sábado, 24 de octubre de 2020

GRANDES ESCRITORES....JOSÉ BIANCO


¿
Por qué lo elegimos?

José Bianco, además de narrador refinadísimo y pudoroso (basta leer Sombras suele vestir o La pérdida del reino), fue un gran ensayista. “El ángel de las tinieblas”, el texto con el que ganó (compartido con Edgardo Cozarinsky) el premio dedicado al ensayo es una prueba. Lo incluyó después en su libro Ficción y realidad
.
El ángel de las tinieblas
No siempre son amigos –y es lástima– nuestros amigos literarios. Por eso, quizás, nos complace saber que se admiraban o estimaban dos escritores que en alguna medida, cualquiera sea la deuda que tenemos con ellos, han merecido nuestra gratitud. No hace mucho tiempos miré con simpatía una foto de Léautaud: estaba del brazo del abbé Mugnier, al lado de Julien Benda. El abbé Mugnier, que concedía nada ortodoxamente una suerte de alma a los animales, tenía que ser amigo de Léautaud. “Se salvará –afirmaba–. Puede escribir y decir todo lo que quiera. El día del juicio, tantos gatos y perros saldrán en su defensa que le abrirán las puertas del Paraíso.” Léautaud reunía en libros sus epigramas: también tenía que ser amigo de Benda, festejar sus hallazgos verbales con esos estallidos de risa que celebraban los oyentes de la Radiodifusión Francesa, durante las entrevistas que le concedió a Robert Mallet. Según cuenta Léautaud, en su Diario,
Benda es una de las tres personas que le gusta ver. [...] En suma, Léautaud y Benda son amigos, aunque en los últimos tiempos Léautaud compruebe con tristeza que Benda se ha convertido en un escritor faccioso, en algo así como un energúmeno político. También Léautaud y Gide son amigos. Gide confiesa que no está seguro de que “hubiera deseado a Léautaud en su menú cotidiano”, pero que de tiempo en tiempo su conversación y sus escritos lo deslumbran. Léautaud habla mal de Gide (como de todo el mundo), pero admira su talento de escritor, su generosidad, su valentía “para combatir y terminar con la suerte de vergüenza que va unida a determinadas costumbres que no perjudican a nadie”, y cuando muere Gide le reconoce “une certaine grandeur”.
Con qué exactitud el epíteto, en vez de disminuir, realza el elogio. Se diría que cierta grandeza es más que grandeza. Es, en todo caso, la mayor grandeza a que puede aspirar un hombre.
He citado al pasar a dos escritores que aparecen en el Diario de Léautaud. Podría referirme a muchos otros. Pero quiero detenerme en uno de ellos, en un gran amigo literario, Marcel Proust, para entrar de una vez por todas en el tema de este trabajo.
Léautaud y Proust no se conocieron. Un año antes de morir Proust, aparece por primera vez su nombre en el Diario
de Léautaud. Jean Cassou le ha contado que Proust tiene un taxi a su disposición. A veces, por la noche, se hace llevar a un burdel y le ruega al chofer que busque a la patrona. Cuando ésta llega, le pide que le mande dos o tres mujeres. Las hace subir al taxi, y mientras toma un vaso de leche, pasa con ellas varias horas conversando. Léautaud no hace ningún comentario.
Muere Proust. Léautaud ha pasado el domingo hasta mediodía escribiendo su crónica teatral para la N.R.F. A la mañana siguiente, recibe una carta de Jacques Rivière informándole que esa crónica no aparecerá porque todo el número entrante estará consagrado a Proust. “La muerte de Marcel Proust me cuesta 250 francos. Es una bonita corona.”
Aparece el número, y Léautaud lo lee con un interés que no suelen inspirarle sus contemporáneos, sobre todo sus contemporáneos cuyos libros ignora. Una frase contenida en el Homenaje le parece sorprendente de verdad: “Escribe uno con su carácter tanto como con su espíritu.” Mira la reproducción de los originales de Proust, las múltiples correcciones, los larguísimos agregados. Lee dos fragmentos incluidos en el número: “Por cierto, no es lo que uno lee todos los días…”. De pronto desliza una frase reveladora: “Siento también, por instantes, cuántas cosas deben disminuir de interés al lado de la obra de Proust…”. Entonces trata de darse ánimo: “El espíritu ocupado, excitado durante todo el día por la lectura del Homenaje y concentrado en ella –y escribiendo después con placer estas notas sobre mi lectura–, me digo hacia las doce de la noche, a medias con ligereza, con escepticismo, a medias como un consuelo, que más vale no leer para evitar las comparaciones. Debe uno hacer lo que hace, y no hundirse o sumergirse para reflexionar y calcular las diferencias”. [...] Agrega: “Lo he pensado a menudo: un escritor, sobre todo si es de espíritu muy sensible, no debería tener libros, o debería cuidarse de abrirlos. Hace uno lo que hace. El azar, para servirme de una palabra cómoda, decide lo demás”. También, a propósito de Proust, señala que una obra original proviene siempre de un individuo original: “Nada del hombre cualquiera que hace una literatura exterior a sí mismo… Es ésta una coincidencia que no me canso de declarar infrecuente y que siempre celebro”. [...]
Abundan en el tomo IV del Diario las reflexiones acerca de Proust. “Aunque enfermo y conocido tardíamente, en el fondo ha sido un hombre feliz. No le envidio precisamente su fortuna, pero sí su ocio, la libertad de vivir a su antojo, la posibilidad que tuvo de aislarse y gozar del silencio… También le envidio sus relaciones femeninas, no por el amor, no por los sentidos, sino por lo que llamaría la feminidad. Porque tener una querida y gozar de la feminidad son dos cosas que pueden muy bien no darse juntas… Madame Cayssac… no tiene ninguna feminidad”.
Termina diciendo que es absolutamente ridículo escribir tanto acerca de un autor de quien no ha leído nada, salvos los dos o tres fragmentos incluidos en el número de la N.R.F., y de quien, por cierto, no leerá nunca nada más.
Esto escribe en la noche del 10 de enero de 1922. Al día siguiente, en el Mercure, mientras conversa con un amigo sobre Proust, otro amigo, sentado frente a ellos, exclama: “Estoy leyendo justamente un artículo acerca de Proust en que se refieren a Paul Léautaud”. Y comienza a leer en voz alta un ensayo donde a propósito de la muerte de la abuela, en Le Coté de Guermantes, el autor recuerda, en In Memoriam, el relato de la muerte del padre. A Léautaud lo disputan el placer y la vergüenza. ¡Esa lectura delante de un tercero! No sabe dónde meterse. El autor del ensayo engloba a Léautaud en la misma especie de inmoralismo que Proust.
En el tomo XI de su Diario, Léautaud se pregunta: “¿Qué habrá de quedar de todo lo que hoy se escribe? Quedará Proust, de quien he leído por casualidad una página, en casa de Marie Dormoy, pero de cuya obra tengo una percepción muy exacta, muy segura de lo que realmente es, y que me parece de un interés muy grande; quedará Gide, Valéry… Apollinaire, como poeta. Lo demás, fárrago”. Y en el tomo XVI, como André Rouveyre está escribiendo sobre Léautaud, éste se indigna ante la posibilidad de que termine su ensayo con un ditirambo. Rouveyre ha dicho: “¿Qué habrá de pesar un día la obra de Valéry, de Proust, al lado de la obra de Léautaud?”. Léautaud exclama: “¿Cómo es posible escribir semejante tontería, semejante imbecilidad, entregarse a semejante exageración, a semejante invención, a riesgo de cubrirme y cubrirse también él de ridículo?”. El ensayo completo, del que se reproducen aquí algunos pasajes, se publicó en dos entregas a partir del 27 de enero de 1974

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