miércoles, 23 de diciembre de 2020

HISTORIAS DE NAVIDAD


Navidad. Secretos del pan dulce de la panadería más antigua de la ciudad
Flores Porteñas funciona en Rivadavia al 3100 desde 1885; mucho tiempo de elaboración, dedicación, frutas extras y un misterioso elixir se entremezclan en una fórmula única
El propietario, Messina, junto al pastelero Castillo y su producto estrella
“El verdadero pan dulce lleva por kilo de harina un kilo de frutas secas y abrillantadas. Nosotros le ponemos un kilo y doscientos gramos”, afirma, categórico, Leonardo Messina, de 56 años, propietario de Flores Porteñas, la panadería más antigua de la ciudad de Buenos Aires, que funciona en el barrio de Balvanera. Fundada en 1885, su primera dueña fue Josefina Sarmiento, hermana del expresidente. El lugar era frecuentado por Julio Cortázar, y Juan Domingo Perón no comenzaba su día sin media docena de medialunas de manteca que debían ser de este local y no de otro.
“El pan dulce para nosotros es una ceremonia”, continúa Messina. Empiezan a elaborarlo a las 4 de la madrugada y hacen hasta 200 por día. “No me importa quedarme toda la noche haciéndolos”, confirma Manuel Castillo, de 53 años, el pastelero, que aprendió el oficio “en la cuadra, trabajando, como se debe”.
Tiene mañas y secretos; la harina y el horno le dan señales que respeta. “Por supuesto que tiene muchos secretos el pan dulce, el primero: dedicarle tiempo”, confía. “Para mí es mejor que el de Plaza Mayor”, sentencia Eduardo Lurie, un vecino de 64 años que hace 50 años que lo compra, con marcial tradición todos los diciembres, aunque en Flores Porteñas lo hagan durante todo el año.
El histórico local, situado en avenida Rivadavia al 3100, es un monumento vivo de la ciudad de Buenos Aires. Cuando abrió las puertas, en el lejano 1885, la estación de Once, a dos cuadras, había sido inaugurada apenas dos años antes. Un tren, pionero en el país, recorría desde Estación del Parque (Plaza Lavalle), pasaba por Once y llegaba a un “pueblo” conocido como Flores, hoy el barrio homónimo. Era una traza ferroviaria de diez kilómetros que cruzaba caseríos y una ciudad que germinaba, y que soñaba con ser la que hoy es, inmensa y atrapante.
Los carruajes pasaban por las puertas de la panadería. Todavía conserva gran parte del mobiliario original. Un antiguo cartel circular presenta su nombre, en el centro se ven tres damas risueñas y bellas, de aquella época: las flores porteñas.
Cada panadería tiene su receta. Para Messina, la cuestión es concreta. “El pan dulce que hacemos es diferente”, sostiene. Confesará los arcanos procesos que lo vuelven un objeto de culto que durante casi un siglo y medio ha logrado hechizar a su clientela. “Durante tres días maceramos las frutas abrillantadas en licor”, detalla. No dirá el sabor ni la característica de ese elixir. Una vez que han embebido el perfume y el alma de la bebida, la emulsionan con las frutas secas y las suman al “amasijo”, es decir, la masa. “No tenés que amasar mucho, porque si no la masa queda oscura”, revela.
“Nos lleva mucho tiempo, solo usamos productos de calidad y no somos mezquinos. El pan dulce es algo muy importante para los argentinos, ¿cómo vas a hacerlo mal?”, reflexiona Messina. El proceso comienza con la cascada de huevos. Cada kilo de pan dulce lleva hasta nueve huevos. “Es más fácil si le agregás agua, pero entonces modificás el sabor, y eso no queremos”, explica. En días previos a las Fiestas por cada bolsa de 50 kilos de harina usan 360 huevos. “¿Sabes el tiempo que te lleva cascarlos uno por uno?”, reflexiona.
El mayor misterio se resuelve con la dedicación, y en horas aún nocturnas. Una vez que los huevos están listos, a las 6 se comienza el bollado. Durante todo el día se trabajará esta masa, con paciencia; se le añaden azúcar, manteca, “la vas observando y eso te va indicando los pasos por seguir”, afirma Castillo. Antes de hornear, separan masa para el pan dulce tradicional, para el madrileño (que no lleva fruta abrillantada) y para el genovés, una versión “achatada” del tradicional. El horno, para esta icónica preparación, “debe estar frío”, es decir, se trabaja con el calor que quedó de la producción del pan y las facturas que se hacen a primera hora del día.
“Una hora, no más” y lo sacan. “Mi tío me enseñó a probar todo lo
Leonardo Messina
propietario flores porteñas “nos lleva mucho tiempo, solo usamos productos de calidad y no somos mezquinos. el pan dulce es algo muy importante para los argentinos, ¿cómo vas a hacerlo mal?”
que hacés, si no es imposible vender”, recuerda. Ningún pan dulce sale a vidriera sin pasar el estricto control de Messina y su pastelero: “Al otro día lo abrimos y lo probamos. Solo así lo ponemos a la venta”, sentencia. Esta es una de las diferencias que marca con respecto a otras panaderías. “¿Cómo podes vender algo sin probarlo?”, apunta.
“Nuestro pan dulce dura un mes”, confirma. La receta, los productos y los pasos de elaboración lo prueban. Los primeros días de diciembre, los clientes lo llevan para Navidad y Año Nuevo. “El secreto está en envolverlo en papel aluminio. Esta clase de pan dulce se hace más rico con el paso del tiempo”, agrega. Algunos puristas lo prefieren recién salidos del horno, “pero es mejor que pasen varios días hasta comerlo, así la fruta y la masa comparten aromas”, completa Messina. Están aquellos que lo “freezan”. Hasta seis meses conserva sus cualidades.
La familia de Messina tuvo panadería siempre. El oficio, con sus avatares, lo acompañó desde sus primeros días. “Yo nací en una panadería, mi madre me acunaba en una canasta de pan”, confiesa. Cuando cumplió 17 años, su padre, italiano, cumplió un sueño: vivir en Nueva York. Llevó a toda la familia, compraron una casa y abrió una panadería en la ciudad más cosmopolita del mundo. “Pasamos de hacer pan en La Tablada a hacerlo en Nueva York”, recuerda.
Un maestro panadero napolitano le enseñó más secretos. La experiencia lo ayudó para completar saberes. Regresaron a Buenos Aires luego de pasar dos años en Estados Unidos. “Mi madre extrañaba el contacto con la gente, yo aprendí mucho”, dice Messina. Nuevamente en el país y en la ciudad capital, compraron panadería y continuaron trabajando. “Mi padre perdió un poco las ganas, así que tomé la posta”, explica Messina.
Flores Porteñas era el destino de este panadero. En 2003 estaba por comprar una panadería en el barrio de Villa Urquiza, pero cuando estaban por firmar la dueña se arrepintió y la operación se cayó. La otra opción lo enamoró. “No bien entré, supe que de acá no me iba a ir más”, recuerda sobre el momento en el que conoció esta panadería. No estaba en su mejor momento. “Era un desafío volver a ponerle brillo a la panadería más antigua de la ciudad”, confirma. Trajo dos escuderos, camaradas de la cuadra: su pastelero y su panadero.
La vieja escuela y la nueva, dos épocas se enfrentan cuando se cruza el umbral de la puerta. “Lo mejor que le puede pasar a un muchacho es que un viejo maestro le enseñe”, sostiene Messina. “Aunque quedan pocos. En las escuelas podés aprender mucha teoría, pero después frente al horno, la teoría se cae”, agrega. “Acá todavía hacemos pan a la antigua: en horno de ladrillo y con palas. Cuando pusimos horno rotativo, tuvimos que regalar el pan, nadie lo quería”, asegura.
La vieja cuadra, en cuyo horno no ha dejado de cocinarse pan en tres siglos diferentes, es el punto de aprendizaje. “Dependemos de la temperatura del día y de la observación, la harina no es la misma todos los días a pesar de que sea de la misma marca”, explica Castillo.
La actividad comienza a las 4.30, el pan se amasa a la tarde del día anterior. Primero salen las facturas, perfumando de esencia la zona de Once. Luego el pan y los demás productos. En la panadería no alcanzan los ojos para abarcar tanta variedad.
¿Especialidades? La medialuna de manteca. Perón fue su devoto. Todos los días muy temprano llegaba Mateo Matamalas, un joven asistente, para llevar media docena para la Casa Rosada. Una vez llegó tarde y el líder no comenzó sus actividades. “Me has amargado el día”, le dijo. A los 85 años, hoy continúa comprando esas medialunas. Hasta marzo, hacían 7200 por día. Durante los meses de pandemia, la mitad.
La ensaimada y la sfogliatella son otras dos especialidades. La segunda, venerada por los italianos. “Me enseñó a hacerla el panadero napolitano en Nueva York”, recuerda. “Allá la hacíamos con grasa de algodón y rellena de ricota, huevo y melón. Acá va con crema pastelera”, explica.
“Es una vida sacrificada la del panadero”, afirma Messina, quien arranca sus días a las 4.30 para llegar a las 5.15 y ponerse al frente del mostrador, además de controlar la producción. “A las 6 abrimos, llueva o truene”, afirma. Las razones definen un oficio que se pierde en la vorágine de los días actuales. “Tengo un cliente que todos los días viene a esa hora a buscar pan caliente, no le puedo fallar”, resume el panadero. “El pan es importante”, concluye, sin dudar.

L. V. 
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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