jueves, 26 de abril de 2018

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ


Un artículo de Rodolfo Terragno que analiza la importancia y vigencia del decreto educativo firmado en 1810 por los grandes personajes de la Revolución de Mayo.
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El decreto fue firmado en Buenos-Ayres (como se escribía entonces) el 2 de noviembre de 1810. Habían pasado (¡nada!) sólo 161 días desde de la Revolución de Mayo. Lo firmaron Saavedra, Azcuénaga, Alberti, Mateu, Larrea, Passo y Moreno. Con sus rúbricas aprobaron el primer instrumento de política educacional de un país embrionario que aún no se llamaba Argentina.
Veinticuatro horas después el Ejército del Norte, enviado por la propia Primera Junta, ganaría en Suipacha (Alto Perú) la primera batalla de la Guerra de la Independencia. Las autoridades provisionales hacían la guerra y abonaban la paz. No sabían si finalmente se conquistaría o no la independencia; pero sin espera se dedicaban a promover la educación pública.
Vale la pena analizar el decreto y sus antecedentes. El Cabildo había solicitado -además de subsidios para aumentar el número de escuelas en la ciudad- la impresión de un libro en el cual se exponían los contenidos que debía tener la educación pública.
La Junta aprueba tanto los subsidios como la publicación del libro y, en el mismo decreto felicita al Cabildo por “el celo que manifiesta sobre la educación pública”.
El libro será impreso, bajo el título “Tratado de las Obligaciones del Hombre, adoptado por el Exmo. Cabildo para el uso de las escuelas de esta capital”, en la Imprenta de M.J.Gandarillas y Socios, taller patriótico del cual saldrán obras relevantes como el “Acta de la independencia” y otros documentos, todos en quechua.
El requerimiento del Cabildo comienza así: “Nada hay más digno de la atención de los magistrados que promover por todos los medios que dependen de su arbitrio la mejora de la educación pública”. Los firmantes de ese requerimiento (Domingo Igarzabal y otros) creen que el Cabildo “no cumpliría con su deber” si se desentendiera del “progreso en la enseñanza de la juventud”.
El texto es el resultado de un extenso trabajo: el ayuntamiento nombró meses antes a dos de sus miembros para que recorrieran las escuelas de la ciudad a fin de “observar su método y circunstancias”. Con las conclusiones de esa auditoría, el cuerpo concluyó que es necesario “uniformar la educación” y establecer un “método sistemático” que se adopte y siga “en todas las escuelas”.
El Tratado enuncia los fines que tendrá la educación y establece que, “en diferentes tiempos del año”, los alumnos deberán rendir, en el propio Cabildo, un “examen sobre todos los ramos”; es decir, sobre todas las materias.
La misión de la escuela será “enriquecer el entendimiento” y ayudar al chico a “raciocinar”, verbo que puede sonar mal pero que, según la Real Academia Española, significa “usar la razón para conocer y juzgar”.
Lo primero que plantea el programa es hacer que los alumnos realicen sus “propias observaciones”, fijándose en las cosas “atenta y repetidamente”, sin fiarse de las apariencias, y examinar esas cosas “a fondo en sus distintos aspectos y en sus varias circunstancias”.
El evidente propósito es promover desde temprano la experimentación, a partir de los rudimentos de un método científico. En definitiva, se empuja al alumno a la búsqueda de relaciones causales.
Los conocimientos que él no puede aprender por sí mismo, tiene que recibirlos de los maestros, y éstos deben estar, para eso, muy bien preparados.
Su tarea es enriquecer el entendimiento, sí, pero eso no basta: también deben enseñar a “cultivar la memoria”, para conservar los conocimientos , y hacer que se “ejecuten mediante la voluntad”, respetando los principios de “la virtud, honradez y prudencia”.
La Primera Junta aprueba estos criterios por unanimidad. Cornelio Saavedra y Mariano Moreno podrán ser la “derecha” y la “izquierda” de este primer gobierno patrio. En algunas son, sin duda, agua y aceite. Pero en esto coinciden: el futuro de este país en ciernes depende una educación pública consistente, que despierte la inteligencia, imparta conocimientos y siembre valores éticos.
Sembrar valores. Esta es, para la Junta y el Cabildo, una de las labores esenciales de la escuela. No sólo valores religiosos. Es cierto que el Tratado establece como primera obligación el “amor a Dios” y la observancia de sus preceptos. Pero a la vez hace esfuerzos, no muy comunes en esta época, de conciliar la fe con la razón.
Cuando exalta el valor de la paciencia, dice que “la religión y la razón nos persuaden (unidas) de esta virtud”. Por un lado, promete que Dios recompensará a quienes soporten con paciencia “los males de esta vida”. Pero lo más importante, al menos en lo inmediato, es que la razón “hace ver” cómo “la impaciencia y la tristeza no sirven para otra cosa sino para aumentar la amargura”.
Por lo demás, el texto invita a pensar que las percepciones engañan: “Ninguna desgracia es tan grande como las representa nuestra imaginación”. Frente a ellas hay que buscar el remedio y, si no lo tienen, procurarse una compensación.
Con la estrategia disuasiva que inspira a toda religión, el Tratado intenta evitar las desviaciones. Advierte que “no siempre aguarda Dios a la muerte para castigar a los transgresores a sus leyes”.


LEÍDO POR JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
Hay también un estímulo al estoicismo, ya que se predica “tolerar con tranquilidad la ofensas” y “evitar el aborrecimiento”.
En gran parte el Tratado se asemeja a un catecismo, no porque tenga un carácter religioso, sino porque es una cándida enseñanza que va desde el comportamiento en la mesa hasta el ejercicio físico, indispensable para “acostumbrar al cuerpo al movimiento y la fatiga”. Esos requisitos son parte de los valores que la escuela tendrá que inculcar.
Pero eso no es todo: la educación debe ser inclusiva. Entre las medidas propuestas se dispone, además de la gratuidad escolar, que los chicos pobres recibirán prestados los ejemplares del Tratado, mientras que los chicos ricos deberán lograr que se los paguen sus padres.
El gobierno provisional de 1810 sabe que la independencia no se conquista sólo con armas. Los maestros son tan valiosos como los generales. La batalla final será la batalla del conocimiento.

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