miércoles, 25 de abril de 2018

TEMA DE ANÁLISIS


La oposición y algunos aliados del Gobierno deben dejar de lado la hipocresía y la utilización demagógica de la recomposición tarifaria
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Entre los graves problemas heredados del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, el retraso tarifario constituyó uno de los más destructivos y difíciles de corregir. Una inmensa hipocresía emerge ahora justamente desde el kirchnerismo, que clama por los perjuicios sociales ocasionados por los aumentos, que sus dirigentes adjudican a la exclusiva perversidad del actual gobierno. El resto de las fuerzas políticas, incluyendo la Coalición Cívica y el radicalismo, que forman parte de la coalición gubernamental, se han sentido en la necesidad de acoplarse a la crítica hipócrita y cuestionar los aumentos.
A comienzos de 2002 se produjo la devaluación y para disminuir su efecto inflacionario se recurrió a los congelamientos de las tarifas de los servicios públicos. La política oficial, de claro corte populista, aplicó ese criterio más intensamente en la región metropolitana, que concentra la mayor cantidad de votantes. Trece años después la inflación acumulaba un 1385%, mientras que los precios de la energía y el transporte habían sido ajustados solo entre un 90% y un 120%. La electricidad, el gas por redes, el agua y la telefonía fija llegaron a perder alrededor de un 85% de su nivel real de tarifas. El costo de imprimir y enviar las facturas era superior a lo cobrado en hogares de consumos moderados. A moneda de valor constante, un boleto de tren se había reducido a un valor tan irrisorio que en los ferrocarriles metropolitanos los concesionarios dejaron de controlar porque resultaba más oneroso que los ingresos que se perdían por no hacerlo. Un boleto de tren suburbano para 30 kilómetros, que en el mundo no cuesta menos de 6 dólares, en la Argentina se pagaba 0,25 dólares. Un viaje urbano en colectivo, que tradicionalmente valía lo que un café, llegó a costar una quinta parte.
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Naturalmente los consumidores se beneficiaron con esa política. En casos como el gas o la electricidad aumentaron su uso y su consumo. Se extendió, por ejemplo, el calentamiento de piletas de natación. En otros casos en los que el consumo no depende del precio, como el transporte público, en sustitución de los gastos recortados algunas familias incorporaron otros consumos: mejor calidad alimentaria, entretenimiento, electrodomésticos u otros. Esto explica que al momento de pretender recuperar las tarifas al nivel real de 2001 se produzca en mucha gente la sensación de imposibilidad de afrontarlas. Quienes en aquel año pagaban un boleto de colectivo al equivalente actual de 20 pesos ahora alegan no poder afrontar la mitad de esa cifra y salen a golpear cacerolas.
Para evitar la quiebra de las empresas prestadoras y mantener su operación, el Gobierno debió subsidiarlas. A medida que la inflación elevaba los costos, esos subsidios crecieron. En 12 años alcanzaron cifras exorbitantes. En 2015 se los estimó en el orden de 20.000 millones de dólares, equivalentes a un 4% del PBI y a la mitad del déficit fiscal. Por un lado, los subsidios provocaron la corrupción con los retornos y desvíos de los fondos. Por otro lado, generaron un riesgo a las empresas concesionarias debido a la inseguridad de recibirlos. La inversión y el mantenimiento se resintieron junto con la calidad y seguridad de los servicios. El accidente de la estación Once expuso crudamente estas circunstancias. Lo mismo puede decirse del aumento de la frecuencia de cortes de energía, cuando en 2001 se había partido con un exceso de capacidad instalada.
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Debido a la muy grave situación fiscal, así como a la necesidad de recuperar las inversiones y la calidad de los servicios, la normalización tarifaria fue y es imprescindible. La gradualidad y los amortiguadores sociales son sin duda necesarios, ya que se exige que haya una recomposición de la estructura familiar de los consumos, lo que requiere tiempo. Las tarifas sociales son una forma de hacerlo, por ejemplo, con la tarjeta SUBE.
La recuperación tarifaria ha sido mayor en agua, gas y electricidad, en ese orden. Sigue siendo muy limitada en el transporte, manteniendo una injustificable ventaja los habitantes del conurbano respecto de los del resto de las ciudades del país.
La oposición debe abandonar la hipocresía o la utilización demagógica del tema. Por su lado, el gobierno de Macri debe esforzarse por reducir la carga impositiva que pesa sobre las tarifas y, además, debe comunicar correctamente las razones de los ajustes y las consecuencias que tendría no hacerlos. Debería también ser sumamente cuidadoso en que no se cometan errores de facturación que luego sean magnificados por las protestas. Finalmente, los socios de la coalición Cambiemos, en lugar de intentar diferenciarse proponiendo fórmulas tarifarias técnicamente irracionales, como el achatamiento, deberían realizar una labor docente frente a la ciudadanía cuando estas medidas, aunque duras, resulten necesarias.

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