sábado, 28 de diciembre de 2019

MANUSCRITOS, AUTOR Y LECTURAS RECOMENDADAS,


Memorias de aeropuerto

La escritora polaca Olga Tokarczuk sostiene en Los errantes que hay aeropuertos que solo tienen sentido cuando se los observa desde el aire, a la manera de las misteriosas líneas precolombinas de Nazca. El de Sidney, en Australia, asegura, tiene forma de avión, lo cual lo vuelve redundante. El jeroglífico enorme del de Tokio le hace pensar de manera algo previsible en un ideograma. A los aeropuertos chinos conviene, según ella, como si fueran hexagramas del I- Ching. No conozco ninguna de esas terminales como para seguirle el juego, pero sí apoyo sus consideraciones sobre la gigante terminal de Frankfurt. "¿No será este enorme aeropuerto de tránsito un Estado dentro del Estado?", se pregunta Tokarczuk. El movimiento constante de la que es testigo le hace pensar en un chip de computadora, una plaquita llena de conexiones de todo orden. Es un caos, pero un caos de perfección alemana.
Más que una novela, Los errantes es un cuaderno de bitácora en el que la narradora va ensamblando historias al compás azaroso que dictan sus traslados. Buena parte de esos relatos proponen un atlas histórico e ideológico del cuerpo humano. Se reproducen mapas antiguos o imaginarios. También figuran estaciones de tren y algún puerto isleño, pero lo más afortunado del volumen es el protagonismo de los aeropuertos, esos masivos complejos hiperquinéticos a los que, de tan funcionales, se tiene por desangelados y suelen pasar por los libros (la excepción es aquel viejo best seller de Arthur Hailey: Aeropuerto) sin pena ni gloria.


El antropólogo Marc Augé colocó a los aeropuertos hace tiempo en la categoría de no-lugares" (con los supermercados y las autopistas), espacios de poca importancia en los que nadie permanece más de lo estrictamente necesario, y ese concepto, que hizo escuela, parece haberles prohibido cualquier encanto. A Tokarczuk, sin embargo, le atrae las posibilidades de anonimato que habilitan: por mucho que el viajero tenga que exhibir sus documentos, en ellos la identidad queda entre paréntesis. Lo demuestran las conversaciones casuales con extraños, que, en el caso de los que encuentra la Premio Nobel polaca, parecen esconder siempre una desquiciada nota contemporánea. En ese territorio su única nacionalidad, insiste, es virtual: forma parte de la república paralela de la Red.

Alguna vez, y por un breve período, estuve a punto de convertirme en parte de ese lote de individuos que viven con el pie en el estribo aéreo y terminan aborreciendo los vuelos y las demoras nada ligeras de equipaje. La experiencia dejó, sin embargo, una extraña huella afectiva. No recuerdo nada de la mayoría de los aeropuertos por los que se supone que alguna vez pasé, pero con algunos quedó una confianza familiar, no muy distinta a la que puede establecerse con los hoteles. ¿O será una huella todavía más arcaica? Por ejemplo, que, como a tantos, me llevaran a ver de chico el despegue y aterrizaje de aviones a Aeroparque (desde una terraza que ya no existe) o a una Ezeiza mucho más pequeña y amistosa de lo que es hoy.

No tengo ningún mojón específico que pueda ubicarme Frankfurt. El aeropuerto elefantiásico que primero me viene a la mente es el de Schiphol, en Amsterdam: no solo por la comodidad de sus cintas deslizantes, sino también por la omnipresencia de los Stroopwaffel (unas galletas holandesas adictivas) y un local específico donde se vende cerámica azul de Delft que, como quien vuelve a una patria imaginaria, siempre me paro a investigar. El Roissy Charles De Gaulle, de París, fue alguna vez el epítome de lo moderno, con sus escaleras mecánicas en forma de tubo. Hoy se ve algo percudido, pero, gracias a los felices efectos colaterales del overbooking, hace añares pude conocer algunos de los rincones menos frecuentados de esa urbe en miniatura y, sobre todo, su restaurante más prohibitivo sin necesidad de desembolsar un sous.

Y, contra todo, el vínculo más íntimo que se pueda establecer con esos no-lugares, se me ocurre, deriva más del tedio y de la repetición que de esa clase de felicidades. Todavía hoy no conozco Río de Janeiro, pero en una época todos los vuelos que me tocaban hacían escala en su aeropuerto. Viaje tras viaje me esperaba en una librería deslucida, sin cambiar de ubicación, el mismo ejemplar de una novela de Chico Buarque ( Estorbo). ¿Sería una señal? A la décima vez lo compré. Hice bien porque, según pronto se descubrió, el avión tenía un desperfecto y habría que pasar la noche en vela. Estorbo no estorbaba en lo más mínimo, al contrario. Por un momento tuve la ilusión de que ese aeropuerto incondicional, con sensibilidad e inteligencia, había pensado por un instante en mí, como si conociera aquella frase de Pascal Quignard, no ya de Tokarczuk, que dice: "En leer hay una espera que no procura terminar. Leer es errar. La lectura es errancia".

P. B. R.

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