viernes, 26 de febrero de 2021

HABÍA UNA VEZ....


La herencia del amor



Hay rasgos faciales, atributos corporales y hasta modos de caminar que son hereditarios. Hubo dos hechos de mi niñez que, con el tiempo, me hicieron pensar en la posibilidad de haber heredado las razones que cristalizan el enamoramiento en una rama familiar.


Hasta tercer grado, cursé la enseñanza primaria en una escuela mixta. Me enamoré por primera vez en primer grado inferior. Florencia no me gustó desde el primer momento, pero sí me llamó la atención, y no por detalles que me resultaran atractivos. Tenía las sienes transparentes. En las novelas de otra época, los personajes se sentían atraídos por la piel transparente de las sienes femeninas que dejaban seguir el trazo celeste de las venas. Yo, en cambio, rechazaba la visión del interior de una persona, por ejemplo, la pincelada del canal por el que circulaba la sangre: era como si uno pudiera contemplar el descenso por la garganta del bocado de comida que uno acababa de masticar. Por otra parte, en las películas y en los radioteatros, los asesinos mataban a sus víctimas con un tiro en una sien.
¿Por qué razón yo no dejaba de observar las venas de Florencia que me causaban rechazo? Empecé a analizar con obsesión la cara de mi compañera. Era la primera vez que estudiaba los labios, la nariz, la frente, los ojos, los labios de una persona. Llegué a saber sus facciones de memoria. Recuerdo que sus ojos eran celestes, una copia infiel y desvaída de los de mi madre, que eran bleu de Sèvres.
Era inevitable que me enamorara de la cara que había hecho mía escrutándola. Las venas habían hecho de ella mi amada de radionovela: la transparencia la hacía vulnerable. Pero hubo algo más: Florencia empezó a tener manchas rojas en las mejillas. Lo más terrible fue que esas manchas terminaron por convertirse en costras de un marrón sanguíneo. Curiosamente no dejé de quererla, esas costras me atrajeron aún más. Su carne se transformaba en algo de apariencia rocosa y, sin embargo, frágil, porque día a día las escamas se le iban cayendo. Esa cara mancillada era fea, pero las costras la hacían fascinante. A veces, fantaseaba que se las sacaba con mis dedos, muy suavemente, de a poco, para que reapareciera debajo la piel sana en crecimiento. Creo que Florencia nunca se dio cuenta de mi obsesión o de mi “amor”. Llegaron las vacaciones. Me olvidé de ella: había conocido en un cumpleaños a una chica preciosa, de sienes pudorosas.



En 1950, estaba en Italia. Perdón, voy a recordar una vez más (me temo que no será la última) el período que pasamos mi padre, mi madre y yo en Filottrano, la pequeña ciudad de Las Marcas, de donde él era oriundo. Había un hecho latente y melodramático que se cernía sobre mi familia. Veintidós años antes, papá había emigrado a la Argentina y había dejado en Italia a una novia, Ornella, a la que no le había prometido nada, a pesar de que no había sido una relación superficial. La entera Filottrano, en agosto de 1950, estaba pendiente del encuentro de mi padre con ella, y del enfrentamiento de la exnovia y mi madre. La “ciudad” era pequeña. El mero azar se encargaría de que esos dos encuentros se produjeran.
Mi padre y Ornella se toparon en medio del Corso, la calle principal, delante de media ciudad. Se estrecharon las manos y hablaron quizá media hora, de pie. La noticia llegó a la casa de mis tíos antes que mi padre. Mi madre la escuchó, así como yo. Cuando papá entró, los demás, menos mi madre y yo, se retiraron. Él habló del encuentro, informó lo que ya sabíamos: Ornella había quedado soltera Vivía sola. Papá no dijo mucho más. Los ojos lo delataban: miraban sin ver.
Dos días después, mis tías, mi madre y yo fuimos a la iglesia de San Francisco. Íbamos a rezar para que “los americanos” pudiéramos volver a Filottrano. El día estaba nublado y, en el interior del templo, la oscuridad apenas si era mitigada por velas y cirios: una escena de ópera de Puccini. Las filas de los largos bancos estaban divididas por un pasillo. Cuando nos retirábamos, nos encontramos con Ornella en aquel pasillo. Salimos todos juntos. La vi por primera y única vez. Me abrazó largamente y me besó en la mejilla.
Estaba atónito: Ornella era fea y parecía mucho mayor que mi madre. Vestía ropas tristes. ¿De qué podía haberse enamorado mi padre? Mi madre, con sus ojos bleu de Sèvres, su ropa elegante y sus medias de nylon, parecía casi de otra especie.
Omití lo más importante: Ornella era bizca. No lo pensé en ese momento; lo hice de adulto. ¿Mi padre se habría enamorado del estrabismo de esa mujer, como yo me había enamorado de las sienes y el eczema de Florencia? El ojo desviado de Ornella podría haber sido un gran peligro, pero ya había pasado mucho tiempo: a mis padres sólo los separó la muerte; apenas por dos meses y medio.
¿Por qué razón yo no dejaba de observar las venas de Florencia que me causaban rechazo?

H. B.

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