viernes, 19 de agosto de 2016

¿TE ACORDÁS HERMANO?


Fui a ver a Paul McCartney. En los días que siguieron al concierto, algunos amigos me preguntaron qué me pareció. Respondí con dos o tres frases de rigor. Se puede coincidir con ellas o no, pero a todas luces resultan insuficientes. Aquello, más que un concierto, fue para mi una experiencia. Si me permiten algunos rodeos, trataré de explicarlo.


A cinco cuadras de mi casa hay una plaza con una calesita. Hace más de diez años, llevaba a mis hijas a dar unas vueltas los domingos por la tarde. A las dos les fascinaba montarse en caballos, elefantes, autos o aviones que, amarrados al piso, giraban sin descanso al compás de una música estridente. Mis hijas me saludaban al pasar y yo recordaba a mi abuela materna, que solía llevarme a una calesita parecida, en una plaza de Belgrano. Cuando se empeñaban en atrapar la sortija, yo evocaba el momento en el que conseguía hacer mío, desde un caballito pintado de azul, con el cuerpo y la mano estirados, ese esquivo objeto de deseo cuya posesión me llevaba sin escalas a la felicidad más plena y me aseguraba otra vuelta más. A veces es posible recuperar un sentimiento.


Ese recuerdo aleteó en mi mente cuando, hace unas semanas, le aconsejé a uno de mis alumnos  que no tratara de contarlo todo. Había ido a buscar una crónica a la plaza de su barrio y había regresado con un párrafo dedicado a los árboles centenarios, otro a los chicos que salían de la escuela y otro a los juegos y atracciones del lugar. "Concentrate en la calesita y olvidá lo demás -le dije-. Ahí está tu historia." A la semana siguiente volvió con dos carillas en las que una simpática mujer mayor disfrutaba con lo mucho que se divertía su pequeño nieto montado en uno de los ponis de madera. Ese mismo caballito, décadas atrás, había sido la alegría de su hijo, el padre del chico. ¿Qué clase de déjà vu habrá experimentado la señora ante esa calesita que giraba sin cambiar, como gira el tiempo? La mujer recordaba aquellos viejos días con los calesiteros, dos hermanos cuyo padre, fundador de la calesita, era quien le daba la bienvenida a su hijo cuando ella ejercía de madre y no de abuela.


Todo en esa plaza ha cambiado. Los canteros, los areneros, los juegos. Pero la calesita sigue igual. Su magia es inmune a los cambios. Y se cifra en la humilde sortija, que es la llave para prolongar la aventura y el sueño. Los chicos -los de antes, los de ahora y los de siempre- quieren todos lo mismo: otra vuelta más.
La música de McCartney se parece a las calesitas: también gira como el tiempo y atraviesa las generaciones con su magia y su encanto. Se puede recuperar un sentimiento: volví a confirmarlo el otro día, en el concierto. Ahí estaba el hombre que, junto a John, George y Ringo, me había iniciado en la música, a mis diez años.

 Ahí estaban las canciones que entonces escuchaba en un Winco blanco, cuando me asomaba a las maravillas del mundo. Pero además de recuperarlo, vi cómo ese sentimiento se replicaba, imperecedero y el mismo, en mi hija menor, que en su adolescencia y por las suyas, como su hermana antes, fue haciendo propia esa música. Su excitación era tal que cuando sonaron los primeros acordes de "Back in the USSR" salió corriendo hacia el extremo de la platea, para estar más cerca del escenario. "Ella te trajo a vos, ¿no?", bromeó un amigo que estaba sentado al lado. Tenía razón, claro.

En las plateas y en el campo se multiplicaban los grupos familiares que habían ido a escuchar a McCartney en malón: cinco, seis o siete integrantes, de dos y de tres generaciones. Muchos jóvenes habían ido por las suyas. Cerca de nosotros, ajenos a los alaridos de los más fanáticos, un hombre y una mujer de unos 70 años se tomaban de la mano y canturreaban, al unísono con Paul, todas las canciones. Parecía que en lugar de estar allí, sentados en la platea del estadio, rodeados de una muchedumbre festiva, hubieran emprendido juntos un viaje a alguna vieja estación de su largo amor.


En un mundo donde todo es cambio, pocas cosas permanecen. "Yesterday", "In My life", "You Won't See Me", "Blackbird". Las canciones de McCartney, un Mozart de la música popular, son como la sortija: te regalan, además de una promesa, tres minutos de felicidad. Te llevan en una gira mágica y misteriosa donde el tiempo y las generaciones se confunden. Te devuelven al territorio de la imaginación. Allí el hijo, el padre y el abuelo son uno solo. Porque los chicos y los grandes, aquí, allá y en todas partes, quieren todos lo mismo: otra vuelta más. Confirmar que los sueños, que no tienen edad, todavía están vivos.

H. M. G.

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