jueves, 9 de marzo de 2023

EDITORIAL


Las empresas nacionales, un milagro argentino
Sin capitales privados que apuesten al desarrollo del talento, la creatividad y la innovación, el país se estancará e involucionará cada vez más
Si no se respeta la Constitución ni la Corte Suprema, como ocurrió ante el desvergonzado comportamiento presidencial en la Asamblea Legislativa Nacional, no es de extrañar que se socaven a diario los principios sin los cuales se quebrantan otros contratos esenciales para el desarrollo y la convivencia civilizada entre argentinos.
En el lenguaje vacío del oficialismo se habla con intención insultante de los “poderes concentrados”. Sabemos de qué hablan: de las empresas y, sobre todo, de los núcleos de capital y trabajo que han logrado persistir en nuestro medio frente a las enormes trabas interpuestas por las sucesivas gestiones kirchneristas.
Que el actual gobierno pueda ser desplazado por la ciudadanía en las urnas en modo alguno garantiza la recuperación inmediata de la república. El mayor lastre concierne a una cultura equívoca. Está debidamente documentado que el pavoroso estado del país se manifiesta, entre otros síntomas, en la pobreza e indigencia de más del 40% de la población. Menos se debate, en cambio, sobre la pobreza que las políticas populistas e imprevisibles del kirchnerismo han inferido a las empresas.
Entre 2018, cuando comenzó a evidenciarse la posibilidad de que los hunos de la política retornaran al poder, y 2022, el valor total de las 77 empresas que cotizan en el mercado bursátil de Buenos Aires ha caído en dólares constantes de 119.210 millones a 24.458 millones. Han perdido alrededor del 75% de su valor.
Veamos otras conclusiones que surgen de datos del Instituto Argentino de Mercados de Capitales y de las bolsas de San Pablo y de Santiago de Chile. La región ha estado lejos, entre 2018 y 2022, de desenvolverse en las mejores condiciones para su evolución. Tampoco lo ha estado el mundo, pero la capitalización de las empresas brasileñas se ha reducido en esos años el 26%; la de Chile, el 45%, y la de la Argentina, tres veces más que las de Brasil.
La situación de desastre empresario, la peor hoy en el interminable legado negativo del populismo que irrumpió con la revolución de 1943, ha sido pergeñada por una concurrencia de motivos. Primero, por el contubernio del Estado con capitales protegidos de cualquier factor de riesgo, fueran de la industria, el comercio o los servicios, como lo prueban ahora las tan inadmisibles como millonarias condonaciones de deuda sal fisco dep se u do capitalista s amigos, especialmente en el ámbito energético, como bien lo sabe el ministro Massa. Segundo, por el aprovechamiento abusivo de los recursos generados por el campo, que ha conseguido sobreponerse a las políticas que lo expolian hasta constituirse en el sector de mayor productividad de la economía nacional. Tercero, por una política gremial con sindicatos y sindicalistas espuriamente enriquecidos, y costos laborales insostenibles para las empresas.
Por si esto fuera poco, el empresariado argentino debe lidiar desde hace años con una percepción negativa, cargada de prejuicios, que abarca a vastos sectores de la sociedad, y que asocia su noble tarea con los negocios turbios. Algo de lo que debe responsabilizarse a no pocos hombres de negocios que han reemplazado el sano riesgo inversor por los negociados con el Estado y los regímenes de protección, y han dejado de lado el espíritu emprendedor por la funesta tarea de los cortesanos del poder político. ¿Cuánto habrán influido en esa percepción negativa personajes como Lázaro Báez, Cristóbal López, Fabián De Sousa, Carlos Wagner o José Luis Manzano, entre tantos otros, y cuánto los numerosos empresarios procesados en la causa de los cuadernos de las coimas?
Sin empresas privadas fuertes, capaces de desarrollar talentos con habilidades para la creatividad y la innovación, y de retenerlos frente a la afanosa búsqueda de los países centrales por incorporar los mejores recursos humanos disponibles, el país se estancará e involucionará aún más. La Argentina ha involucionado desde hace décadas, pero nunca con ese frenesí por precipitarse hacia los más siniestros horizontes como lo ha hecho con los “cuadros” del kirchnerismo.
No son ajenos a la crisis de nuestras empresas sus propios dirigentes. Salvo excepciones, abundan aquellos para quienes emitir una mera advertencia enérgica al poder político o criticar políticas en curso nefastas para el país provoca una crisis psicológica difícil de sobrellevar.
Hay una concepción antiempresaria que dista de la racionalidad humana y se aproxima, extrañamente, al animal spirits descripto por John Maynard Keynes y mentado por alguno de sus cultores. El animal spirits sería una curiosa composición de creencias, impulsos y emociones espontáneas que gravitan más sobre las decisiones que las expectativas fundadas en un realismo riguroso o en probabilidades matemáticas. Espíritus de esa índole han sido trabajados en sociedades como la nuestra por la prédica ideológica adversa a la libertad productiva y por el facilismo populista, desentendido de políticas de mediano y largo plazo.
Esto ha derivado en medidas como los controles de precios, que aumentan por efecto de causas indudables, como gastar más de lo que se tiene o produce, y que los gobiernos siguen aplicando aun a sabiendas de nuevos fracasos. Insistir en el fracaso sirve para cargar las responsabilidades por la inflación sobre las empresas.
Solo el 0,6% de las cerca de 600.000 empresas argentinas corresponde al segmento de las que se denominan grandes empresas. Atacarlas, como suele hacerse en la Argentina, es atacar a quienes hacen posible el 36% de los empleos y dotan a la economía de un empuje esencial. Esas empresas de destacado desempeño suelen ser eficientes embajadas en el exterior, sin costo para el Estado. Hubo momentos en que las empresas nacionales más importantes han dado trabajo a 42.000 personas en el exterior, con ventas por 21.000 millones de dólares al año en sus más de 300 filiales.
La reconocida organización Edelman Trust Barometer, en su informe de enero de 2023, ha registrado, sobre 32.000 personas encuestadas en 28 países, incluida la Argentina, que las empresas son las instituciones más confiables en la sociedad contemporánea. No es así aquí, donde, por añadidura, las empresas deben soportar, como informó la Unión Industrial Argentina días atrás, el 29,4% de presión tributaria, exceso absurdo en relación con prestaciones tan magras del Estado en infraestructura, costos, seguridad jurídica, salud y amparo físico a los habitantes. Si solo se tuviera en cuenta la economía formal, con prescindencia del casi 40% de economía informal, los tributos de las empresas en rigurosa legalidad alcanzan el asombroso 50,7% en relación con el PBI.
No debe llamar la atención, entonces, que en comparación con 30 países que representan el 86% del PBI mundial, la carga impositiva sobre las ganancias de las empresas argentinas ocupe otra vez un desdichado primer lugar. Pagan en seis sobre siete impuestos analizados más que las empresas de otros países.
Pueden tomarse otros puntos de referencia, como el costo de exportar, por ejemplo. Sacar un contenedor de la Argentina cuesta 2900 dólares: 54% es por el transporte, 15% por la documentación burocrática de rutina y 31% por participación de la terminal portuaria. Hacer igual tarea cuesta en Brasil no 2900 dólares, sino 1900; en México, 1700; en Chile, 900. Indica esto que la compleja e insostenible estructura impositiva de nuestro país, con sus 160 gravámenes distintos, lleva a que la economía informal termine cargando sus costos sobre la economía formal, y a que los tortuosos mecanismos de impedir del Estado frenen el desarrollo de nuestras industrias y aborten el nacimiento de otras nuevas.
¿No es, acaso, en este estado del país un milagro que todavía haya empresas y empresarios dispuestos a arriesgar y a soñar con que otra clase de futuro sea posible?
Entre 2018 y 2022, el valor total de 77 empresas que cotizan en el mercado bursátil de Buenos Aires ha caído en dólares constantes de 119.000 millones a 24.000 millones

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