto de comida deliciosa, justo frente a mi cena, mi bowl con mijo y queso vegano. También veo las bibliotecas ordenadas por colores, las zapatillas nuevas, los tutoriales de maquillaje. No tengo maquillaje, pero miro todos los videos que muestran cómo tener pestañas larguísimas y la boca empastada de un rojo hermoso, como el de la sangre que sale cuando alguien se lastima la mano. En estos meses de encierro de hecho fue lo que más vi. Tutoriales. Gente que desde la casa hace de todo y muestra cómo hacerlo, como si ya no hiciera falta más.
Lo sentí como una tragedia. Esa tarde en que cociné la golosina me di cuenta de que fui una tonta porque caí en la trampa y rompí un ritual. Comer una golosina para mí no es solo comer el dulce, sino abrir el envoltorio y pensar y recordar, por ejemplo, la bicicleta rosa que me regaló mi abuela, que tenía nombre, Antonella, no puesto por mi, sino por la empresa que la fabricaba, y que montaba para ir hasta un pequeño kiosco en la esquina de su casa y comprar allí unos chupetines verdes con forma de árbol que tenían pegadas, solo en uno de sus lados, granas de colores.
No quiero parecerme tanto a mi padre y tampoco quiero tener que hacer todo. No quiero cortarme el pelo sola ni cultivar tomates en el balcón ni preparar mi exfoliante de rostro con azúcar y un poquito de limón ni tejerme el abrigo para el invierno que viene.
En mi familia es mi madre la que teje, y si bien es cierto que siempre quise aprender, también es verdad que me gusta que eso sea algo suyo, no compartido, egoísta. No voy a hacerle un altar a la independencia y me frustra que digan que hay que poder todo. También me molesta que lo hagan por lo bajo con un video en el que muestran de fondo, como si no quisieran, eso divino que no tengo. Yo disfruto de ser mala en cosas. 
Es lindo no saber hacer las cuentas sin calculadora, pedirle a mi novio que corte él el ananá o el zapallo porque si lo hago me lastimo con el cuchillo, ir de vez en cuando a un local a que pinten mis uñas y las dejen de una vez prolijas, comprar en un vivero que parece recién salido de alguna ciudad francesa una maceta repleta suculentas o llevarle a la señora de al lado de la pizzería ese pantalón de lino amarillo y lazo a la cintura para que lo corte y haga un nuevo ruedo. A mí ser inútil me sirve para sentir apenas un poco de libertad.
No tengo maquillaje, pero miro todos los videos que muestran cómo tener pestañas larguísimas

D. C.

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