miércoles, 23 de septiembre de 2020

ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO....


Enrique Santos Discépolo “¡El tango es inmortal!” por Sergio Pujol

Título: Discépolo, una biografía argentina (Planeta, 2017) Autor: Sergio Pujol De los orígenes en Nápoles a una trama familiar sobre el mapa de Buenos Aires, donde el compositor de “Cambalache” nace casi con el siglo XX, su historia habla del teatro, el cine, la noche y, claro, del tango.
La aprobación popular era el mejor espejo para alguien que había soñado con la fama; de eso se trata este pasaje de la vida del artista, del nacimiento de un estilo que en los años 30 todos aplaudían y del entierro definitivo de ese mote de yeta que alguna vez le había pesado
El 9 de marzo de 1929, Caras y Caretas publicó un reportaje a Enrique Santos Discépolo firmado por Ernesto de la Fuente. “¿Es usted feliz?”, abrió fuego el periodista. “Casi estaría por creerlo”, respondió Enrique con su habitual ironía. En realidad, nunca antes se había sentido tan conforme con su vida. Unos pocos tangos de éxito inconmensurable y una vida afectiva nueva e intensa lo convertían, antes de cumplir los treinta años de edad, en un “hombre realizado”, la antítesis del personaje de El hombre solo, su obra teatral de 1921.
El mayor motivo de felicidad para Enrique, por encima de todo lo demás, era haber podido dar con el gusto del público, haber sabido sintonizar con la sensibilidad popular sin por ello claudicar en su búsqueda estética. Esta coincidencia significaba, simbólicamente, la reconciliación del fervor populista de Artistas del Pueblo con el destino tanguero, una vocación que apenas dos años antes era casi marginal en su vida. “He tenido la dicha de interpretar los gustos del público, identificándome con él… ¡Estaría por asegurar que el tango es inmortal!”.
El ritmo de producción de 1929 fue el máximo alcanzado por Enrique en toda su vida. Estaba eufórico: había logrado desplegar todas sus máscaras, hacer del tango una pieza de teatro y del teatro una oportunidad para el tango. No había tenido que sacrificar ninguna de sus actividades. 
En lugar de las opciones férreas que lo habían complicado un tiempo atrás, a partir de sus primeros tres grandes éxitos musicales podía reunir las distintas esferas de su vida. Y lo hacía con absoluta conciencia: le gustaba vivir y verse vivir en sus tangos y sus papeles teatrales. Su abundante y muchas veces penetrante reflexión sobre la escritura y la composición se produjo entre 1929 y dos o tres años más tarde. Expresiones como “el tango es un sentimiento triste que se baila” indicarían, más allá de sus eventuales aciertos, una preocupación por dar cuenta del proceso creativo de la música popular. Discépolo introdujo así una teoría del tango, iluminando mediante caracterizaciones y definiciones de corte aforístico el trasfondo de un fenómeno cultural que hasta ese momento padecía la indiferencia, cuando no la condena prejuiciosa, de los ensayistas.
La aprobación popular era el mejor espejo para alguien que había soñado con la fama. A Enrique no le bastaba el reconocimiento minoritario y abstracto con el que vivía la mayoría de los escritores y compositores: él buscaba la mirada de los otros, el aplauso próximo, la celebración constante del personaje Enrique Santos Discépolo. Demostraciones no le faltarían. Empezó a toparse con su nombre y su foto en todas partes. Obviamente, el éxito no lo mareó. Más bien lo divirtió, y algunas veces lo inhibió. Ahora tenía como escenario las calles de Buenos Aires. Ellas eran fuente de inspiración a la vez que testigo de las historias de vida narradas y puestas en escena –dos operaciones simultáneas en el arte discepoliano– con una maestría inédita. Su vida ya no estaba escindida entre el oficio teatral y las hasta no hacía mucho tímidas, casi culposas incursiones por el mundo del tango. A lo largo de ese año pudo terminar bocetos de composiciones cuyos orígenes cronológicos ni él sabía con precisión. La tensa espera había llegado a su fin. 
La fama de yeta con la que había sido bautizado alguna vez estaba definitivamente enterrada. Había nacido un estilo Discépolo que todos aplaudían. Se le adjudicaba el más preciado de los dones en la cultura de masas: la distinción del sello propio, una marca individual reconocible sobre una superficie que cambiaba a un ritmo serializado e isócrono.
Enrique comprendió las reglas del juego y presentó en sociedad sus nuevas creaciones. En el transcurso de unos pocos meses, el público porteño memorizó las líneas melódicas de cinco nuevos tangos que, en mayor o menor medida, prolongaban los temas de los anteriores, que a su vez se actualizaban en la escucha cotidiana. Tres de esos estrenos fueron producto de un trabajo de colaboración. Para “En el cepo”, Enrique acudió a los servicios musicales de Francisco Pracánico, un copioso compositor que se ganaba la vida acompañando a varios cantantes. El tango, que fue entonado por Tania el día del estreno de “Clavel del aire”, pasó sin gloria y vivió un par de resurrecciones hasta convertirse en 1937, definitivamente, en “Condena”. “Pero el día que me quieras” nació como tema instrumental. Su primer título fue “Miguelito” y fue grabado por Julio de Caro. Francisco García Jiménez le agregaría letra más tarde. Con texto del mismo colaborador se editó “Alguna vez”, que estrenó de la cancionista Pepita Cantero en la obra El muerto que yo vendí goza de buena salud.
Ya en 1929 era evidente que, no obstante carecer de una formación musical sistemática y desconocer el código del pentagrama, Discépolo era un melodista intuitivo. Con la ayuda de músicos profesionales ponía en circulación partituras propias.
(...) Sin embargo, el caso de Discépolo era diferente. Las suyas no eran meras combinaciones agradables de notas, sino verdaderos tangos, desde el primero hasta el último compás. El proceso posterior a la idea inicial era lento y engorroso. Enrique dependía de otros, pero tenía una gran memoria musical y había desarrollado métodos caseros para fijar provisoriamente la música. A veces dibujaba el diapasón de la guitarra sobre las estrofas y anotaba el número de “golpes” que le correspondían a cada verso.
Con una escritura tan primitiva y poco precisa, todo seguía dependiendo, en gran medida, de su memoria de compositor innato.
Le diría a Octavio Ramírez en 1931: “No creerán los que oyen mis tangos lo poco que sé de música. Al piano apenas le saco cuatro notas. Aprendí violín un año y medio y nunca pude tocar ni medianamente bien. 
Y, desde luego, no sé escribir música. Entonces, cuando el tango me empieza a silbar en el oído, salgo corriendo a buscar un amigo que lo escriba. Muchas veces no lo encuentro enseguida. Y aquí empieza la desesperación para que esas notas que de repente se me han presentado –porque es así, se me han presentado– no se me vayan, y empiezo a cantarlas y sigo cantándolas en voz alta, aunque vaya por la calle y todos se paren a mirarme como a un loco, aunque esté en un café y de todas las mesas se vuelvan hacia mí. En ese momento nada me importa. Lo único que me preocupa es que no se me escape mi tango, retenerlo con el canto hasta que me lo vengan a atar a la escritura”.

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