martes, 27 de febrero de 2024

LECTURA....


Alberto Laiseca, el maestro del realismo delirante
Se publican los cuentos completos del inclasificable escritor argentino
José María Brindisi

Hay que cuidarse de los delirantes. No por sus consabidos desvaríos, sino por su poder de verdad. No se trata del cliché de que los niños y los locos no mienten; dejémoslos tranquilos y ocupémonos de los artistas, que mienten, inventan y alucinan a troche y moche, pero con frecuencia con intenciones nobles. Pensemos en la ciencia-ficción, por caso: esa proyección hacia el futuro que no hace más que –cuando se da el hallazgo– devolver al lector al presente con una perspectiva nueva, empujándolo a dudar de sus certezas. El delirio toma en ocasiones la forma de la fábula humana, de la parábola, del absurdo, de la hipérbole; por estos senderos transita en gran medida la obra de un autor impar como Alberto Laiseca (Rosario, 1941-Buenos Aires, 2016), cuyo realismo delirante –así lo bautizó él mismo– le permitía, también en sus propias palabras, tomar distancia de la pura realidad no para ocultarla, sino para verla mejor.
En uno de los artículos del largo dossier que la revista El Ansia le dedicó a Laiseca en su número inicial, allá por octubre de 2013, Miguel Vitagliano subrayaba la determinación extrema, casi violenta del autor de Los sorias, su nula vacilación, así como su “exactitud ostensiva en la descripción de cada máquina, teoría o elucubración que presenta en sus narraciones”. No habría que olvidar que el primer libro de Laiseca, con el inigualable título de Matando enanos a garrotazos, se publicó en septiembre de 1982, y el cuento que lo abre –“Gran caída de la indecorosa vieja”–, bajo el disfraz de otro tipo de incorrecciones y salvajadas –y delirios–, es una suerte de catálogo de torturas, contadas en su mayor parte sin pudores alegóricos.



La edición revisada y actualizada de Cuentos completos de Laiseca –a cargo de Sebastián Pandolfelli y con prólogo de Leonardo Oyola, dos de sus discípulos más cercanos– reaviva la presencia siempre algo esquiva de una figura que si bien podría agenciarse en el menú de la literatura argentina a una familia que de a ratos lo represente –Macedonio, Osvaldo Lamborghini, el Aira más desatado–, al mismo tiempo provoca la sensación de ser única. Esta sospecha de insularidad deriva en parte de una vinculación sin tregua entre vida y literatura. Al margen de los oficios que en determinadas instancias le permitieron subsistir, Laiseca adoptó muy joven la idea de que si deseaba vivir en la literatura, debía ofrecerle el alma y más. Tal como alguna vez lo retrató Sylvia Iparraguirre: “Ese tipo de convicción con categoría de verdad que uno descubre para uno mismo y que no tiene que probar ante nadie”.

571 PÁGINAS
25999$

Ese alimento mutuo entre vida y literatura parecería haber traspasado largamente las fronteras de la última, arrastrando el delirio fuera de la página: Laiseca forrando todos sus libros con papel de diario para que no los identificaran y en consecuencia no le fuesen robados; Laiseca escribiéndole una carta al presidente norteamericano Lyndon Johnson con la intención de ir a Vietnam “para sacarse el miedo”; Laiseca preso de la desmesura cuando sus compinches –los directores de cine Mariano Cohn y Gastón Duprat– que le piden un guion con la única prerrogativa de que sea actual y suceda en la Argentina, y él les entrega un texto situado en Transilvania en el siglo XIX…
Así como en él la ficción parece haber diluido ciertos límites, no existe diferencia notoria en su obra entre las novelas y los textos más breves. Se trata de un mismo imaginario, una misma realidad enrarecida; los elementos reconocibles están (Arabia, la Alemania nazi, Borges, la idiosincrasia japonesa, la Unión Soviética), pero travestidos, apropiados, como si alternara entre ucronías y algo así como “presentes distópicos”. Asimismo retornan los rasgos autónomos: los estados de Tecnocracia y Soria –epicentro de Los sorias, su monumental novela de casi mil cuatrocientas páginas–, sus gobernantes, personajes como Moyaresmo y Cr Iseka –dos zaparrastrosos que no casualmente tienen la pretensión de ser escritores, y que por momentos recuerdan a Bouvard y Pécuchet– y las mil representaciones del horror. Quizás uno de los relatos más deliciosos e hilarantes de toda su obra sea el que cierra su primer libro, en el que aquellos dos crotos debaten hasta el cansancio cómo titular la obra de uno de ellos, que al fin y al cabo es la que tenemos en nuestras manos.
También hay numerosas –aunque parciales– excepciones; es decir, textos ajenos a esas continuidades. Uno de ellos es “Gracias Chanchúbelo”, que originalmente clausura su segundo volumen de cuentos: una reescritura del Fausto, claro que con todos los aditivos laisequianos. “El castillo de las secuestraditas” es aquella pieza que prometió para el cine –el paso en falso se blanquea dentro del mismo cuento–, que abre con una escena en un cementerio en que los idiomas se confunden para decantar en un conflicto de alcoba y en indescriptibles e irreductibles cruces entre Shakespeare, Francis Ford Coppola, los yakuzas…
En “El checoslovaco”, un hombre tiene el impulso estético de asesinar a su mujer y se propone hacerlo únicamente con palabras. Justamente, es en el lenguaje donde habita otra de las tensiones predilectas y desaforadas de Laiseca: en las decenas de furiosos adjetivos que le dedica a un mismo personaje (en el mencionado “Gran caída de la indecorosa vieja”); en la diatriba anticrítica o anti-academia del casi ilegible “Indudablemente, ferozmente, horriblemente”; pero, en rigor, en la intervención constante, en la multiplicidad de operaciones que hacen que en sus textos no haya –al margen de otras cuestiones más o menos logradas– un solo párrafo, incluso una sola frase, que esté puesta ahí sin convicción o por mera rutina.
La publicación de sus Cuentos completos es, entonces, una vía única para volver a un escritor argentino inclasificable

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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