viernes, 25 de noviembre de 2016

HISTORIAS DE VIDA....EMOCIONANTE


NEUQUEN.- En una pieza del monasterio de las Carmelitas Descalzas, a pocos kilómetros de Neuquén capital, esperan cuatro travestis. Todas trabajan en la calle, son prostitutas. Una de ellas, Katiana Villagra, tiene una botellita de whisky en la cartera. El cuarto es pequeño, apenas entran la mesa de madera, las cinco sillas y una estufa amurada a la pared. Afuera el paisaje patagónico es árido, se ven unas pocas flores que crecen cerca de la reja.

Hermana Mónica Astorga

Aparece, entonces, una mujer que apenas alcanza el metro sesenta, tiene la tez blanca, la sonrisa permanente, un hábito marrón hasta los tobillos y un velo negro. Es una monja de clausura que, a pesar de abrazar el silencio y el resguardo del mundo exterior, puede reunirse con otras personas en salones de uso común del monasterio.
Rezan. La religiosa les pregunta cuáles son sus sueños. Una dice que quiere ser cocinera, otra peluquera. Kati no. Kati dice: "Yo quiero una cama limpia para morir". Eso dice. Una frase que durante 10 años atravesaría a la hermana Mónica Astorga. "Nosotras lo que esperamos ya es la muerte, porque salimos a la ruta y no sabemos si nos matan o si nos enfermamos y cuánto duramos", siguió Kati.
Unos días antes, Romina Zimermman había llevado dinero a la Iglesia de Lourdes. Quería dejar su diezmo. El problema era el origen de la plata: la había conseguido prostituyéndose. Quizá porque sabían que había una monja de clausura que tenía en claro cómo trabajar con temas complicados para un católico promedio, le dijeron a Romina que fuera al Carmelo y preguntara por la hermana Mónica.
El 7 de julio de 2006, la monja conoció a una rubia, travesti, prostituta y peluquera. Hablaron más de dos horas: sobre la infancia, la familia, la vida en la calle, las ganas de dejar la calle.
-¿Hay más chicas que quieran dejar la prostitución? -le preguntó la monja.
-Sí, todas -le contestó Romina.
-¿Y cuántas son?
-Entre 70 y 80.
-Bueno, andá a buscarlas.
En ese momento, las que llegaban al hospital con HIV no sobrevivían. No había medicación ni tratamiento. Pero no las dejaban morirse ahí. Entonces alguna amiga tenía que llevarla a su casa y acostarla en una cama hasta que dejara de respirar. En cualquier momento eso mismo le podía pasar a Kati. Eso es lo que ella pensaba, porque ya tenía HIV. Por eso pedía lo más simple: una cama limpia para morir.
Dolor en el cuerpo
Cuando se fueron, esa noche, Mónica sintió dolor. En el cuerpo. No podía dormir tranquila. "Ellas viven el día -pensaba-. La vida de estas chicas está en riesgo, todo el tiempo."
La Argentina es el país donde las travestis ejercen más temprano su identidad de género: a los 13 años. Y 8 de cada 10 viven de la prostitución. Estos datos son de un estudio de la Asociación de Lucha de Travestis y Transexuales (ALITT), el único lugar donde hay estadísticas vinculadas con el tema. En mayo de 2012 se sancionó la ley N° 26.743 de Identidad de Género. Desde ese momento hasta hoy, ya hubo 8500 cambios de sexo y de nombre en los DNI de todo el país.
La vida de una monja de clausura es más o menos así: se levanta a las 6, reza en comunidad, va a misa y a las 9 empieza el trabajo que consiste en cocinar alfajores para vender, lavar la ropa del sacerdote, o limpiar el convento hasta el mediodía, cuando vuelve a rezar, almuerza, tiene una hora de recreación, reza de nuevo, descansa, vuelve al trabajo hasta las 18, que ora en comunidad, cena, recreación, rezo y a dormir. Al día siguiente la rutina se repite, siempre dentro del convento.
Después del último rezo, la hermana Mónica Astorga, de 51 años, contesta mails y abre Facebook. Se ocupa de su proyecto: acompañar a un grupo de travestis de Neuquén para que puedan dejar la prostitución.
Antes de conocer a la hermana Mónica, la vida de Katiana era más o menos así: se levantaba a las 16, tomaba una cerveza, comía, se bañaba, ordenaba su casa, tomaba un vino y a las 21 salía a la calle, a prostituirse. A eso de las 7 volvía a su casa con dinero para poder comprarse las botas que había visto el día anterior, lloraba, fumaba, se tomaba un whisky, se dormía. Sola.
Durante los años que Katiana cumplió religiosamente con la rutina, lo hizo borracha. Para poder seguir. Nunca tuvo sexo sobria.
La hermana Mónica no quería sentarse frente al sagrario y rezar cada día por todo el mundo. Necesitaba algo más concreto. Rezar por alguien que estuviera sufriendo.
Ese rostro y ese nombre, durante varios días, fueron los de Luisina. Para la Hermana lo más difícil no fue soportar lo que pensaran o dijeran otros miembros de la Iglesia sobre su proyecto. Tampoco las amenazas que sufrió estos últimos meses que la obligaron a cerrar su cuenta en las redes sociales. Lo más difícil fue la muerte de Luisina.
"La vida de una travesti, de una mujer trans, como a mí me gusta llamarlas, es muy triste. Muy dolorosa. Ellas desde que nacen, o desde que deciden un cambio, sentirse mujer y manifestarlo a la familia, ya empiezan a ser lastimadas", dice. Luisina tenía 21 años, y murió en sólo ocho días. Alguien, en algún lugar que no era un hospital, le inyectó aceite de avión y su cuerpo lo rechazó.
Un día, la hermana Mónica le escribió un mail al papa Francisco. Le contó que había pedido un colchón para una de las chicas con cáncer y le mandaron algo que ni siquiera servía para los perros. Francisco le respondió:
"Querida Mónica, gracias por tu correo.
Comprendo tu situación y sé también de tu capacidad de vivir, sufrir, rezar, expresar. La anécdota del colchón me conmovió: ¿qué diferencia hay con los leprosos marginados del tiempo de Jesús?
Que el Señor te colme de paz y paciencia. Por favor no te olvides de rezar por mí. Te deseo una santa Cuaresma. Que Jesús te bendiga y la Virgen Santa te cuide.
Afectuosamente, Francisco".

Katiana Villagra.

En 2009, cuando Jorge Bergoglio, arzobispo de la Ciudad de Buenos Aires, visitó Neuquén, la hermana Mónica le contó que estaba acompañando a ese grupo de chicas trans: "Y él me dijo que por favor no las deje solas, que no abandone este trabajo de frontera que me había puesto el Señor", explica.
El obispo de la diócesis de Neuquén, Monseñor Virgilio Bresanelli, sabe también que el Papa respalda este tipo de proyectos como el de la hermana Mónica, y así lo dice: "Francisco apoya nuestra pastoral, él sabe realmente la actitud que tenemos y la apoya no sólo espiritualmente, sino que en algún momento apoyó materialmente esta obra".
Estar sola
Mónica tenía 6 años y vivía en Rauch con su madre. A veces sentía la necesidad de estar sola, entonces se subía al techo de tejas de su casa y escuchaba el viento. Sólo eso. Se sentaba y escuchaba el viento. Otras veces se llevaba el piolín y hacía nudos, como le enseñaron en el grupo de scouts de chicas.
A los 7 años le dijo a su madre que quería ser monja. Después se mudaron a Flores y mientras iba a la escuela trabajó en una tienda de ropa para hombres. Tuvo novio. Y estuvo alejada de la Iglesia sólo dos años de su vida. La razón era que le molestaba que la obligaran a ir a misa en la escuela.
El 2 de febrero de 1985 Mónica entró al convento de las Carmelitas Descalzas en Neuquén. Veinte días después de estar en ese lugar, de seguir con lo que había querido ser desde los siete años, le avisaron que su madre estaba internada. Su madre, la única que entendía por qué quería ser una monja. Su madre, que murió tres meses después de un cáncer fulminante en Rauch.
Para ser travesti, Katiana ya es una "vieja". O es, más bien, una sobreviviente. La expectativa promedio de vida de las personas trans es de 33 años. Las principales causas de muerte son el sida, la aplicación de silicona industrial (aceite de avión) y los asesinatos. Y las estadísticas las siguen complicando aún más: 7 de cada 10 chicas trans ha perdido una amiga travesti en los últimos cinco años.
Katiana se acuerda del brasero, de cuando recién se mudaron de Tucumán a Buenos Aires a una casa con piso de tierra, se acuerda de ser feliz. En séptimo grado recibió la medalla al mejor alumno. En primer año también. Después ya no.
A los 12 años empezó a trabajar en una forrajería para ayudar a su madre. En sus tiempos libres usaba, a escondidas, los zapatos de su mamá, el corpiño, el maquillaje. Estudió en un colegio de monjas. "Ahí detectaron que yo era distinta y me mandaron a los psicólogos", dice ahora y se pone triste porque recuerda que su madre no la aceptaba, que se tuvo que ir de la casa, que la obligaban a tener el pelo corto y a usar saco y corbata.
Y que todavía sueña con ser profesora de inglés. "Mi adolescencia fue en realidad ya empezando a ser una mujer trans. Y obligada por el sistema o por la escuela, por la familia, por todo me tuve que dedicar a la prostitución." Katiana se fue de su casa antes de cumplir los 17. Se fue para que sus hermanos no pasaran vergüenza.


Grupo de chicas
Desde ese sábado de julio de 2006 cuando conoció a Romina, la hermana Mónica empezó a formar un grupo de chicas trans que querían dejar la prostitución. Buscó ayuda donde pudo. Primero habló con el vicepresidente de Cáritas, un sacerdote que le dijo que armara un proyecto de peluquería y él lo presentaba a Cáritas Nacional.
Después acudió al arzobispo Marcelo Melani. Le pidió si no tenía alguna casa para que, cuando salieran del hospital, las chicas tuviesen un lugar para recuperarse. O una casa donde morir.
El arzobispo le consiguió una.Ellas no querían que fuera sólo un lugar donde morir, querían hacer algo ahí. Entonces armaron el taller de costura de Kati, que había empezado en una cooperativa en la parroquia de Lourdes. Ahora la monja pensaba que ya era momento de que Kati se independizara. Hoy, ahí, ella arma los moldes, corta la tela y cose los pedidos.
Kati no se acuerda. Pero a veces, a la madrugada, sobre todo en las navidades, el teléfono de la hermana Mónica sonaba sin parar. Era ella, la llamaba borracha. Lloraba. Tuvieron que pasar siete años para que pudiera dejar el alcohol. Ya no tomaba sólo para prostituirse, lo hacía todo el día, todo el tiempo.
Ella podía dejar la prostitución en algún momento, pero seguiría cargando con las secuelas de esa vida: el círculo vicioso de alcoholizarse para pasar cada noche de prostitución y después quedarse lidiando con la enfermedad y entonces, ¿cómo encontrar un trabajo estable? Por algo de todo eso fue que dejó la prostitución hace siete años, y el alcohol hace tres.
Después de la reunión primera reunión en el pequeño salón del convento, hace una década, la hermana y un grupo de 20 mujeres trans todavía se juntan una vez por mes a rezar. Y muchas cumplieron sus sueños.
Contenta, la hermana Mónica enumera los logros: Luján hace servicio de catering en su casa; Vicky pudo entrar a trabajar en una oficina pública, y fue la primera directora de Diversidad de la provincia de Neuquén; Cris abrió su peluquería; Gaby trabaja en un taller de costura y Dai ya está en la oficina de Diversidad. Y otras se recibieron de auxiliares en cuidados de adultos mayores.
Pero, lo real, dice, es que todavía no son aceptadas y va a llevar tiempo para que lo sean.
Romina todavía no pudo dejar la calle. Sale menos, pero no puede. La hermana sabe la razón, porque ella y tantas otras chicas se lo dicen: a veces quizás sea por lo económico, se hace difícil dejar de ganar tanto en tan poco tiempo, aunque en realidad, reconocen, es el miedo a perder ese abrazo falso, ese "qué linda que estás" de cada noche.
Pero lejos de decepcionarse, la hermana cree que esa lucha es muy valorable. Además insiste en que con una sola que salga de la prostitución ella está feliz.
Katiana Villagra
Fue una de las primeras trans que se acercó a la hermana Mónica Astorga. "Nosotras lo que esperamos ya es la muerte, porque salimos a la ruta y no sabemos si nos matan o si nos enfermamos y cuánto duramos", le dijo a la religiosa
En 1985 se ordenó en el convento de las Carmelitas Descalzas en Neuquén. En 2006 empezó a trabajar con un grupo de mujeres trans. Logró que el papa Francisco respaldara su obra y ayudó a organizar un taller de costura para sacarlas de la calle

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