viernes, 25 de septiembre de 2020

SAN FRANCISCO DE ASÍS....


San Francisco de Asís Aquella noche de octubre de 1226 que fue testigo de la historia por Chiara Mercuri
La muerte de una de las grandes figuras de la cristiandad se reconstruye en este fragmento del original retrato de un santo que animó a vivir con el valor de lo simple y la austeridad

Esa noche, mientras se esparce la noticia de que su final ya está próximo, los conciudadanos de Francisco están tranquilos por el hecho de que él estará allí, en el medio de ellos.
Esa noche, la enemiga acérrima, Perugia –que desde siempre ha mirado con superioridad a su pequeña vecina de enfrente– llora de envidia frente a la noticia, ya en boca de todos, de que a veinte kilómetros está muriendo un santo, un hombre que dará a su rival una fama y una gloria incomparable frente a la que ella podrá conquistar con el comercio y las armas.
Esa noche, cerca de la costa, un poco fuera de Asís, en el aislado convento de San Damián, Clara y las hermanas velan y rezan, buscando consuelo en la última promesa que les hizo Francisco, que lo volverán a ver una última vez:
En la semana en que el beato Francisco murió, Clara, primera plantita de las hermanas pobres de San Damián en Asís, émula de Francisco en el observar la pobreza del Hijo de Dios, temiendo morirse antes que él, ya que ambos estaban gravemente enfermos, lloraba amargamente y no se la podía consolar porque pensaba que no podría ver a Francisco antes de morirse, el único padre suyo después de Dios. Por medio de un hermano se lo hizo saber a Francisco. El beato Francisco, al oír esto, porque las amaba a ella y a las hermanas con amor paterno por la vida santa de ellas y, sobre todo, porque pocos años después de que él había comenzado a tener hermanos, por ayuda divina y siguiendo su consejo, ella se había dedicado a Dios […] Sin embargo, Francisco entendía que lo que ella deseaba (esto es, verlo) no se podía dar en ese momento porque ambos estaban gravemente enfermos. Así, para consolarla le mandó por carta su bendición y la absolvió de toda transgresión, si la hubiera, respecto de su mandato y del Hijo de Dios. Además, para hacer que depusiera su tristeza y para consolarla en Dios (no él, sino el Espíritu Santo en él), le dijo al hermano que ella le había enviado: “Ve y lleva esta carta a Clara y dile que abandone todo dolor y tristeza por no poder verme; pero que también sepa que, antes de su muerte, tanto ella como las hermanas me volverán a ver y en ello tendremos gran consuelo”.
Esa noche en el corazón de las hermanas se hizo camino la conciencia de ser –junto con sus compañeros– las únicas depositarias de su mandato, al que deberían permanecer fieles hasta la muerte.
Abajo en el valle, las mismas inquietudes dan vueltas y vueltas en el ánimo de los compañeros. Ellos, que primero han seguido a Francisco confusos y perplejos, cuando este comienza a hacer penitencia entre los senderos inaccesibles de los Apeninos, intuyen ahora que la batalla más dura todavía está por comenzar y que, de allí en breve, no será más su presencia la que iluminará el camino. Sin embargo, se sienten partícipes de un gran privilegio; ellos a quienes, en los últimos años, la dirigencia de la Orden, los hermanos doctores, los hermanos teólogos, los hermanos sacerdotes han dejado de lado; ellos a quienes han acusado de hacerle daño con el apoyo imprudente frente a sus excesos, ellos a quienes han culpado de haberlo hecho obstinado, irracional, intransigente, por seguirlo en un camino demasiado riguroso con aprobación acrítica, ellos a quienes se ha acusado de ser gente grosera, simple, sin cultura, ellos son los únicos que Francisco quiere a su lado en este último acto de su vida terrenal. Esta es, finalmente, la hora de la verdad, la hora en que todo hermano debe medir hasta el fondo de su corazón el grado real de cercanía con Francisco y esa Regla que él ha escrito para ellos. También los hermanos que lo han cuestionado duramente, que lo han combatido por esa monolítica obstinación suya sobre el camino de la pobreza absoluta, en esta noche fatal, cuando su pasaje está ya próximo, deben reconciliarse con él.
Una cosa, por último, es cierta: cada uno querría en este epílogo abrazarlo, alardear de virtudes especiales frente a él, asegurarse el alivio de su bendición fraterna, pero solo a los suyos les es concedido oír sus últimas palabras y cumplir con su última voluntad.
Esa noche, cada una de las tres mil almas que viven en la pequeña comuna de Asís está en vigilia y espera, y vuelve a pensar en esa historia. Ha llegado el momento de volver a traer a la luz los recuerdos, de hacerlos salir de las sinapsis en las que corren el riesgo de quedarse atrapados. Deben fluir, volver a emerger, ser devueltos a la vida, reconstruidos, revisados para que nada pueda eliminarse. Cada una de esas almas es consciente, en esta noche del 3 de octubre de 1226, que es testigo de la historia, esta historia que siempre se ha hecho en otra parte, en Roma, en Perugia, más allá de los Alpes, pero que después puntualmente se ha presentado en Asís a exigir sus responsabilidades, a imponer sus yugos, esa historia ahora, en cambio, se está escribiendo en Asís, y aunque no esté claro para todos cómo y por qué ese hombre la está haciendo, todos son conscientes en verdad de que son testigos.
Después de tanto hablar de qué se hizo en Asís de ese hijo de Pietro di Bernardone que le salió mal, a todos ahora les resulta claro que el hombre que está muriendo en la Porciúncula es un santo, un justo, un hombre que ha subvertido las lógicas que gobiernan el mundo, invirtiendo las estrategias. Cada uno de ellos debe haber experimentado –al menos una vez en su vida– lo que quiere decir oponerse a esas lógicas, lo que significa probar de permanecer en pie contra la corriente a pleno y luego irremediablemente estropearlo.
 ¿Y quién, después de haber probado la fuerza destructible del flujo de la corriente, tendría el coraje de volver a probarla? ¿De perseverar contra corriente? ¿Quién tendría el temple, después del primer embate, de dejarse arrollar de nuevo? ¿Quién tendría la temeridad, después de haber experimentado la fuerza del impacto del primer oleaje, de abandonar, no obstante, cada refugio y renunciar a todo respaldo? ¿Quién podría ser bendecido con un cuerpo tal como para poder permanecer expuesto sin ninguna protección?
Están frente a ese cuerpo, es el cuerpo de Francisco, un cuerpo martirizado, martirizado durante dieciocho años de prédica incesante, de cuidado testarudo por el prójimo, de atención constante del mundo, de privilegios rechazados, de bienes no disfrutados, de cuidados rechazados, de necesidades ignoradas. Ahora los compañeros salen del convento cargando ese cuerpo con sus brazos. Ha llegado la hora de dar curso a su última voluntad: Francisco quiere recostarse sobre la tierra desnuda. Y a pesar de estar acostumbrados a plegarse a sus elecciones más radicales, es desgarrador ahora consentir a este último pedido de ser depositado sobre el suelo frío y oscuro. Ahora que, minuto a minuto, sus miembros se vuelven más débiles y que, como nunca, querrían mantenerlo al calor, envolverlo en ropa suave, protegerlo del viento gélido que ya, en estos primeros días de octubre, sopla maligno desde el Subasio, ahora es duro ceder a su obstinación de volver desnudo a la tierra desnuda.

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