miércoles, 31 de agosto de 2022

FORTALEZA


La república, puesta a prueba
No hay que alarmarse por lo que ocurre; un país que condenó al mal absoluto en el Juicio a las Juntas está curtido para pedir explicaciones a sus máximas autoridades sobre lo que hicieron supuestamente mal cuando ejercieron El país es más fuerte 
Diego M. Jiménez Licenciado en Historia, magíster en Recursos Humanos
Las últimas semanas hemos seguido en tiempo real los alegatos de un fiscal de la Nación que acusa a la vicepresidenta de ser la cabeza de una asociación ilícita. Sería, según los especialistas en Derecho, el inicio de una serie de juicios en donde será sentada en el banquillo de los acusados por ser sospechada de hechos de corrupción, cuya impunidad, de ser ciertos, se sostendría por estar en ejercicio de la primera magistratura mientras se cometían o por la protección de los fueros que ostenta y ostentaba, durante y luego de ser supuestamente cometidos.
De ser comprobados y finalmente la imputada ser condenada junto a sus subordinados en los delitos que la Justicia les endilga, estaríamos ante un hecho inédito en la historia pública argentina. No solo por quién es la acusada, sino por el calibre de los crímenes contra las arcas del Estado supuestamente llevados adelante. Está de más señalar que quien le roba al Estado le saca una mejor casa, un mejor hospital y una mejor escuela a la ciudadanía, especialmente a la que vive en desventaja. Es decir, a más del 40% de la población. El mayor crimen posible en una democracia es robarle el futuro a quien no tiene nada y confió en aquellos que eligió para mejorar su destino. Es el más vil, es el más imperdonable.
El martes, la imputada se defendió vía YouTube durante más de una hora y media. Luego salió a los balcones a saludar a un escueto grupo de simpatizantes. Otros permanecían de vigilia en la esquina de Recoleta donde reside. Es banalizar el Estado de Derecho defenderse televisivamente cuando hay un juicio en marcha, donde se siguen los pasos naturales de un proceso, y cuando no se es un ciudadano de a pie y se pueden contratar caros abogados, cuando se ejerce el segundo cargo de mayor poder en la República, se cuenta con medios afines y cuando se vive de la política y sus beneficios desde hace más de cuatro décadas. Claramente no se encuentra en desventaja, sino amparada en fueros y privilegios. Usted o yo, estimado lector, en una situación similar, estaríamos más indefensos.
El Parlamento, cerrado durante décadas y maltratado en otras del siglo pasado, es un lugar donde se protegen y se mejoran los derechos, las obligaciones y los deberes de la ciudadanía. No es, de ningún modo, un sitio donde uno hace, cual si fuese un espacio propio, una defensa de las acusaciones que la Justicia le propina. No es un foro privado, un atril propio o un cuarto de la vivienda en donde se reside. Esta confusión no es misteriosa, es reveladora de una manera de sentir y ejercer la política. Durante esa presentación, repartió culpas, incriminó a personas (incluido su propio marido) y exhibió un desorden conceptual propio de un ego amenazado.
Hace más de 30 años el exfiscal Luis Moreno Ocampo escribió un libro sobre la corrupción: En defensa propia. ¿Cómo salir de la corrupción? Corrían los años 90, época que algunos revalorizan hoy, olvidando la vulgarización de las maneras republicanas, la corrupción escandalosa, “el robo para la corona”, la consolidación de la pobreza estructural y la frivolización reinante, acompañada de pizza y champagne, de aquello tiempos. Sumada a la tinellización de las maneras, quedando estas últimas ancladas en la burla al otro y en el humor tonto y ofensivo, habituales en esas fechas.
En aquel texto, Moreno Ocampo diferenciaba sistemas corruptos de focos o nichos de corrupción en sistemas transparentes y controlados. En estos últimos, los incentivos a delinquir eran bajos y las sanciones al hacerlo, severas. En ellos es más posible el buen gobierno dado que el delito constituye la excepción. Por otra parte, en los sistemas corruptos hay menos espacio para la honestidad dado que todo el esquema está viciado, entrampado, sus límites son grises y viscosos y los controles, laxos o inexistentes. El incentivo a burlar la ley es alto y el que quiere hacer las cosas bien no puede, tiene trabas, es un excéntrico. En criollo, un gil.
No es casual que el libro haya sido escrito en aquel tiempo. Tampoco es raro que la situación de corrupción sistémica no se haya modificado sustantivamente. Podríamos decir que fue naturalizada o fundamentada en la nefasta frase “roba, pero hace”. Es decir, es un ladrón a tiempo completo que en los ratos libres “intenta” hacer el bien, para luego retomar las costumbres del hampa, el mal hábito público, el robo a quienes menos tienen. La “anomia boba”, en palabras de Carlos S. Nino, nos hace tolerar y avalar con el voto esas actitudes que nos perjudican.
Lo escuchado en el juicio puede ser explicado como una gran mentira organizada, un complot sin parangón, una puesta en escena maquiavélica de los enemigos del pueblo, una persecución implacable contra alguien sin protección, una maquinación de países foráneos o puede formar parte de fragmentos escritos por un guionista infame al servicio de una Justicia maligna. Una traición sin más contra alguien inocente víctima de malos funcionarios en acuerdo con familiares y maridos rapaces. Estaríamos ante otro crimen: el de la invención macabra que termina encarcelando a su objetivo angelical. Una trama calcada de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas.
Quizá sea algo más simple, más concreto, más real, más cierto y verosímil. La sencillez de sospechar que alguien amparado en el poder, junto con otros, cometió hechos de corrupción. Hipótesis argumentada en pruebas presentadas en un juicio donde los imputados pueden defenderse, luego esperan el veredicto y apelan, si no les gusta la sentencia del tribunal. Así funcionan las cosas. Si fueron buenos o malos gobernantes, si sus ideas fueron las mejores o su gobierno eficaz, es otra cuestión.
De ninguna manera se enjuicia a un partido, en todo caso, a algunos de sus miembros más relevantes, de los cuales se sospecha que, en vez de procurar el bien común, buscaron acrecentar el propio. No es complejo, es pasmosamente claro.
No hay que alarmarse por lo que ocurre, los mecanismos republicanos tienen sus formas, tiempos y ámbitos. Aprendamos a apreciarlos, sobre todo cuando ponen en cuestión o duda a quienes quizá respetamos en algo de su historia o valoramos en parte de su vida pública. Un país que condenó al mal absoluto, parafraseando otra vez a Carlos Nino, en el Juicio a las Juntas Militares, ocurrido en 1985, está curtido para pedir explicaciones a sus máximas autoridades sobre lo que hicieron supuestamente mal cuando ejercieron el poder. El país es más fuerte de lo que parece y tiene una historia digna que honrar. Deberíamos observar lo que ocurre con tranquilidad. La democracia tiene sentido cuando procura justicia, entendiendo esta en su dimensión más completa.
Comparto con Roberto Gargarella, insospechado jurista, especializado en Derecho Constitucional, que lo más importante del juicio en marcha no es la condena que puedan finalmente tener o no los imputados, sino poder visualizar y escuchar el relato del latrocinio cometido, de la degradación que genera la corrupción, la vileza que supone y el daño que ocasiona. Todo eso es suficiente para buscar cambiar esa realidad obscena y no creerles más, ni un ápice, a los perpetradores del robo.
Algo de sensatez elocuente tuvo la imputada principal cuando a lo largo de su deshilachada presentación mediática sugirió y puntualizó que los otros también hacían lo mismo. Hablaba, claro, de la existencia de un sistema corrupto al que ninguna fuerza política es ajena. Entonces, según su visión, que comparte con Moreno Ocampo sin querer, el problema es aún mayor. La excede, pero no la exculpa. Casi una autoincriminación. Pero en una república democrática, en materia de delitos, la Justicia tiene la última palabra. Ni la familia, ni los amigos, ni los formadores de opinión, ni los seguidores de los acusados emiten sentencia. Solo los jueces. De otro modo volveríamos a un Estado de Naturaleza en donde los poderosos se harían un festín con los débiles, mayoría de la que formamos parte usted y yo.
La república está puesta a prueba y tiene condiciones de sobra para afrontar el examen, a pesar de los fantasmas que liberan día a día quienes usufructúan de ella, en los bordes de la ley

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