viernes, 10 de marzo de 2023

EL RELOJ DEL JUICIO FINAL


Negra espalda del tiempo
Jaime González Castaño
El movimiento del Reloj del Juicio Final lo determinan varios científicos, incluidos 13 premios Nobel
Robert Oppenheimer, el padre de la bomba atómica, ha ganado súbita notoriedad debido a la esperada película homónima que, dirigida por Christopher Nolan, se estrenará en julio. El film está basado en Prometeo americano: el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, que les valió el Pulitzer de biografía a Kai Bird y Martin Sherwin en 2006.
El motivo por el que este científico ingresó en la historia es bien conocido, si bien supo hacer buenas las palabras de San Martín cuando al hablar de la conciencia dijo: “Es el mejor juez que tiene un hombre de bien”. De manera que a la vista de la atrocidad que su invento había producido, ideó en 1947 junto con varios de sus compañeros del proyecto Manhattan el denominado “reloj del juicio final”. Se trata de un mecanismo que sirve para medir cuán lejos se encuentra la humanidad de su propia destrucción, total y catastrófica. Ese momento llegaría al marcar las agujas la medianoche.
Según hemos sabido recientemente, la invasión rusa de Ucrania y el consiguiente riesgo de escalada nuclear nos han situado a solo 90 segundos del apocalipsis. En esta ecuación también se incluye a China. El Departamento de Defensa de Estados Unidos estima que Pekín pretende multiplicar por 5 su arsenal y pronto podría rivalizar en capacidad atómica con los propios norteamericanos y Rusia.
Octubre de 1962: crisis de los misiles. Siete confortables minutos nos separan de la medianoche en nuestro particular reloj. Es sin embargo, y hasta la fecha, cuando más cerca hemos estado del estallido de un conflicto nuclear a gran escala. Los generales Thomas Power y Curtis LeMay, tristemente célebre por su posterior desempeño en Vietnam, decretan Defcon2 por primera y única vez que se tenga noticia, a espaldas además del presidente Kennedy.
Tras el fracaso del desembarco en la Bahía de Cochinos y la malograda operación Mangosta, los soviéticos colocaron en Cuba misiles balísticos de largo alcance provistos de ojivas nucleares, capaces de hacer blanco en territorio continental norteamericano. A la vez, acantonaron 47.000 soldados y 42 aeronaves MIG-25 en la que se bautizó operación Anádir. Un avión espía U-2 descubrió el despliegue casi por casualidad, e inmediatamente se activó un bloqueo de la isla.
Tras una sucesión de tiras y aflojas con el mundo entero en vilo, la crisis terminó sin que ningún bando saliera propiamente derrotado. Ni Kennedy ni Krushev se podían permitir, ni seguramente concebir, un enfrentamiento directo. Cuba no era Corea ni Vietnam. Entre otras medidas, y con objeto de evitar malentendidos, se creó el “teléfono rojo”, una línea de comunicación directa entre la Casa Blanca y el Kremlin.
Robert McNamara, entonces secretario de Defensa, arroja un testimonio de máximo interés en el documental The fog of war (2003), disponible en YouTube. Cuenta que el 27 de octubre, sábado negro, reciben dos telegramas de Krushev: uno inicial, considerado blando, y otro posterior, en un tono mucho más duro. Ambos con requerimientos y condiciones para el cese de las hostilidades. Kennedy estaba rodeado de halcones que le urgían a volar Cuba en mil pedazos (LeMay, fundamentalmente), y al premier ruso era evidente que le ocurría algo muy similar.
“Usted y yo estamos tirando de la misma cuerda y cuanto más fuerte lo hagamos, más tenso quedará el nudo que nos separa, hasta llegar al punto en que no se podrá deshacer sin cortarlo. Ni usted ni yo queremos llegar a eso”. McNamara es claro: “Al final fue la suerte lo que nos salvó. Pura suerte. Uno piensa que las personas razonables (Kennedy, Krushev y Castro lo eran) no pueden actuar de modo irracional. La experiencia atestigua que, sin embargo, sí pueden”. Más: la realidad demuestra que la mayor parte de los desastres que causa el ser humano no provienen de una mente superdotada para el mal, no abundan los villanos de película; lo que prolifera es la torpeza. La voz de McNamara sigue resonando hoy con fuerza en todo el curso del Dniéper.
En 1964, el humo de la crisis de los misiles no se ha disipado aún. Stanley Kubrick rueda una de las más memorables y eficaces sátiras militares de la historia: Dr. Strangelove. El film tiene, entre innumerables escenas icónicas, dos que lo son particularmente: una es la del tripulante del bombardero B-52 que cae al vacío subido a horcajadas del proyectil mientras agita febrilmente su sombrero de cowboy; la otra es la de los soldados que, en la base militar norteamericana, disparan con un enorme cartel a su espalda en el que irónicamente puede leerse “la paz es nuestra profesión”.
He visto esa película hasta la saciedad. La primera escena siempre me aterrorizaba, mientras que la segunda me hacía una gracia tremenda. Recientemente la pusieron en TV y decidí no cambiar el canal, y por primera vez ocurrió exactamente lo opuesto. Noventa segundos, un minuto y medio.

Diplomático

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