martes, 1 de octubre de 2019

TALLERES DE ESCRITURA....EXCELENTE


"Laboratorios" para escribir y vivir
Ya desde el nombre, la editorial anuncia cosas buenas. Arandu: en guaraní, el conocedor e intérprete del tiempo; tiempo del sol, de la lluvia, de lo divino, de lo humano.
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El libro de Fernanda Cano y Beatriz Vottero tomó forma allí, en Arandu, joven editorial de Goya, Corrientes, que sabe poner dedicación en cada uno de sus títulos. A comienzos de este año, autoras y editorial sumaron celebraciones: presidido por Guillermo Jaim Etcheverry, el jurado del concurso Premio Isay Klase de la Fundación El Libro eligió La escritura en taller. De Grafein a las aulas -tal la obra de Cano y Vottero- el mejor libro de educación del año.
Y es que, en tiempos de alta proliferación de talleres de escritura de todo tipo, género y pelaje, el libro de Cano y Vottero va al origen. Reconstruye la experiencia de Grafein, el grupo que, a mediados de los años 70 -cuando la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA estaba intervenida y el país, sumergido en el silencio de la dictadura-, se reunía lejos de la aulas, en casas particulares, para pensar en eso que por aquel tiempo escaseaba como a veces escasea el oxígeno: la pura intensidad de la palabra.
En el principio, eran estudiantes que venían de cursar la cátedra de Literatura Iberoamericana dictada por Noé Jitrik. Luego, la red se iría ampliando y muchos de los fundadores de Grafein se convertirían en docentes, teóricos, escritores. Recorro el libro de Cano y Vottero y veo surgir nombres entrañables, personas que fueron -algunas lo siguen siendo- las guías de tantos, tantísimos, de nosotros. Gloria Pampillo, Maite Alvarado, Maricarmen Rodríguez son apenas algunas de ellas.
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Como cuenta La escritura en taller, eligieron llamarse Grafein en alusión a la primera persona del verbo "escribir" en griego: grafo; "yo escribo". A eso querían referirse: a las ganas, el deseo y la soberana capacidad de cualquier ser humano para apropiarse de la palabra escrita, reconocerla, disfrutarla; hacer de ella un vehículo para la propia, irrepetible, voz. Por eso se diferenciaron de los que, por aquel tiempo, se conocían como "talleres literarios": encuentros donde un escritor de renombre instruía y señalaba el camino a seguir. Por el contrario -y un poco en respuesta a ese modelo-, los Grafein reivindicaron la idea de "laboratorio": sus talleres no eran "literarios", sino "de escritura", y no se iba a allí para ingresar en las celestiales órbitas de las Bellas Letras, sino para disfrutar de la prodigiosa cercanía de la palabra. Había teoría, y mucha. Había amor por lo literario, desde luego. El hallazgo fue sintetizar todo ese bagaje en una práctica despojada de oropeles. Para inventar "consignas de trabajo", esa herramienta que dispara la escritura y desdice tanta creencia en musas y similares, se inspiraron en el surrealismo y en OuLiPo, el grupo que en los años 60 reunió a Raymond Queneau, Georges Perec, Ítalo Calvino y unos cuantos otros. "A escribir no se aprende", proclamaban, en festiva y no tan cierta contradicción. 
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Porque lo que instaló Grafein fue la idea de un taller donde más que el verbo aprender se conjugaba el hacer; más que a trabajar se iba a jugar. Sus "laboratorios" defendían algo así como zonas liberadas de la urgencia cotidiana; territorios abiertos a la incierta riqueza del disfrute. Mirado a la luz de los tiempos que corren, un taller de escritura puede ser también un espacio de tregua; un paréntesis por fuera de los imperativos del mercado, de la asfixia de tanta profesionalización, de las demanda de una maquinaria que exige más rendimiento que creación de sentido. En La escritura en taller sigue latiendo una apuesta que sintoniza a la perfección con aquello que Roland Barthes -autor que los creadores de Grafein conocían muy bien- señaló alguna vez: "La palabra está hecha de una sustancia química tenue que opera las más violentas alteraciones".

D. F. I.

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