jueves, 31 de octubre de 2019

IDENTIDAD CULTURAL,


Las postas ayudaron a transitar la inmensidad de las pampas
Las postas ayudaron a transitar la inmensidad de las pampas
Todo es cielo y horizonte, nos cuenta en su "Vuelta" Martín Fierro. Pero ya lo anticipaba en su viaje de ida: Es triste en medio del campo/ pasarse noches enteras/ contemplando en sus carreras/ las estrellas que Dios cría/ sin tener más compañía/ que su soledá y las fieras.
No sólo la literatura gauchesca pintó esa soledad. Si nos inclinamos hacia el folklore, don Atahualpa nos canta: Es demasiado aburrido/ seguir y seguir la huella/ demasiado largo el camino/sin nada que me entretenga.
La despoblación del territorio acentuaba su extensión. En los albores de la Independencia, el total de sus habitantes no alcanzaba los 500.000. Transitarlo era extenuante, penoso. Recién a fines del siglo XVIII, la simbiosis entre los primeros gauchos y el caballo mejoró ese tránsito.
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Cuando los españoles llegaron a América no encontraron caballos. Recién en 1535 Pedro de Mendoza, por orden de Carlos V, desembarcó los primeros en nuestras playas que, según el cronista Ulrico Schmidl, fueron 74. Se multiplicaron en forma fabulosa y junto a la guitarra llegaron a constituir el único patrimonio del gaucho.
Las gestiones de los gobernadores Ceballos y Vértiz -luego virreyes- alentaron el uso del carruaje para cubrir largas distancias. Cuenta Gustavo Levene que en 1782 Vértiz instaló las "casas de postas" en los caminos a Potosí, Paraguay y hacia Chile. Las mismas estaban bajo el control de "maestros de postas", que debían mantener conjuntos de caballos para sus remudas; los animales debían ser aptos para atravesar largas distancias y poder "atarse" a distintos tipos de carruajes.
El reparto de la correspondencia, entre otras funciones, estaba a cargo de los "postillones", reclutados en las cercanías por los "maestros de postas". Las "casas de postas" se emplazaban cada 4 a 6 leguas, según los límites de resistencia de los animales y subordinadas a las provisiones acuíferas.
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Debían contar con toda clase de enseres y alimentos para los viajeros que aguardaban el relevo para continuar el viaje; no siempre se cumplían esas exigencias y lejos de ser agradables, muchas "postas" eran inaceptables, como lo revelan cuadros de la época. Sucias e infestadas por insectos de toda clase, no eran pocos los viajeros que optaban por dormir en el coche o con el cielo como techo.
El precio de los viajes, como promedio, era de un real por legua. Mención aparte para la precariedad de los caminos, apenas huellas paralelas. Y otra mención para las eventuales apariciones de indios, no siempre amistosas. Los carruajes no eran de calidad, las personas pudientes preferían comprarlos, para revenderlos una vez completado el viaje, claro a un precio muy inferior al que había pagado.
Pero no todo es refunfuñar respecto de las carreras de postas. Siempre llegaban a destino. Y en las últimas décadas del siglo XIX, con la aparición de las mensajerías, los servicios habían mejorado. Los carruajes -galeras o diligencias (éstas más grandes)- eran todos de 4 ruedas; el diámetro de las traseras casi el doble del de las delanteras y eran tirados por dos o cuatro caballos.
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Rescatemos un carruaje útil para cubrir distancias menores y transportar tanto a personas como mercaderías: el faetón, con amplios asientos enfrentados y gran capacidad. No podría olvidarme del faetón con el cual, en mis lejanas vacaciones en La Blanqueada, transportábamos con el abuelo Israel, 30/35 tarros con 50 litros de leche, casi todos los días a la estación Centenario de la Compañía General de Ferrocarriles de la Provincia de Buenos Aires. Fábulas mitológicas alimentan la naturaleza de este carruaje.

O. H.

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